Quizás la obra cumbre del cine de Manuel Gutiérrez Aragón, «La vida que te espera» bucea a pulmón en la Cantabria rural profunda para contar una historia que emociona a través de unos personajes inolvidables

Quizás la obra cumbre del cine de Manuel Gutiérrez Aragón, «La vida que te espera» bucea a pulmón en la Cantabria rural profunda para contar una historia que emociona a través de unos personajes inolvidables

Hay apuestas seguras que en ningún caso pueden fallar. “La vida que te espera” es una de ellas. Quizás la obra cumbre de Manuel Gutiérrez Aragón, la misma nace de un espléndido y lúcido guión firmado por el propio cineasta y por Ángeles González-Sinde, el cual es encarnado por un elenco actoral de primera magnitud en estado de gracia: desde Juan Diego (el mejor actor que haya habido en nuestro cine) hasta Luis Tosar, pasando por la incomensurable Marta Etura (la echo de menos en el cine de autor en los últimos tiempos), Clara Lago, Celso Bugallo o Víctor Clavijo. ¿Alguien da más?

Estamos ante una historia de la Cantabria profunda, netamente rural, de gentes chapadas a la antigua en costumbres y vivencias que habitan en el Valle del Pas, un lugar refractario a todo tipo de modernidad. Allí conviven dos vecinos mal avenidos que discuten por una vaca. Gildo (Juan Diego) es viudo y tiene dos hijas (Marta Etura y Clara Lago) que le ayudan con las tareas ganaderas; el otro (Celso Bugallo), vive solo desde que su hijo (Luis Tosar) abandonó esa durísima vida para hacerse peluquero en la capital. Esa vaca tan especial (un personaje más del film), Vanessa, va a ser el detonante de un drama insondable que no puede terminar bien y que dará lugar a un gravísimo crimen con el que arranca definitivamente su fantástica historia.

Apasionante argumento que da al espectador más exigente todo lo que promete y más, con unos personajes perfectamente definidos, creíbles, realistas, duros como el ambiente en el que viven, pero con muchos sentimientos escondidos tras sus rudas corazas. Sin duda, son los personajes de Marta Etura y Clara Lago los que brillan por encima de todos para mí, más allá del recital interpretativo de dos dioses de la dimensión de Juan Diego y Luis Tosar, en un mano a mano descomunal.

Todo rodado con un gusto exquisito gracias a la música de Xavier Capellas y a una portentosa dirección de fotografía de Gonzalo F. Berridi. Una película ciertamente imprescindible que no envejece.

Las excesivas ansias de comercialidad convierten en minúscula la propuesta de «Gaza, mon amour» de Tarzan y Arab Nasser, una insulsa comedia romántica otoñal sin compromiso palestino alguno

Las excesivas ansias de comercialidad convierten en minúscula la propuesta de «Gaza, mon amour» de Tarzan y Arab Nasser, una insulsa comedia romántica otoñal sin compromiso palestino alguno

Sobrevalorada se mire por donde se mire, “Gaza, mon amour” resulta insulsa como comedia romántica y desilusiona de forma mayúscula como denuncia de la situación que sufre el pueblo palestino a manos de Israel. En ambas facetas, que los hermanos Nasser pretenden combinar, deja mucho que desear. Lánguida en exceso, conformista, poco valiente, excesivamente edulcorada, con una segunda trama que no conduce a ninguna parte ni nunca converge con la principal y, sobre todo, con sobredosis de buen rollo, no me interesa la historia de amor que cuenta y me deja gélido su presunto compromiso palestino.

A priori y sobre el papel, parece interesante la idea de desarrollar una comedia romántica en torno a los sentimientos surgidos entre un pescador palestino de unos 60 años y una modista. Y que todo eso se desarrolle en la Gaza vapuleada y asfixiada por el todopoderoso Israel la hace aún más llamativa. El problema es que todas esas expectativas no se corresponden con la realidad final.

