«Como un mar que devuelve cadáveres como ofrenda pagana a algún Dios»

Ser
Aquí os dejo mi columna de opnión que, como cada viernes, se emite en Cadena SER Radio Granada, a las 8:50 h:
 
Hay un verso de una canción del maestro José Ignacio Lapido que dice: “Como un mar que devuelve cadáveres como ofrenda pagana a algún dios”. Creo que el profeta granadino de las malas nuevas no pudo ser más certero para resumir en una sola frase mi pensamiento sobre el drama de los migrantes que llegan a nuestra costa cada semana en oleadas de desesperación, hambre, ilusiones, mentiras y estafas.
 
El mar nos devuelve, en efecto, los frutos de nuestra colonización africana, el producto de la viscosa actuación que los europeos hemos tenido con esos pueblos, a los que sometimos, asesinamos, esquilmamos sus recursos naturales, les robamos la vida y su futuro, y luego los dejamos desamparados cuando nos vino bien.
 
Y ahí nos llegan a nuestras costas opulentas y destrozadas por el hormigón los resultados. Y encima nos molestan, y pareciera que jugáramos a disfrazarnos de generosos en el carnaval de la hipocresía, cuando están como están por nuestra culpa, y es nuestra obligación legal internacional acogerlos, ampararlos y atenderlos. Que las concertinas se claven en las conciencias de los que, encima, los rechazan, para que sangren por los poros de la inhumanidad fascista.

Razones objetivas para considerar «Cabaret» de Bob Fosse el mejor musical de la historia del cine

Cabaret
1972 es el gran año dorado de la historia del cine. En él se estrenó la mejor película de la historia (“El Padrino”) y el mejor musical jamás concebido por el ser humano para el Séptimo Arte: “Cabaret” de Bob Fosse.
 
La mejor película musical de la historia (a mí no me cabe la menor duda de tal afirmación, que sostengo allá donde fuere menester) se alzó con 8 Oscars de los 10 a los que estaba nominada. Sólo se le escapó el del Mejor Película, que fue para el Coppola de “El Padrino”. Menuda edición, la mejor jamás vista.
 
¿Por qué “Cabaret” es el mejor musical de la historia del cine? Sencillamente porque lo tiene todo, absolutamente todo, y por ello alcanza la perfección insuperable. Pero, muy especialmente para mí, porque parte de una premisa incontestable: un musical no tiene por qué transmitir felicidad sino todo lo contrario, puede ser una ácida critica social contra el nazismo, contra las cortapisas a la libertad de expresión, contra la homofobia, a favor del aborto, de las relaciones triangulares, contra el egoísmo de la clase alta y el sometimiento del proletariado… y todo ello sin final feliz y sonrisas por doquier.
 
Y su segunda premisa me entusiasma aún más que la primera: porque un musical tiene que transmitir verosimilitud. La gente no canta ni baila en mitad de la calle. Por eso en la obra maestra de Bob Fosse los números musicales (todos ellos magistrales, perfectos, maravillosos, únicos, insuperables, incontestables, pegadizos de por vida) se desarrollan en el escenario del Cabaret del Berlín 1931 que da título a la cinta, jamás durante el desarrollo de la trama.
 
Bajo esos dos pilares que lo hacen perfecto, Bob Fosse desarrolla su doble virtuosismo: en la forma de colocar la cámara y componer el encuadre y, sobre todo, en el montaje, rompedor, moderno, rupturista hasta los límites de la experimentación, especialmente en los números musicales, cuando se hace expresionista y expresivo como ningún otro.
 
Para contar la historia de un Cabaret libre y progresista, abanderado de la libertad de expresión frente al fascismo, tocado de muerte por el auge del nazismo en el Berlín de 1931, Bob Fosse cuenta, sencillamente, con las dos mejores interpretaciones que el cine haya dado para un musical en toda su historia: la de Liza Minelli y, sobre todo, la del perturbador Joel Grey.
 
Y con unos números musicales que son inalcanzables para cualquier otro ser humano que no sea John Kander en la composición y Bob Fosse en la coreografía. Es imposible impulsar más alto el listón tras “Cabaret”, lo más de lo más.

Las redes sociales, radiografía del alma

SER

Aquí os dejo mi columna de opinión que, como cada viernes, se emite en Cadena SER Radio Granada, a las 8:50 horas:

 
La confluencia espaciotemporal de los cambios de ciclo con las redes sociales convierten a éstas en radiografías del estado social granadino.
 
