Brillante debut de Charlotte Le Bon, «Falcon Lake» es el relato de un verano iniciático con cierto aire de realismo mágico y un excelente paladar a fantasmagórico

Brillante debut de Charlotte Le Bon, «Falcon Lake» es el relato de un verano iniciático con cierto aire de realismo mágico y un excelente paladar a fantasmagórico

La jovencísima cineasta canadiense Charlotte Le Bon logra tocarnos la fibra sensible con su sutil y exquisita “Falcon Lake”, la narración de la experiencia estival iniciática de un chaval de 12 años que, por las circunstancias de la casa en la que va a pasar el verano a la orilla de un perturbador lago cargado de leyendas de ahogados y apariciones, inicia una relación de amistad y descubrimiento sexual con una adolescente de 16 años.

Pero lo más interesante de la propuesta es la forma susurrada, onírica, casi de realismo mágico, de ese despertar de los sentidos de alguien que ya está dejando de ser niño pero que todavía no alcanza los parámetros propios de la adolescencia. Mientras tanto, los adultos aparecen totalmente desdibujados, apenas un borrón sin definir en el film, porque sus cuitas no nos importan, estamos centrados en esos dos fantásticos personajes que están impulsando por primera vez sus barreras vitales.

El guión de la propia Charlotte Le Bon, adaptando una novela gráfica de Bastien Vives, funciona a la perfección, tomándose su tiempo sabiamente para ir desarrollando la relación entre ambos jóvenes con escenas bellísimas como la de la ducha, de una sensibilidad apabullante, que se sostiene especialmente sobre el excelso trabajo interpretativo de sus dos jóvenes protagonistas, Joseph Engel y Sara Montpetit, ambos ciertamente brillantes en su contención medida.

Para crear una atmósfera casi de cuento resulta importante la dirección de fotografía de Kristof Brandl y la fantasmagórica música de Shida Shahabi.

«El estudiante», la ópera prima de Santiago Mitre, es un buen thriller político en torno a la suciedad que acarrea la política en todos sus ámbitos, incluido el universitario

«El estudiante», la ópera prima de Santiago Mitre, es un buen thriller político en torno a la suciedad que acarrea la política en todos sus ámbitos, incluido el universitario

La ópera prima del siempre interesante cineasta argentino Santiago Mitre supone un ejercicio didáctico sobre la sucia realidad de la política a través de la narración de los entresijos de unas elecciones a Rector de la Universidad de Buenos Aires, pero es, por encima de todo, el retrato de un arribista, de un joven sin escrúpulos y sin más ideología que la de medrar para llegar a lo más alto, utilizando para ello su privilegiado físico y su retorcida mente y, a ser posible, sin ofrecer esfuerzo ni sacrificio por el camino.

“El estudiante” presenta un magnífico equilibrio entre forma y fondo porque, para desarrollar una cinta tan pegada a la realidad y a lo nauseabundo del ser humano, también en su naturaleza política, utiliza para ello unas formas visuales cercanas al documental con cámara al hombro y reencuadres constantes que subrayan esa intención verista y naturalista a través de una fotografía feísta con tono de cámara de video. La sensación de realidad que ofrece a un espectador que se acerca a mirar por el ojo de la cerradura de las aulas resulta apabullante.

Pero la gran baza que eleva el film es la interpretación de la chica utilizada por el arribista para llegar a la cima y que encarna la maravillosa Romina Paula de una manera magistral. Su expresividad innata no tiene precio y traslada, tan sólo a través de una mirada o un gesto minimalista, una catarata de emociones al espectador de una forma insuperable. La cinta comienza a apasionarme conforme Romina Paula va adquiriendo peso en la historia y ante la pantalla. Sencillamente magistral.

Ello a pesar de que el protagonismo recae sobre el actor Esteban Lamothe, presente casi en todos los planos del film, creíble en todo momento aunque con algunos problemas de vocalización y siempre ensombrecido por el derroche interpretativo de Romina Paula.

La escasa música del film corre a cargo de Los Natas y sus 111 minutos de metraje resultan perfectamente adecuados al perfecto ritmo narrativo del que hace gala la cinta.