Se agradece la brevedad de su metraje en los tiempos de interminables películas que corren, a pesar de que incluso sus 80 minutos se pueden llegar a sentir excesivos, así como la sencillez de su propuesta, pero poco más, dejando aparte la gran actuación interpretativa de su pareja protagonista, tanto de Salim Dau como de la imprescindible y omnipresente Hiam Abbass, que está espléndida como no podría ser de otra forma.

El resto de los elementos que combina este film, especialmente el guión escrito a cuatro manos por los propios hermanos Nasser, son bastante prescindibles. Como ocurre con la música de manual de Andre Matthias. Tan sólo destacar la excelente dirección de fotografía (sobre todo en las bellísimas escenas nocturnas) de Christophe Graillot.

Estamos ante un film comercial que pretende serlo desde su mismísima concepción y que no levanta cabeza en ningún momento justo por ello.

Un verano en la vega granadina teñido de realismo mágico para una niña de ciudad que encuentra su paraíso y para una adolescente que se siente atrapada en el pueblo es «Secaderos», una pequeña gran joya de Rocío Mesa

Un verano en la vega granadina teñido de realismo mágico para una niña de ciudad que encuentra su paraíso y para una adolescente que se siente atrapada en el pueblo es «Secaderos», una pequeña gran joya de Rocío Mesa

Ante todo, Rocío Mesa demuestra ser una cineasta de una inteligencia superdotada en “Secaderos”. Con escasos medios y una trama minimalista, la andaluza logra conjuntar dos aspectos profundamente complejos de una manera aparentemente sencilla: hacer colisionar dos vidas divergentes en un mismo espacio y mezclar realidad y fantasía en torno a una nota de realismo mágico muy acertada. Ambos logros parecen sencillos pero no lo son en absoluto. Por eso con Rocío Mesa es obvio que hay cineasta para rato. Y la última buena noticia radica en la ya consolidada visión de nuestro cine a lo rural, dejando al fin al margen Madrizzzzzzzzzz (“As bestas”, “Suro”, “Alcarrás”, “El agua”…).

Además, para los que procedemos de familias andaluzas que hunden sus raíces en el mundo rural de la Vega granadina, todo adquiere un tono documental en el que nos reconocemos fácilmente y que Rocío Mesa, de nuevo con enorme inteligencia, ha respetado hasta en el último de sus detalles: desde la melancolía autárquica de sus calles, a la compleja decoración de las casas de pueblo, pasando por la caja de tesoros que esconde viejos recuerdos de la infancia materna, unos abuelos anclados en otros valores y una juventud sin horizontes ni futuro que trata de escapar como puede de una jaula de cristal asfixiante, mientras que la especulación urbanística y un progreso muy mal entendido amenazan con acabar con estas vidas auténticas para convertirlas en otras clonadas y plastificadas. Todo ello está magníficamente contado en “Secaderos” y de ahí el enorme resultado que muestra.

Rocío Mesa, también guionista de la cinta, tira de recuerdos propios y ajenos para contarnos la historia de dos chicas divergentes de edades distintas que coinciden en un mismo pueblo (que podría ser Valderrubio, Fuentevaqueros o cualquier otro similar de nuestra Vega): para Vera (una niña madrileña que pasa los veranos con sus abuelos), el pueblo es el paraíso reencontrado que le ofrece todo lo que la gran ciudad le roba; para Nieves, hija de un matrimonio que vive del cultivo de tabaco alrededor del secadero familiar, es una jaula de la que hay que escapar antes de que le engulla toda la personalidad y la convierta en una vecina más de ese pueblo donde todas las historias vitales vienen ya escritas desde la cuna (soberbia la metáfora de los pájaros enjaulados).