Pon un Aquarius en tu vida y entenderás que el racismo sí existe en esta ciudad, que la extrema derecha campa a sus anchas por nuestras calles, que la xenofobia anida en cada edificio de Granada. No cuestionan la idoneidad de la medida como vehículo para la solución o no del problema, lo único que les pasa es que sólo quieren ver blancos a su alrededor, que les molestan los colores de piel distintos, las religiones diferentes y las costumbres divergentes.
 
Pon un rumor de exhumación de los restos de un dictador fascista y criminal de un espacio público y verás que Granada está llena de franquistas, de gente que añora cada mañana aquel régimen, que desearía paladearlo en cada sufrimiento que causara en sus contrarios.
 
Tenemos idolatrada nuestra sociedad, también levantando la guardia con la que disimulan sus ancestrales creencias homófobas o machistas en cuanto se descuidan, y ahí están las redes sociales para levantar acta de una ciudad que trata al otro como a las bicicletas de alquiler.

«César debe morir» es el intento de los Taviani de resucitar a Shakespeare con un experimento cinematográfico demasiado complejo para poder resultar exitoso

César debe morir
Era complejo, demasiado complejo, el experimento cinematográfico intentado por los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, nombres esenciales de la cinematografía italiana ya en su plena senectud, resucitándose a sí mismos a través de la relectura innovadora de una de las más grandes obras de William Shakespeare, “Julio César”, desde un prisma realista y naturalista, basado exclusivamente en la declamación del texto por parte de actores no profesionales. Demasiado riesgo.
 
No triunfan en el intento porque era, de tan complejo, imposible, pero al menos no mueren sin intentarlo. Irse a una prisión y rodar con reclusos reales apuntados al taller de teatro del centro penitenciario la preparación y montaje de la inmortal obra de Shakespeare, mezclando para ello el blanco y negro y el color, con la frescura y espontaneidad de actores no profesionales, de auténticos internos intentando evadirse del tedio mortal a través del teatro, y de esa forma bucear en el texto dramático del genial autor inglés.
 
Todo termina siendo artificial y artificioso. Sobre todo, porque no se profundiza en los propios personajes reales y cómo interiorizan sus papeles, sólo en la declamación ante la reposada cámara de los Taviani, y es ahí donde la cinta resulta coja, demasiado coja, a pesar de ser tan meritoria como idea sobre el papel.

«La sal de la tierra», inolvidable paseo que Wim Wenders nos regala de la mano del fotógrafo Sebastiao Salgado por el más negro abismo de la especie humana

La sal
Wim Wenders crea una obra muy especial, incomparable y diferente en “La sal de la tierra”. Un paseo de la mano del quizás mejor fotógrafo social de este planeta, el brasileño Sebastiao Salgado. A través del periplo vital del artista, reflejado en imágenes por el siempre creativo y magistral Wim Wenders de una forma hipnótica, descubrimos muchos, además, que este fotógrafo no se ha limitado en su vida a reflejar las miserias de la sociedad de forma desgarradora exclusivamente, sino que su vena ambientalista y reforestadora es básica también para su tierra, como se disfruta en el tramo final de la película.
 
Enfrentarse a las fotografías de Salgado es echar un vistazo a lo más oscuro del ser humano, una especie totalmente especializada como una máquina de matar y crear sufrimiento a sus semejantes de forma implacable, bien sea mediante guerras, exilios forzados por las mismas o la mismísima muerte por inanición de poblaciones enteras dejadas de la mano de Dios en el Sahel africano.
 
El arranque de la película con las fotografías que Salgado hizo en una mina de oro, ya impactan, pero no es ni la mitad de lo que viene a continuación. Película necesaria para cualquier amante de la fotografía, vital como estudio antropológico de la tendencia a matar y hacer sufrir del ser humano, importantísima para ecologistas que intenten encontrar un último rayo de esperanza, humanista como pocas.
 
Porque Sebastiao Salgado, como manifiesta él mismo en la propia cinta, acaba odiando al ser humano a base de constatar todo lo que el ojo de su cámara ha visto durante su vida.
 
Nunca un paseo fue tan duro y a la par tan ilustrativo como el que Wim Wenders nos hace dar de la mano de Sebastiao Salgado. Un testimonio básico para asomarnos al negro abismo de una especie humana especializada en el dolor y la destrucción.