Otorgándole dignidad a un género tan denostado como la comedia romántica, Stanley Donen aprovechó en «Dos en la carretera» un inteligente guión que mezcla espacios temporales distintos en una «road movie» entrañable

Otorgándole dignidad a un género tan denostado como la comedia romántica, Stanley Donen aprovechó en «Dos en la carretera» un inteligente guión que mezcla espacios temporales distintos en una «road movie» entrañable

Los dos géneros cinematográficos que han producido un mayor número de engendros intragables han sido el terror y la comedia romántica. Acercarse a ambos debe hacerse con enorme prudencia y prevención. Por eso, cuando alcanzas alguna comedia romántica inteligente y lúcida, como es el caso de “Dos en la carretera”, se agradece tanto.

Stanley Donen, un nombre propio en el cine musical, probó fortuna en este género jugando sobre seguro a través de un inteligente guión de Frederic Raphael y las eternas interpretaciones es de Audrey Hepburn y Albert Finney. El resto, lo pone el saber hacer y el oficio del maestro Donen tras la cámara.

La siguiente baza que juega el film es su forma narrativa: entrecortada y mezclando tres espacios temporales diferentes para mostrar tres etapas distintas de una relación sentimental: cuando se inicia, cuando se consolida y cuando decae. Todo ello a través de una pareja siempre en la carretera, forjando una atípica “road movie”.

Desde el punto de vista técnico, concurren dos elementos esenciales: la maravillosa fotografía de Christopher Challis de un espíritu sesentero adorable y, sobre todo y por encima de todo, la partitura musical de un tal Henry Mancini, alrededor de un único tema central que todos tenemos clavado en lo mejor de nuestro subconsciente y que va mostrándose a lo largo del metraje en decenas de versiones distintas. Otro alarde compositivo de Mancini, uno de los más grandes músicos de la historia del cine.

Entre «El graduado» y «American Beauty», la segunda gran radiografía de las miserias que se ocultan tras la familia tradicional es la gran obra maestra de Ang Lee, «La tormenta de hielo»

Entre «El graduado» y «American Beauty», la segunda gran radiografía de las miserias que se ocultan tras la familia tradicional es la gran obra maestra de Ang Lee, «La tormenta de hielo»

No existe temática cinematográfica o literaria que me fascine más que la disección de la institución familiar a la búsqueda de su reverso tenebroso. Existen para ello tres obra maestras incontestables en el cine norteamericano: “El graduado” de Mike Nichols como antecedente y “American Beauty” de Sam Mendes como consecuencia. En medio, la magistral “La tormenta de hielo” de Ang Lee.

Es tan cierto como injusto que la mejor película de Ang Lee (antes de que se dedicara en cuerpo y alma al mundo de las palomitas), su verdadera obra maestra imperecedera, sea tan poco conocida. “La tormenta de hielo” es la perfecta y gélida precursora de “American Beauty”, se anticipó en casi todo lo que Sam Mendes y Alan Ball nos querían contar sobre el reverso tenebroso que existe detrás de toda aparentemente modélica familia norteamericana de clase media alta.

Gente que parece que lo tiene todo: lujosa vivienda unifamiliar, buen coche, piscina, una familia modélica, y sin embargo… anidan en su seno dos peligrosos monstruos que los devoran: por supuesto, nada es lo que parece ser y todo el mundo esconde secretos inconfesables, casi todos relacionados con el sexo; y no existe la familia normal, porque quizás todas sean disfuncionales por definición y acaban haciendo enloquecer a sus componentes. La frustración, el hastío, la continua sensación de fracaso vital se contagia de padres a hijos y es tan tangible en los adultos como en los adolescentes que protagonizan esta cinta, todos ellos perdidos sin remedio en una desorientación generalizada.

Ang Lee no tiene piedad por sus criaturas, sencillamente porque son patéticas, y utiliza una pléyade de grandes actores y actrices para descuartizar a la sociedad occidental moderna con precisión de cirujano, ambientando su relato en una etapa liberal en las costumbres sexuales del norteamericano, los años 70, la década donde pasó casi todo lo importante, mientras que en la televisión que ven sus personajes Nixon trata de escapar del Caso Watergate.