Ambas representan las dos caras de un mismo pueblo. Ambas reales. Pero la niña, en su inocencia pura, ve a un ser fantástico, enorme, que está compuesto de hojas de tabaco y que anda por los secaderos y al que quiere conocer a pesar de su monstruosidad (aquí la sombra de “El espíritu de la colmena” de Víctor Erice es maravillosamente alargada). Sin duda, en la interpretación de la niña Vera Centenera está la clave de bóveda de la cinta, perfectamente secundada por la adolescente asfixiada por una sociedad demasiado pequeña para sus sueños que soberbiamente interpreta Ada Mar Lupiáñez Huertas. Ambas son la película porque sobre ellas deja Rocío Mesa recaer todo el peso de la doble historia que se va desarrollando ante el espectador de forma paralela y casi nunca convergente.

El estilo visual de Mesa es simple pero apabullante, sencillo pero bello, a través de planos fijos que respiran y otros que buscan asomar al espectador a la vida interior de sus dos protagonistas antagónicas, gracias a una acertadísima dirección de fotografía, profundamente rural y apegada a los colores y texturas la Vega granadina, de Alana Mejía González. Todo ello funcionalmente arropado por la música de Paloma Peñarrubia.

Incluso la cineasta se permite determinadas escenas lisérgicas en las que el cine experimental se cuela sin rechinar lo más mínimo en mitad de una narración lineal y convencional y es aceptado por el público sin problemas y con aplauso final tras la proyección, a pesar de la distinta textura que presenta respecto a la que preside la propuesta.

«1917» no es una obra maestra del género bélico, ni tan siquiera la mejor película del genial Sam Mendes, pero sí un emocionante retrato de la guerra rodado con la brillantez que un solo (y presunto) plano secuencia requiere

«1917» no es una obra maestra del género bélico, ni tan siquiera la mejor película del genial Sam Mendes, pero sí un emocionante retrato de la guerra rodado con la brillantez que un solo (y presunto) plano secuencia requiere

Sam Mendes es uno de los grandes nombres propios del cine contemporáneo. De su firma llegaron obras maestras imprescindibles en mi vida como “American Beauty”, “Camino a la perdición” o “Revolutionary Road”, películas necesarias para entenderme y para entender mi pasión por el cine.

Ante la tesitura de pretender hacer una obra magna bélica, Mendes tuvo que escoger entre dos caminos: el argumentalmente sencillo del Spielberg de “Salvar al Soldado Ryan” o el complejo, comprometido y ácido de Coppola en “Apocalypse Now”. Es obvio que Mendes no ha querido arriesgar y ha preferido optar por el camino de un nuevo soldado Ryan (incluso la premisa de encontrar al hermano de un soldado concreto aparece en “1917”, para hacerlo aún más evidente).

La genialidad de Sam Mendes tenía que aparecer necesariamente y, a falta de valentía en el guión, lo compensa rodando una cinta bélica a través de un único (falso) plano secuencia. Los que vivimos eternamente enamorados del gran cineasta de nuestro tiempo, Paul Thomas Anderson, dios del plano secuencia, agudizamos los sentidos en extremo ante la propuesta de Mendes. La cosa funciona, a pesar de que las costuras se notan en algunas transiciones a negro o paneos rapidísimos de cámara, el alarde técnico y de producción es innegable y la consistencia de la fantasía de que toda la cinta fuese un solo plano secuencia funciona y se sostiene ante la retina del espectador con absoluta dignidad. Lejos, eso sí, de la obra magna al respecto, “Victoria” del alemán Sebastian Schipper (protagonizada por la mejor actriz del mundo, Laia Costa) y su único plano secuencia durante 140 minutos sin costuras aparentes. O también de la notable “Utoya, 22 de Julio” de Erik Poppe. O “La soga” de Alfred Hitchcock. O la mucho más inferior y sobrevalorada “Birdman” de Alejandro González Iñárritu.

Es en la primigenia parte embarrada de la cinta donde forma y fondo lucen como nunca. Ese paseo por el horror de los caballos en descomposición, los muertos flotando y la locura de la guerra campando sin limitación alguna ante los ojos del espectador, es en el que Sam Mendes toca el cielo del cine. Probablemente otros giros de guión sean más convencionales y menos valientes, pero ese momento en la primera parte de la cinta es cine eterno de esos que se te pegan al alma para siempre, con algún aroma bastante expreso para no ser un homenaje a «Senderos de gloria» de Stanley Kubrick en su jugueteo con las trincheras.

