David Trueba (un estilo cinematográfico en sí mismo) firma con «Vivir es fácil con los ojos cerrados» el mejor homenaje beatlemaníaco del cine, elevado por las interpretaciones de Javier Cámara y Natalia de Molina

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El día que conmemoramos el 50º aniversario del concierto de The Beatles en la azotea de Apple Corps en Londres, un hito de la historia de la música, no había que ser muy espabilado para elegirlo para revisitar “Vivir es fácil con los ojos cerrados”, el gran homenaje que David Trueba entregó a la posteridad de nuestro cine alrededor de The Beatles.
 
Pocas películas más beatlemaníacas (como dio en definir esa pasión al maestro Lapido en «Qué fue del siglo XX») que esta preciosa joyita intimista del mejor de los Trueba. Mi pasión por él (y por los homenajeados The Beatles) es indisimulada y expresa. David Trueba, para mí, no es un director, sino un estilo cinematográfico y literario en sí mismo. Sus películas y sus novelas siempre me cautivan y apasionan por su sencillez, por su humanismo básico, porque están fundadas en las conversaciones de sus personajes, totalmente definidos y creíbles, llenos de humanidad y calidez, de bonhomía y solidaridad, de buenas intenciones y de generosidad.
 
Entre ellos, pocos tan entrañables como ese calvo barrigón profesor de inglés apasionado de The Beatles que imparte sus clases a través de las canciones de los de Liverpool y que decide cruzar en un Seat 127 el sur de la península, de Albacete al Cabo de Gata, para busca a un John Lennon que está rodando una película en el sitio más especial de Andalucía, de una Andalucía franquista plena de hambre, de moscas, de miseria y de subdesarrollo, como le gustaba al Caudillo tenernos, ajenos a cualquier progreso social, económico o político.
 
Y lo mejor es que el gran David Trueba extrae la historia de la realidad, porque existió ese profesor y porque su road movie de madurez y superación personal es tan real como la vida misma.
 
Javier Cámara, un actor descomunal, nos deja quizás su mejor interpretación (junto con la de “Hable con ella”, mi película favorita de Pedro Almodóvar) en “Vivir es fácil con los ojos cerrados”. Encantador, desprendido, cándido, alegre, optimista, comprometido, ese profe de inglés es un personaje de los que te calan hasta los huesos.
 
Y, al otro lado de la sabia y clásica lección cinéfila de David Trueba, Natalia de Molina, tan bellísima como encantadora, necesitada de protección y angustiada por un secreto que viaja con ella sin un destino fijo.Memorable su personaje y aún más su recital interpretativo.
 
Javier Cámara y Natalia de Molina despliegan tal derroche en la encarnación de sus personajes que se lo comen todo y muy poco dejan para un Francesc Colomer y el resto del reparto, que terminan pareciendo tibios y lejanos ante la monstruosidad de estos dos genios del arte de interpretar.
 
Una road movie, mi género favorito, por la Andalucía profunda y subdesarrollada de los sesenta buscando la libertad, el futuro y las ganas de vivir en un país asfixiante, beato y social y políticamente facha. Un sorbo de maravillosas ganas de vivir que siempre rezuma la obra de David Trueba.

«Carmen y Lola» es una proeza fílmica hercúlea de Arantxa Echevarría, una oda a la sensibilidad, una mirada sin piedad al mundo gitano y Zaira Morales como templo de la interpretación

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Pensé que iba a llegar a los Goya 2019 plácidamente asentado en mi favoritismo hacia “Todos lo saben” de Asghar Farhadi. Pero Arantxa Echevarría, con su ópera prima “Carmen y Lola”, ha venido a complicarme la vida y partirme el corazón. Ya no sé con quién voy ni qué prefiero. Porque la película de Echevarría no está por debajo que la del maestro Farhadi en intensidad dramática ni en profundidad y hondura.
 
Qué peliculón. De principio a fin. Sin paliativos. Cine del bueno, del auténtico (con una textura documental), del pegado a la piel y al alma, sin aditivos ni conservantes, pura autenticidad. Hay un trío de mujeres que han elevado mi pasión por los Goya de este año, un tanto plana: Lucía Echevarría a la dirección y Zaira Morales y Rosy Rodríguez en la interpretación en carne viva, como si fueran las más consagradas actrices del planeta, porque no lo son, pero como si lo fueran. El futuro es de estas dos gitanas preciosas, profesionales, íntegras y maravillosas. Imposible no enamorarse de ellas.
 