Kevin Kline es un patético adúltero del que hasta su amante (Sigourney Weaber) está hastiada. Su esposa (colosal Joan Allen) es cleptómana y sospecha la infidelidad marital mucho más de lo que aparenta. Su hijo (Tobey Maguire) no tiene escrúpulos en recurrir a las drogas para seducir a la chica que le gusta (Katie Holmes). Su hija (espléndida y perturbadora Christina Ricci) está obsesionada con el sexo y con el hijo menor de los padres de sus amigos. Mientras tanto, el otro hijo trata de contener sus pulsiones sexuales de experimentación constante sin dejar de ser un niño en el fondo (Elijah Wood)…

Y todo bajo una tormenta de hielo ingobernable hacia donde se dirige de cabeza el apoteósico guión de James Schamus (adaptando una novela de Rick Moody que me encantaría leer) como colofón de todo, unas lluvias intensas mezcladas con una repentina bajada de temperaturas que los hombres del tiempo venían anunciando y que hace estallar todo por las costuras. Y ese todo es el sexo, claro, la palanca de todo lo que el atónito espectador va viendo circular delante de sus ojos cinéfilos con gran satisfacción de saber que está contemplando una de las grandes películas de nuestra época.

Sus 113 minutos vuelan delante de nuestros ojos y nos dejan con sed de más, de muchísimo más, como la excelsa dirección de fotografía de Frederick Elmes y la portentosa e inquietante partitura musical de Mychael Danna. ¿Qué no funciona en esta incontestable obra maestra del cine contemporáneo?

Una de las más sobresalientes novelas del magistral Cormac McCarthy, «No es país para viejos» es un western de frontera, con toques de thriller, melancólico y misántropo

Una de las más sobresalientes novelas del magistral Cormac McCarthy, «No es país para viejos» es un western de frontera, con toques de thriller, melancólico y misántropo

Cormac McCarthy es un nombre imprescindible para entender la literatura norteamericana contemporánea, por su lenguaje magistralmente seco y cortante y por su capacidad creativa de personajes y situaciones, siempre desde una rudeza cruda y descarnada en sus propuestas. “No es país para viejos” es un amago de thriller sobre narcotraficantes donde lo noir es lo de menos porque, en el fondo, se trata, por temática y situaciones, de un western de frontera y de los peligrosos personajes que la habitan. Una novela en la que apenas hay buenos, porque todos sus personajes esconden algún lado oscuro, incluso el aparentemente tranquilo sheriff Bell, el narrador de la historia y al que pertenecen algunas reflexiones vitales prodigiosas habidas a lo largo de sus páginas. La inocencia tan sólo parece sobrevivir a malas penas en el interior de la esposa del protagonista, Moss.

Porque estamos ante un thriller polvoriento y fronterizo con aroma de western crepuscular sostenido por una indefinición narrativa y de diálogos que remite directamente a la literatura de William Faulkner, de quien McCarthy parece claro heredero.

También encontramos una corrosiva crítica al capitalismo y a la repugnante naturaleza humana. Un baño de sangre tiene como origen la peripecia de un cazador de antílopes que, casualmente, encuentra los restos de una carnicería en la que dos bandas de narcos se han acribillado a balazos y han dejado a la vista para el primero que pasase un enorme cargamento de heroína y una maleta con dos millones de dólares. La tentación es enorme y el cazador no duda en llevarse la maleta. Su suerte está echada y también la de todas las personas que lo rodean. Sobre todo porque hay un psicópata implacable y sobrehumano, Anton Chigurh, que también anda detrás de la pista de semejante cantidad de dinero.

Dicho sea de paso, una vez leída la novela, no se puede más que felicitar a Joel y Ethan Coen por la adaptación al cine de manera prácticamente literal y totalmente escrupulosa de este seco texto literario.