Sus dos protagonistas se pasean por el horror conceptual de una guerra, la madre de todas las locuras y lo peor del ser humano, que luce desgarradora en cada escena de las que se van sucediendo sin solución de continuidad. Casas vacías amenazantes, muerte, destrucción, todos los árboles talados al paso de los alemanes, la devastación, el hambre, el dolor de los más inocentes, la camaradería y la solidaridad entre los combatientes, la locura de los oficiales, las vacas tiroteadas… Sin querer arrasar con todo como lo hiciera con una valentía insuperable Francis Ford Coppola en “Apocalypse Now”, la cinta bélica definitiva, pero señalando los errores de toda guerra, Sam Mendes firma un alegato antibelicista con cierto aroma patriótico, eso sí. Este gran cineasta ya había probado suerte en el bélico a través de la guerra de Irak en “Jarhead”, con fantásticos resultados.

“1917” es una película que trasciende por estar sostenida sobre el plano secuencia, que es lo que la hace única y por lo que logra sobrevolar sobre buena parte de las obras del género. Y cimentada en la partitura siempre eficaz de su alter ego Thomas Newman, imprescindible en el cine de Mendes y en mi vida. Sin duda, por supuesto, un alarde a la hora de coreografiar semejante plano secuencia en mitad de una guerra y lograr que la personalidad de sus dos únicos protagonistas jamás quede diluida por semejante aparataje mastodóntico.

Por supuesto, lo que pasará al imaginario colectivo es la espléndida fotografía de Roger Deakins, que logra hacernos aceptar pulpo como animal de compañía.

Impresionante ópera prima, Lucía Alemany embelesa al espectador con «La inocencia», una pequeña gran joya que contiene un retrato certero de la adolescencia rural y una interpretación antológica de Carmen Arrufat

Impresionante ópera prima, Lucía Alemany embelesa al espectador con «La inocencia», una pequeña gran joya que contiene un retrato certero de la adolescencia rural y una interpretación antológica de Carmen Arrufat

Cuanto más amo el cine es cuanto más modesta y honrada es su propuesta, cuando arma una historia cercana, sensible y muy real, cuando decide contarte lo que ves cada día con el único propósito de calarte el alma hasta los huesos, cuando se pega a la realidad para traer hasta los ojos del espectador una historia emocionante por real y tangible, por verdadera y creíble.

Fui en su momento al cine entusiasmado como niño con zapatos nuevos para ver la ópera prima de Lucía Alemany, una directora joven, divertida, diáfana, buena gente, ilusionada e ilusionante. Sabía que “La inocencia” no podía defraudarme, y desde luego que no lo hizo. Cuando al revisitas, aún menos, porque crece con cada visionado. Llegué al cine esperando que fuera como una especie de prima hermana de “Les amigues de l´Àgata” y lo es. Confiaba en que fuera una pequeña gran historia de adolescencia inolvidable y lo es. Sabía que iba a encontrar una dirección solvente y valiente basada en unas interpretaciones inolvidables y así fue.

A través de primerísimos planos y fondos desenfocados para centrarnos absolutamente en la interpretación de sus actrices y actores, con algunos planos ciertamente notables como el del espejo del cuarto de baño y el de la magistral escena donde la tensión salta por las costuras entre madre e hija, Lucía Alemany triunfa sin querer destacar, dejando muestras de una impresionante sensibilidad estética, de una eficacia narrativa descomunal y de un dominio de los resortes fílmicos increíble para una directora que se estrenaba con esta pequeña gran joya.