Especialmente, muy especialmente, de Zaira Morales. Porque lo suyo es épico, interpretando a una gitana menor de edad pero que tiene claro su futuro, lo que quiere y no quiere ser, que le gustan las mujeres y no los hombres, que quiere ser maestra y no madre de familia, que tiene inquietudes intelectuales y, como ella misma dice, mucha paciencia.
 
Zaira Morales te arrebata el corazón, te lo estruja y no te suelta hasta que caes rendido ante la gitana más apasionante que jamás hayas conocido antes.Es un lujo, es el caviar de los Goya de este año, es una diosa. Solo por la interpretación de Zaira Morales merecería prestigio la película, pero es que tiene además tantas otras cosas y tan perfectas…
 
Esta cinta magistral, cruce medido y posible entre “La vida de Àdele” de Abdellatif Kechiche (la película de amor de mi vida), “Solas” de Benito Zambrano y “El bola” de Achero Mañas, porque de todas ellas tiene algo en su justa medida, es una experiencia sentimental y sensible de primera magnitud, una proeza fílmica hercúlea, tan sensible como real, tan cruda como cierta, tan equilibrada como ponderada.
 
Pero también es una mirada sin piedad al mundo gitano, a su patriarcado asfixiante, a sus normas morales imperativas, a su rigidez social, a su conservadurismo familiar insoportable, a su machismo congénito. Todo ello convertido en una carrera de obstáculos que tienen que salvar nuestras heroínas a golpe de valentía, belleza, sinceridad y honestidad, y con una cámara al hombro pegada a sus vidas para que no perdamos un detalle de la intensidad de cada momento.
 
Es un peliculón con todas las de la ley, que emociona, que te hace llorar cuando Lola se derrumba, cuando Lola sufre, cuando Lola grita contra el mundo. Porque Lola es mucha Lola, porque es y será para siempre la gitana de mi vida.

Pocas películas más especiales que «A ghost story» de David Lowery, historia frustradamente terrorífica pero poema visual, metafórico, filosófico y poético inconmensurable y lento (y Rooney Mara)

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No hay nada más maravilloso que se pueda decir de una película que constatar que se trata de un film muy especial. “A ghost story” lo es. No existe nada mejor que traer un envoltorio de película de terror sin tener la más mínima pretensión de serlo, sin causar ningún miedo en ningún momento del metraje, pero derrochar sensibilidad, profundidad filosófica y complejidad a raudales a cambio. “A ghost story” está sobrada de todo ello. No se puede decir nada mejor de un director que alabarlo por crear un estilo propio, y David Lowery lo derrocha con generosidad en “A ghost story”.
 
Como ocurriera en la sueca “Déjame entrar” de Tomas Alfredson o en la noruega “Thelma” de Joachim Trier, esta perla del cine indie norteamericano vale su peso en oro por no dar ningún miedo, pero por ser poesía visual y metáfora filosófica pura de principio a fin al ritmo más cadencioso que haya visto nunca el cine. Ten cuidado con mi recomendación, porque la protagonista está seis minutos de plano fijo en pantalla comiéndose una tarta sin que pase nada más que ser presenciada por un fantasma en una, para mí, escena memorable en la poesía que irradia.
 
Película que me subyuga, que me cautiva, pero… cuidado, no es apta para cualquier paladar. Su ritmo extremadamente lento y pausado, hasta unos niveles pocas veces vistos, su halo poético, sus imágenes cautivadoras y metafóricas, la convierten en una apuesta fílmica compleja. Si me haces caso y la ves, me puedes dar las gracias para siempre o puedes mandarme a tomar por saco. No hay términos medios. Porque “A ghost story” se la ama hasta el tuétano (es mi caso) o se la aborrece por insufrible. No caben puntos intermedios.
 