Bellísimo y certero colofón, nadie supo despedirse del cine y de la vida como John Huston en «Dublineses (Los muertos)», pura melancolía postrera adaptando un relato de James Joyce

Bellísimo y certero colofón, nadie supo despedirse del cine y de la vida como John Huston en «Dublineses (Los muertos)», pura melancolía postrera adaptando un relato de James Joyce

Pocas veces en la historia del cine se ha producido una despedida del nivel, la oportunidad, la profundidad y la categoría alcanzada por John Huston con su último film, “Dublineses (Los muertos)” donde, a lo largo de todo su escaso metraje y sobre todo en sus escenas finales, el espectador es consciente de que está ante el adiós definitivo de un nombre propio en la historia del cine. Es cierto que el film divaga durante buena parte de sus 81 minutos, pero es para llegar a su tramo final, que es lo que Huston pretendía, despedirse de la vida y de su público con una reflexión certera.

John Huston supo encontrar el texto perfecto para conseguir de manera excelsa el tono de pura melancolía postrera que necesitaba su despedida y el texto literario original de James Joyce con el que Tony Huston trabaja el guión de la cinta. Porque hay tres Huston implicados en esta pequeña joyita: John dirigiendo, Tony escribiendo y Angelica interpretándola.

Para que todo consiga ser una fiesta de la melancolía, colaboran en grado sumo para ello tanto la partitura musical de Alex North como la fotografía de Fred Murphy. Y todo ello para relatar de manera pausada y exquisita una reunión navideña de amigos y familiares en una rancia casa de Dublín en 1904 habitada por dos hermanas ancianas que agasajan a sus invitados sabiendo que quizás no les queden muchas Navidades por delante. A lo largo de la fiesta hay momento para la poesía, la música, el teatro, las infidelidades sugeridas, la tristeza, las conversaciones banales, alguna situación simpática, el dolor por los que no están y el vacío que dejaron los muertos, categoría a la que algunos de los presentes saben que pasarán a formar parte más pronto que tarde y que el final del film subraya magistralmente.

Nada como la tragicomedia familiar para contar las oscuridades insondables. A la sombra de Alexander Payne, Tamara Jenkins se doctora «cum laude» con «La familia Savages»

Nada como la tragicomedia familiar para contar las oscuridades insondables. A la sombra de Alexander Payne, Tamara Jenkins se doctora «cum laude» con «La familia Savages»

Existe un tipo de comedia dramática, o mejor dicho, drama con algún tinte de comedia, que resulta perfecto para contar las cosas más oscuras y complejas del devenir de los terriblemente imperfectos seres humanos. Nadie como Alexander Payne para lograrlo, sobre todo cuando la historia se desarrolla en torno a las relaciones familiares. Su sombra es muy alargada y ha creado escuela. Una de sus mejores discípulas es Tamara Jenkins que en 2007 se graduó en tan noble arte “cum laude” con la prodigiosa “La familia Savages”, un hito del cine indie norteamericano de la primera década del siglo XXI.

Este lúcido, triste, emotivo y divertido film, todo a la vez, gira en torno a la forma de enfrentarse a la fase final de la vida y la consecuente muerte acechando a un anciano y cómo ello afecta a las vidas de sus hijos. El resultado es magistral. Su hija vive en Nueva York intentando abrirse camino en la vida y sobreviviendo a una relación sentimental con un hombre mayor que ella y casado. La interpreta cierta diosa llamada Laura Linney, por cuya forma de afrontar su personaje ya valdría ver esta cinta de rodillas.

Tiene un hermano, un profesor universitario de dramaturgia, intelectual y separado del mundanal ruido, que encarna otro monstruo interpretativo insuperable de la dimensión de Philip Seymour Hoffman. Y, a todo esto, el padre de ambos, aparece por las malas en sus vidas al sufrir una demencia senil que anuncia su cercana muerte y el cambio radical de vida para sus hijos. Ninguno de los dos está preparado para afrontar el cuidado de un padre dependiente y a los dos la nueva situación tiene pinta de destrozarles sus respectivas vidas. Ante ello, cualquier decisión es compleja y seguramente equivocada. Alguna también divertida por el camino. La vida misma.

Morir es difícil. Aunque algunas personas demuestren una facilidad pasmosa para ello, no es lo habitual. El proceso suele ser largo, tedioso, terriblemente extenso en su degeneración paulatina y carente de todo tipo de dignidad. Destroza los horizontes de quien lo ve venir y de todas las personas que lo rodean. Es lo que ocurre con el anciano protagonizado por Philip Bosco. Ante sus hijos, aparece un imponderable del que resulta imposible salir indemne. El anciano tampoco va a ponérselo fácil.