Pero esta película no tendría sentido, ni tan siquiera podría ser, sin la interpretación de Carmen Arrufat. Desde su insultante juventud, prácticamente no existe un solo plano de la película que no esté protagonizado por ella. No hay nada que escape a su luminosa sonrisa, a sus amargas lágrimas, a sus arrebatos de ira, a la pesadumbre del tener que existir y a sus momentos de depresión. Carmen Arrufat marca un hito de la interpretación en el cine europeo con un personaje arrollador desde el guión que en sus manos se convierte en inolvidable.

Y luego está la historia, el guión, de la propia cineasta, al que no le falta un detalle, porque se quieren y se pueden abordar prácticamente todos los temas de la juventud sin saltarse ni uno: el descubrimiento del sexo y sus consecuencias, los celos, las paternidades mal ejercidas, las maternidades tamizadas por la religión, los peligrosos límites de la violencia machista dentro y fuera de casa, el ansia de soñar con un futuro por muy difícil que resulte, la amistad y la enemistad entre iguales, las drogas, las discotecas, las verbenas de los pueblos, la soledad del instituto, el ambiente asfixiante de una población demasiado pequeña para poder conservar la más mínima intimidad, la incomunicación entre padres e hijos, las prácticas abusivas contra los animales… Sobre qué no habla este maravilloso compendio de cosas grandes e importantes que es “La inocencia”.

Y una escena de esas que te marcan y resultan indelebles una vez vividas entre madre e hija, un estallido absoluto que arrasa la pantalla y no deja indiferente a nadie. Impresionante Laia Marull como madre de la protagonista. En ese momento, la cinta toca techo y te recuerda que estás viendo una obra de arte con vocación de perdurar para siempre. A través de una relación entre madre e hija que trata de reconciliarnos con la vida y con la capacidad para la maternidad que las mujeres derrochan. Por cierto, para no olvidar la divertidísima escena de la procesión.

Espléndida tanto la dirección de fotografía de Joan Bordera, de un preciosismo estilístico apabullante, como la siempre discreta y adecuada música de Óscar Senén.

Aunque lejos de sus mejores trabajos, Alberto Rodríguez nos ofrece en «Grupo 7» un solvente pero demasiado convencional thriller sobre corrupción policial en la Sevilla preExpo 92

Aunque lejos de sus mejores trabajos, Alberto Rodríguez nos ofrece en «Grupo 7» un solvente pero demasiado convencional thriller sobre corrupción policial en la Sevilla preExpo 92

Alberto Rodríguez, cineasta andaluz, es un nombre de referencia en el thriller contemporáneo. Su calidad en el noir resulta indiscutible. Si bien “Grupo 7” está lejos de ser su mejor película (sin duda, su obra maestra imperecedera se titula “La Isla Mínima”), estamos ante un film de traficantes de drogas y policías corruptos eficaz y funcional.

Pero, sin duda, donde más y mejor brilla Alberto Rodríguez es en la ambientación de sus películas y en ello es (en lo único que resulta) portentosa “Grupo 7”, una cinta que transcurre en la Sevilla que va desde 1987 a 1992, cuando el dinero y la droga se mueve alrededor de una ciudad en transformación que está siendo convertida en moderna en torno a las obras para la Expo 92. En ella, mientras unos se hacen ricos al calor del ladrillo, otros sobreviven en los bajos fondos con el tráfico de estupefacientes. Y la policía vive entre perseguirlos y entrar en el negocio a la búsqueda del sobresueldo.

El Grupo 7 es famoso en la Sevilla preExpo por su éxito en la detención de traficantes, pero también por sus métodos violentos y por la duda que siembran a su alrededor al respecto de su honradez. El citado grupo está compuesto (el otro éxito del film) por, ni más ni menos, que Antonio De la Torre, Mario Casas, Joaquín Nuñez y José Manuel Poga. Si sumamos a ello la participación de  las maravillosas Inma Cuesta y Lucía Guerrero, es evidente que el elenco artístico del film resulta superlativo.