«Spoor (El rastro)», la película de Agnieszka Holland que nunca debió rodarse, amalgama de géneros inalcanzados por un metraje excesivo que no parece dirigirse a ninguna parte

El rastro
Hubo un tiempo en que encontrar el nombre de la directora polaca Agnieszka Holland era garantía de una buena película, que cuestionaba las esencias y los pilares de nuestra sociedad y los exhibía expuestos en tela de juicio ante una Europa en definición. Pero Holland ya está mayor, muy mayor, y su cine se ha anquilosado, ha perdido gravedad, ha ganado una ligereza incómoda y se ha hecho prescindible y hasta soporífero. “Spoor (El rastro)” es una película fracasada, por más que lleve la firma de su directora, un chasco, una desilusión total.
 
La película es tan insípida, tan extendida en su metraje, tan batiburrillo de géneros diferentes sin alcanzar ninguno, que es difícil hasta de definir: desde un thriller policiaco que no engancha, pasando por un grito feminista poco creíble, una reivindicación ecologista y animalista aún menos comprometida, una comedia negra sin gracia, un metraje que la hace soporífera, un existencialismo tontorrón, un melodrama costumbrista desangelado y carente de chispa, y una cinta con aire nórdico demasiado evidente.
 
Da igual el género al que la adscribas, es un fracaso en cualquiera de ellos. Sus personajes son patéticos e increíbles, sus situaciones a ratos de vergüenza ajena, su planteamiento imposible, su interés insostenible. Esas muertes violentas de gente que maltrata a animales en un pueblo muy rural de Polonia, esa señora mayor ecologista sobre la que se dirigen todas las miradas, esa nada sobre la nada, esa película que nunca debió rodarse.

«El fuego invisible» de Javier Sierra es lo que tiene conceder el Planeta pensando en hacer caja y vomitando sobre cualquier indicio de calidad u originalidad literaria

El fuego invisible
Es evidente que con el Premio Planeta pasa ya como con los Oscars, puede ganar cualquiera. es más, cuanto más manida y comercial sea la propuesta, más opciones tienes de triunfar. Incluso si tu propuesta “anónima” (utilizo las comillas porque hay que ser miembro del jurado por cuota de estulticia para no adivinar de quién procedía esta novela nada más echarle la vista encima si has visto un par de veces en tu vida Cuarto Milenio) es puro entretenimiento palomitero.
 
La trilogía Millenium o “El código Da Vinci” son sesuda literatura de altura al lado de este best-seller de fórmula, trasunto literario de todas las pelis que se van a estrenar este verano para consumo inconsciente adolescente.
 
Y lo peor es que no hay historia que contar. Porque todo es una amalgama de estupideces y sandeces varias increíbles, de imposible empatía con los personajes, intragables ni con voluntad, de película noir de serie Z, de malos malísimos y buenos buenísimos, de luchas contra el mal por parte del bien, de parapsicología barata, de analfabetismo con pretensiones cultistas… Pura basura.
 
Y lo aún peor es cómo se cuenta, a través de uno uso peliculero del lenguaje y del diálogo, como si de un programa más de Cuarto Milenio se tratase, pero quitándole todo interés y atención. Ciertamente de lo más lamentable que he leído en los últimos años.
 
Es lo que tiene fallar (nunca mejor dicho) premios pensando en la caja y no en la calidad.

Las calles son del pueblo y para el pueblo

SER
Aquí os dejo mi columna de opinión que, como cada viernes, se emite en Cadena SER Radio Granada, a las 8:50 h:
 
La calle es propiedad de los ciudadanos, sean quienes sean y vengan de donde vengan. Porque Andalucía fue, es y será tierra de acogida, una infinitesimal nación en el Sur del Sur que siempre tuvo sus puertas abiertas de par en par, y que acogió e hizo sentirse como andaluces a cualquier ser humano, fuera cual fuese su procedencia, llegase en bus o en barco (en tren está difícil), en patera o en el Aquarius, que también aquí deberíamos haber solicitado acogerlos, porque es esencia andaluza.
 
Y la calle es del pueblo y para el pueblo, por eso me encanta comprobar cómo, cuando llega el fin de semana, las calles de Granada han recuperado la música en directo por cualquiera de sus esquinas. Cultura sobre un escenario con la que chocas gozosamente cuando menos te lo esperas. Este Ayuntamiento nos ha devuelto la música en la calle y gratuita, esa única actividad en la que Granada es líder destacada del país.
 
Y el domingo se cortaban al tráfico algunas calles del centro, para que las conquistara el pueblo para el pueblo, liberadas de vehículos y atascos, como algún día muchos soñamos que llegue a ser el casco histórico de nuestra ciudad. Porque las calles son del pueblo y para el pueblo.