El guión de la propia Tamara Jenkins es absolutamente perfecto, al igual que la partitura de Stephen Trask y la dirección de fotografía de W. Mott Hupfel III, tan del gusto del mejor cine indie de los USA. Una pequeña gran joya de visión ineludible.

En «Fallen leaves», Aki Kaurismäki cuenta lo de siempre mejor que nunca con un retrato del amor entre perdedores hieráticos en tono de comedia romántica minimalista

En «Fallen leaves», Aki Kaurismäki cuenta lo de siempre mejor que nunca con un retrato del amor entre perdedores hieráticos en tono de comedia romántica minimalista

El cineasta finlandés Aki Kaurismäki se ha convertido ya en un género cinematográfico en sí mismo. Sus personajes, espléndida galería de perdedores tremendamente hieráticos, con horchata en las venas, conforman una forma de entender el cine perfectamente reconocible en cualquiera de sus planos. Con “Fallen leaves”, Kaurismäki eleva la apuesta queriendo alcanzar la cumbre de su particular manera de entender el cine y lo consigue. Sus planos fijos, sus personajes silentes que sólo emiten breves sentencias inapelables, sus fueras de campo, su tristeza innata, su reivindicación del fracaso vital… todas las constantes de Kaurismäki brillan en “Fallen leaves” más que nunca.

Estamos ante una comedia romántica minimalista protagonizada por una pareja de perdedores natos. Ella es explotada en un supermercado como cajera y reponedora, no tiene vida social ni nada que la emocione atrapada en una vida átona y monótona. Él es obrero y bastante alcohólico, está deprimido porque bebe mucho y bebe mucho porque está deprimido, como muy bien indica en una antológica escena del film mientras charla en un bar, su lugar de existencia habitual, con el único amigo que tiene.

Ambas almas solitarias y fracasadas están condenadas a encontrarse y acaba sucediendo. Pero la vida nunca lo pone fácil y mucho menos si se nace sin estrella y convocados al fracaso, como les ocurre a nuestros protagonistas.

El guión del propio Kaurismäki alcanza a contar la esencia de la vida en apenas 84 minutos, lo cual es de agradecer en los tiempos de metrajes innecesarios y exagerados con los que estamos siendo condenados. Nos relata que los perdedores gozan de pocas oportunidades de prosperar y que los fracasados tienen una cierta dignidad que acaba siendo el único de sus patrimonios. O sea, cuenta lo que de siempre pero mejor que nunca.

Las interpretaciones de su pareja protagonista, Alma Pöysti y Jussi Vatanen son totalmente inexpresivas, como corresponde a toda apuesta de Kaurismäki que se precie y resulta bellísima la fotografía de Timo Salminen, así como una BSO compuesta de canciones populares perfectamente encajadas en la trama de tan fantástica película. No por casualidad ganó el Premio del Jurado en el Festival de Cannes de 2023.

Con un planteamiento formal apoteósico y una interpretación de Jack Lemmon épica, Blake Edwards nos encoge el corazón con «Días de vino y rosas», film referencial sobre el alcoholismo como forma de escapar de la ingrata realidad

Con un planteamiento formal apoteósico y una interpretación de Jack Lemmon épica, Blake Edwards nos encoge el corazón con «Días de vino y rosas», film referencial sobre el alcoholismo como forma de escapar de la ingrata realidad

Blake Edwards, uno de los grandes cineastas especializados en la comedia norteamericana, firmó en 1962 un drama como “rara avis” en el contexto de su filmografía. Prescindiendo casi en su totalidad de la faceta cómica (que sí conservó en cambio en su icónica “Desayuno con diamantes”), se adentra en los terrenos dramáticos a través de una desgarradora historia de alcoholismo y una de las más grandes interpretaciones de toda la historia del cine por parte de un dios llamado Jack Lemmon.