Pero el talón de Aquiles de “Grupo 7” está en el guión de Rafael Cobos, plagado de lugares comunes del cine de corrupción policial mil veces vistos y de personajes estereotipados que, a veces, adolecen de sobredosis de cartón piedra y resultan poco creíbles. Es aquí donde la película pierde enteros, junto con la música demasiado estridente y atronadora de Julio De la Rosa.

En lo que ciertamente brilla y compensa, destaca sobremanera la dirección de fotografía de Álex Catalán, que resulta insuperable, recreando en imágenes la atmósfera turbia y sucia de la Sevilla ochentera. Y, claro, contar con Antonio De la Torre… así cualquiera.

A pesar de cierta frialdad y lentitud consustancial al cine iraní, «Nahid», de la cineasta Ida Panahandeh, sigue la estela de «Nader y Simin, una separación» de Asghar Farhadi para retratar sin piedad las miserias de la sociedad iraní con la excusa del cine de género

A pesar de cierta frialdad y lentitud consustancial al cine iraní, «Nahid», de la cineasta Ida Panahandeh, sigue la estela de «Nader y Simin, una separación» de Asghar Farhadi para retratar sin piedad las miserias de la sociedad iraní con la excusa del cine de género

La sombra de Asghar Farhadi es muy alargada en el cine iraní y, sin duda, ha marcado un camino de forma indeleble para tan interesante cinematografía utilizando la excusa del cine de género para mostrar dramas con un fuerte compromiso social. Es el caso de “Nahid” de la cineasta iraní Ida Panahandeh, la cual utiliza la archifamosa “Nader y Simin, una separación” de Asghar Farhadi como punto de partida para contarnos una historia que tiene puntos en común con ésta.

Nahid, que da título al film, es una mujer divorciada y, como suele ser habitual en estos casos en Irán, la custodia del hijo común menor de edad corresponde al padre. Pero en este convenio regulador se estableció la imposibilidad de volver a contraer matrimonio como opción para que Nahid pudiera mantener la guarda y custodia de su hijo. Su ex marido, que sigue siendo lo que fue, un drogadicto que debe dinero a todo el mundo, no olvida esa cláusula nunca. El problema radica en la situación económica de Nahid, que tiene que ir haciendo frente a los pagos más elementales engañando a unos y otros, motivo por el que no quiere dejar de aprovechar la oportunidad de contraer matrimonio temporal (es una posibilidad legal factible en Irán) con un hombre de posición económica desahogada, aún a sabiendas de que puede estar en juego la custodia de su hijo como ello llegue a oídos del padre del menor.

Estamos ante una cinta sencilla, nada del otro mundo, pero que se sostiene por dos elementos llamativos:

1.La interpretación de Sareh Bayat como Nahid, realmente brillante, capaz de hacer empatizar con su desgracia al espectador o de exasperarlo con sus tejemanejes para hacer dinero.

2. La brillante dirección de fotografía de Morteza Gheidi, apabullante en sus sempiternos paisajes siempre lluviosos y fríos, mostrando esa otra cara desconocida del norte de Irán, a la orilla del Mar Caspio, siempre desapacible, que tanto y tan bien convienen a la trama que se narra.

Pena que el guión, firmado por la propia Ida Panahandeh y Arsalan Amiri (su esposo), no esté a la altura de los dos elementos anteriormente destacados, haciendo caer a la narración a veces en pozos innecesarios que alejan al espectador de lo realmente importante.

«Road movie» y viaje iniciático de un apasionante personaje de 12 años llamado Greta, «Arcadia» de Olivia Silver es un film modesto en intenciones y resultados pero esclarecedor de los grandes dramas que toda familia oculta bajo la alfombra

«Road movie» y viaje iniciático de un apasionante personaje de 12 años llamado Greta, «Arcadia» de Olivia Silver es un film modesto en intenciones y resultados pero esclarecedor de los grandes dramas que toda familia oculta bajo la alfombra

La cineasta norteamericana Olivia Silver hace una cosa muy sencilla que funciona perfectamente. Y eso en cine es muy difícil. “Arcadia” es simple, directa y básica. Pero te atrapa sin complicaciones. Una modestísima “road movie” que va de menos a más y que crece enteros conforme se centra en el personaje de Greta, una niña de 12 años estratosféricamente interpretada por Ryan Simpkins. Porque Greta es un personaje que fascina por la honestidad que desprende de principio a fin y que se hace completamente con el protagonismo del film.