«La llamada», presunto divertimento para «oteinómanos» sin metadona ni criterio musical o cinéfilo, ávidos de un esperpento que insulta a la inteligencia del cine de Bob Fosse

La llamada

Todavía tengo nauseas. Criado y amamantado en los pechos de “Cabaret” o “All that Jazz” de Bob Fosse (mis musicales de referencia), de “Once” de John Carney, de “West Side Story” de Jerome Robbins y Robert Wise o de la prodigiosa “Bailar en la oscuridad” de Lars Von Trier, es infame denominar cine musical a “La llamada”, un mero divertimiento para “oteinómanos” sin metadona y demás gente que es capaz de sobrevivir sin criterio, ni musical ni cinéfilo.

Porque de ninguna de las dos cosas ofrecen nada que valga la pena Javier Ambrossi y Javier Calvo, mucho más pendientes de ser políticamente correctos, de no molestar ni a dios ni a la iglesia ni a los fieles ni a los ateos, de introducir alguna relación lésbica por aquello de darle un barniz de modernidad (venga a cuento o no, pegue o no pegue) y de crear un producto palomitero sin cimientos que lo sostengan que rezuma mediocridad por todos los poros de su malgastado celuloide.

Como ocurriera con “La La Land”, no hay por donde cogerla o salvarla: es mala de solemnidad en guión, anodina e insípida en dirección y lamentable musicalmente, en las tres cosas aún con mayor sobredosis de mediocridad que en la película absurdamente sobrevalorada de Damien Chazelle, ese autor paradójicamente capaz de inventar una obra maestra llamada «Whiplash».

«La llamada» es un esperpento más propio de sobremesa dominical de Tele 5 de que cine de verdad, y con toda mi buena voluntad, intento buscar algo que pueda salvarse de la quema y, claro, me aferro a Macarena García, una bellísima (hasta hacer caer la baba) profesional como la copa de un pino, que intenta mantener la dignidad y la compostura ante tamaña infamia de personajes caricaturizados, increíbles, sin fondo ni forma, desdibujados, lamentables, con los que los Javis nos castigan a mayor infierno de la historia del cine.

Lamentable. Por cierto, no soporto a Anna Castillo, nunca, en ninguna película.

«Mudbound», poderoso relato fílmico de Dee Rees mostrando el reverso tenebroso del sueño americano, cargado de racismo sureño y secuelas en los veteranos de la II Guerra Mundial

Mudbound

“Mudbound”, de la directora afroamericana Dee Rees, es una película, sobre todo, honesta. Es una cruda denuncia de la discriminación racial existente en el sur de los USA en los años 40, no muy diferente a la de “La cabaña del tío Tom”, aunque las décadas hubieran pasado con creces.

En todo momento, en sus intenciones y en algunas situaciones concretas de la cinta, me ha recordado enorme y constantemente a “Los santos inocentes” de Mario Camus. Dee Rees juega con todas las cartas a su favor y sale viva del complejo cruce de caminos: adaptar la novela de Hillary Jordan de forma polifónica, cediendo la voz en off a distintos personajes a la largo del quizás demasiado extenso metraje de la película, para recordarnos que la esclavitud estaba tan sólo aparentemente abolida en la América profunda del estado sureño de Mississippi hace apenas 70 años.

Para ello, Dee Rees nos cuenta la historia de una familia blanca y de los afroamericanos que trabajan para ellos en la finca agrícola, siempre embarrada y suciamente deprimente, que poseen en Mississippi. La II Guerra Mundial se cruza en el destino de las dos familias, y ambas tienen que afrontar las consecuencias de las secuelas personales, psicológicas y económicas que los veteranos de guerra acarrean en su regreso al presunto “hogar dulce hogar”, nunca sencillo y siempre semillero de más penas que alegrías.

Pero la historia se acaba centrando en lo importante: en la esclavitud del pobre ante el rico, en la explotación del terrateniente sobre el proletario, en el racismo como columna vertebral de Norteamérica, en el abuso del hombre blanco sobre el negro y su deseo de tenerlo sometido, en el mismísimo KKK, que también aparece con fuerza en la cinta de Dee Rees.

El reverso tenebroso del sueño americano se apodera de esta interesante película, más interesante de ver que nunca, justo ahora cuando el fantasma del fascismo campa a sus anchas por cada rincón del planeta. Lástima que el siempre innecesario final feliz lastre la moraleja de esta honesta película.