El planteamiento argumental es magistral por sencillo; la apuesta formal es apabullante por compleja. La mezcla de ambos elementos consigue hacer levitar al cinéfilo más exigente. Edwards plasma en magistrales imágenes un guión de J.P Miller sobre una joven pareja que se conocen, se enamoran de forma imprevista, se casan y caen en el alcoholismo como forma de evasión de una realidad adulta que no son capaces de asimilar. A él (Jack Lemmon) se le veía venir, porque trabajar en una gran empresa como relaciones públicas empuja al ser humano, lo quiera o no, a una forma de vida y ésta a su vez al consumo social de alcohol, que acaba degenerando en privado también cuando la náusea vital toma posesión de su vida.

Ella (maravillosa Lee Remick) se va deslizando también por la misma pendiente, ante la soledad y el aburrimiento del ama de casa y por la presión de acompañar a su marido en el consumo alcohólico. También tiene mucho de lo que escapar y el alcohol es una salida fácil. Todo va degenerando a su alrededor y el mismo sistema capitalista que los empujó a beber los va expulsando y convirtiendo en seres marginales conforme su adicción se desarrolla.

Desde el punto de vista formal, el film es absolutamente perfecto. La prodigiosa fotografía en blanco y negro de Philip H. Lathrop acompasa el clasicismo preciosista de Blake Edwards tras la cámara conformando una serie de planos que resultan icónicos por definición (el plano final del film es uno de los más bellos que se hayan rodado).

De la música se encargó a un tal Henry Mancini, compositor de cabecera de Edwards, que supo entregar una partitura a la altura magistral de las circunstancias, alcanzando incluso el Oscar a la Mejor Canción en la edición de 1962 con la que acompaña a los créditos iniciales del film.

Con una de las grandes películas de la historia, Arthur Penn demostró ser un cineasta superdotado en «El milagro de Ana Sullivan», film directo y crudo sobre una niña discapacitada

Con una de las grandes películas de la historia, Arthur Penn demostró ser un cineasta superdotado en «El milagro de Ana Sullivan», film directo y crudo sobre una niña discapacitada

Arthur Penn es un nombre imprescindible de la historia del cine. El creador de obras maestras de la dimensión de “La jauría humana” o “Bonnie & Clyde” deslumbró al mundo en 1962 con “El milagro de Ana Sullivan”, uno de los grandes filmes de la década. Cruda y sin edulcorar, la película pone al espectador ante una tesitura durísima que afronta sin piedad para que el viaje fílmico deje una huella indeleble a través de tres elementos fundamentales:

1 La portentosa historia que se narra, con un guión de William Gibson adaptando al cine su propia obra teatral, sobre una maestra con problemas de visión que es contratada para intentar educar de alguna forma mínima a una joven ciega, sorda y muda, lo cual tendrá que alcanzar con una paciencia infinita y basándose en el sentido del tacto. La menor tampoco es fácil de instruir, por cuanto su situación “asalvajada” ante una familia que la dio por imposible, la ha convertido en un ser caprichoso e irascible. Los diálogos que contiene la cinta son de una calidad y profundidad poco habitual y siempre resultan oportunos. Pero cuando no comparecen, como en la escena de la mesa que dura unos diez minutos sin que se emita una sola palabra, el resultado sigue siendo una obra maestra atemporal.

2 La impresionante fotografía de Ernesto Caparros en uno de los films en blanco y negro más hermosos que se hayan conocido. La fuerza y el carisma los pone el genial Arthur Penn que sabe dónde, cómo y para qué poner la cámara en todo momento haciendo brillar la historia a través de sus personajes. La fuerza visual de sus escenas iniciales marcan de por vida a quienes tienen la suerte de contemplarlas en un espectáculo estético que no decae en ningún momento.

3 Sus dos actrices protagonistas, regalándonos ambas uno de los mayores festivales interpretativos de la historia del cine. Si Anne Bancroft como la maestra resulta épica, todo palidece ante la volcánica y violenta interpretación de la joven actriz Patty Duke como Hellen, la niña discapacitada, capaz de conformar un personaje que marca al espectador de forma indeleble. Ambas actrices fueron premiadas justamente con sendos Oscars en la ceremonia de 1962.

Su metraje de 107 minutos vuela ante nuestros ojos como un suspiro, dejando ganas de mucho más, de conocer los antecedentes y las consecuencias de la magistral historia que se relata. Al igual que resulta muy funcional y adecuada la partitura musical de Laurence Rosenthal.