Algo ominoso se oculta en esa familia formada por el padre, una hija adolescente cercana a la mayoría de edad, otra de 12 años y un niño de unos 8. Todos atravesando en el coche familiar el territorio de los USA vía Interestatal 80 cruzando desde Nueva Inglaterra a California, para vivir en la Arcadia del título, en la tierra prometida en forma de Los Angeles, donde van a iniciar una nueva vida. El espectador no puede parar de preguntarse dónde está la madre, por qué es un tema a evitar, por qué la niña de 12 años (inolvidable Greta) hace causa común con la ausente madre mientras que la mayor va con el padre en una guerra extraña sobre la que nada sabemos.

Como toda “road movie”, el camino será un descubrimiento geográfico, antropológico e interior para los cuatro viajeros. Pero sobre todo nos interesa Greta, en esa frontera entre la infancia y la adolescencia tan compleja, donde la vergüenza y la autolimitación se imponen, donde se quiere ser mayor y gustar a los chicos pero se sigue durmiendo con un conejo de peluche. Pero Greta es mucha Greta y ella será capaz de enfrentarse al mundo y a su familia para desvelar las causas profundas de este viaje iniciático. Será ella la que tendrá que redimirlos a todos y enfrentarse a las soluciones.

El guión de la propia Olivia Silver es interesante, con una propuesta a la que le cuesta arrancar pero que acaba emocionando en su tramo final, mientras que a nivel visual se deja hacer por las convenciones propias del cine indie norteamericano, a través de la cámara al hombro y los paisajes de la América profunda por la que discurren personajes marginales.

El gran secundario de lujo John Hawkes se deja la piel levantando el personaje del padre, pero aquí la estrella de la función es la joven Ryan Simpkins, que sencillamente está “cum laude” encarnando a esta preadolescente confundida y desnortada que va acumulando ira contra el mundo en esta propuesta sin pretensiones pero con resultados.

«La noche americana» es una carta de amor al cine rodada por uno de sus mayores amantes, François Truffaut. Imposible no verla con una sonrisa pintada en la cara

«La noche americana» es una carta de amor al cine rodada por uno de sus mayores amantes, François Truffaut. Imposible no verla con una sonrisa pintada en la cara

“La noche americana” es una carta de amor al cine rodada por uno de los mayores amantes del Séptimo Arte que hayan existido, François Truffaut. No es una obra maestra, a ratos ni tan siquiera una gran película, no corona su filmografía, pero es de visión obligatoria si adoras por encima de todas las cosas el arte de contar historias con imágenes, porque pocas películas, por no decir ninguna, cuentan mejor los entresijos de un rodaje como lo hace “La noche americana”.

Película coral por definición y vocación, Truffaut no deja atrás a ninguno de los elementos técnicos y artísticos que se requieren para la elaboración de un film, ese falso rodaje de una falsa película titulada “Os presento a Pamela”. Dicho sea de paso, incluso él mismo interpreta al director de la película ficticia que se rueda, a la par que el propio montador y el compositor de “La noche americana” se interpretan a sí mismos. Fascinante ejercicio de metacine.

Estamos en 1973, o sea, la década donde el cine fue más libre y mejor, y esa frescura de formas y pensamiento contagia cada fotograma de esta cinta. Sus 115 minutos de comedia humana y humanista acaban pasando como un suspiro y dejan una sonrisa benéfica en el espectador, que entiende las vicisitudes por las que tiene que pasar un cineasta para sacar su obra adelante.

Entre la multitud de actores y actrices que van apareciendo alrededor del ficticio rodaje de la película, con aparente y cuidada verosimilitud que hace que Truffaut, a ratos, incluso busque el tono de documental, destaco a su alter ego eterno, inmenso Jean-Pierre Léaud (al que sacó de las calles para protagonizar “Los cuatrocientos golpes” y, a partir de ahí, acompañó en su desarrollo vital ante la cámara durante el resto de su vida), creando el personaje de Alphonse, para mí, el más llamativo entre la pléyade de estrambóticos seres que pululan por este mecanismo cómico.

Pero, sin duda, lo que más perdura y mejor se recuerda de este film es su excelsa partitura original, obra cumbre de Georges Delerue, que forma parte de nuestro bagaje personal y que tarareamos más veces de las que imaginamos. Igualmente me atrae la dirección de fotografía de Pierre-William Glenn, gozosamente setentera, como yo adoro.

Y es que muchos, como el niño que representa al propio Truffaut en la película, hemos soñado con robar fotogramas de “Ciudadano Kane”. Por eso entendemos este delirio-homenaje al cine.

David Trueba, intelectual imprescindible en mi vida, sobrecoge el alma con su obra maestra, «Soldados de Salamina», adaptando la novela homónima de Javier Cercas para demostrarnos que la realidad supera a la ficción, sobre todo en una Guerra Civil

David Trueba, intelectual imprescindible en mi vida, sobrecoge el alma con su obra maestra, «Soldados de Salamina», adaptando la novela homónima de Javier Cercas para demostrarnos que la realidad supera a la ficción, sobre todo en una Guerra Civil

David Trueba es uno de los intelectuales más importantes del Estado. Creo que, a estas alturas, nadie puede discutírmelo. Sea a través del cine, de las series o de las novelas, todo lo que toca lo convierte en mucho más que bueno, porque le otorga una pátina personal que siempre deja huella, sea a través de las sonrisas como de las lágrimas. En el caso de “Soldados de Salamina”, además, resulta alcanzar la excelencia legándonos una de las obras maestras de nuestro cine contemporáneo, por la conjunción gozosa de un conjunto de elementos que necesariamente llevan al éxtasis:

1.Estamos ante la adaptación cinematográfica de una espléndida novela de Javier Cercas con el mismo título. La historia real de Rafael Sánchez Mazas, escritor fundador de Falange que sobrevivió a un fusilamiento por parte del ejército republicano, es ciertamente inolvidable. La novela de Cercas deja poso en el lector, lo mismo que la película de Trueba en el espectador. No era un texto literario fácil de adaptar al cine, pero David Trueba obtiene un “cum laude”.

2. El tratamiento formal utilizado por David Trueba, donde todo se conjuga a través de una perfecta mezcla de elementos: imágenes reales con creadas, testimonios reales con personajes inventados. Realidad y ficción se confunden, o quizás mejor se funden, para entregarnos un todo que atrapa el corazón. En ello, es fundamental la virtuosa dirección de fotografía del gran Javier Aguirresarobe, que otorga una pátina decolorada al conjunto que hace posible el milagro de la confusión. Si sumamos a ello una BSO maravillosamente inolvidable, pensada y seleccionada para calar el alma hasta los huesos, el resultado es sublime. Nunca volverás a escuchar de la misma manera “Suspiros de España”.

3.  Ariadna Gil. Sin ella, la película jamás hubiera sido la obra maestra que es. Ella interpreta a Lola Cercas, trasunto del Javier Cercas real, y entrega toda su sabiduría y experiencia en levantar el personaje de una escritora en horas bajas necesitada de una buena historia que sólo la realidad puede otorgarle de una forma excepcional. El film gravita alrededor de ella, afortunadamente.

4. El personaje de Miralles, interpretado por Joan Dalmau. Cuanto menos sepas de él a la hora de enfrentarte al film, tanto mejor. Te prometo que no vas a olvidarlo, ni a él ni a su monólogo final que te dejará reflexionando durante horas.