Es la historia de un fantasma (con su sábana con tan solo dos agujeros para los ojos, como la más infantil y clásica estampa exige). Es la narración de la soledad y la desolación de un fantasma, del aburrimiento del mismo viendo pasar la vida sin él, de la angustia existencial (más bien no existencial dado que, como todo fantasma, está muerto) de necesitar acceder a una nota de amor y no lograrlo.
 
Es bellísima, es profunda, admite múltiples lecturas, es filosófica, es metafórica, es difícil, es una absoluta maravilla romántica, es apabullante en la belleza desnuda de su puesta en escena, en los encuadres perfectos, en la armonía de sus imágenes, en el clasicismo de su rodaje, en la quietud y en la paciencia infinita que exige la eternidad y el espectador de esta obra extremadamente lenta.
 
Porque no hay nada más lento que el discurrir del tiempo para un fantasma. Es una película que requiere que sepas lo menos posible de ella, por eso no voy a entrar de ninguna de las maneras en su argumento, impredecible en su lentitud, precioso en su discurrir pleno de planos fijos, fueras de campo, movimientos de cámara especialmente ralentizados en el tiempo… pura poesía visual.
 
Y la guinda del pastel es ella, una de las actrices que más me cautivan en mi vida, a la que amo e idolatro a partes iguales, Rooney Mara encogiéndonos el corazón como la viuda más desasosegante que haya dado el cine. Tan solo se me ocurre la maravillosa Juliette Binoche de “Azul” de Kieslowski como mejor reflejo de la viudedad en la historia del Séptimo Arte.
 
Rooney Mara es puro romanticismo en una historia presunta y frustradamente terrorífica que es un poema visual sublime.

«Yo, también» logra todo lo que no consigue «Campeones»: un documento imprescindible y honesto sobre las necesidades afectivas de las personas con Síndrome de Down, con unos Pablo Pineda y Lola Dueñas como una de las parejas con más química de nuestro cine

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Era justo y necesario acercarse a la realidad de las personas con síndrome de Down con urgencia seria y fundada antes de que la semana que viene todo estalle para ponerme de mala leche en los Goya. O sea, era el momento de revisitar una película de verdad, que se acerca a la realidad del Down de verdad, con historias de verdad, personajes de una pieza y bien definidos y realidades certeras y veraces de su día a día. Es decir, había que ver “Yo, también” de Álvaro Pastor y Antonio Naharro, con una de las interpretaciones más honestas que haya visto en mi vida a cargo del actor innatamente superdotado Pablo Pineda.

Se trata, simple y llanamente, sin trampa ni cartón y cámara al hombro, de contar la historia de un ser excepcional, el personaje que magistralmente interpreta Pablo Pineda, intentando vivir una vida normal a pesar de convivir con su síndrome de Down. A sus 34 años, trabaja por primera vez en una Consejería de la Junta de Andalucía en Sevilla. Intenta emanciparse material y sentimentalmente de su familia, lucha porque le permitan ser adulto, por dar todo en su puesto laboral y… allí conoce a la mujer de su vida, una Lola Dueñas aún más excepcional de lo que ya suele acostumbrar a demostrar delante de una cámara.

Quiere amar y ser amado, porque no todo es independencia económica, satisfacción laboral o estabilidad familiar. También las personas con síndrome de Down tienen necesidades afectivas y sexuales, como cualquier ser humano. No quieren ser menos ni más que nadie, sino que aspiran a lo mismo con la misma intensidad y necesidad.

Película ejemplar en sus motivaciones y resultados (a diferencia de “Campeones” de Javier Fesser, maravillosa en sus razones pero fracasada desde el punto de vista de la calidad cinematográfica que un tema tan trascendente necesita), “Yo, también” es certera, fidedigna, honesta, coherente, directa y sincera de principio a fin. Cine comprometido y necesario, imprescindible para acercarse a una realidad que está a nuestro lado.

Y todo ello con unas formas cinematográficas sencillas, cuasidocumentales, cámara al hombro sin mayor artificio con una Sevilla arrebatadora como telón de fondo, y con una pareja de actores en estado de gracia derrochando una química muy pocas veces vista en pantalla por parte de Pablo Pineda y Lola Dueñas, que devoran cada plano, cada escena, cada momento épico de los que está cargada la película.

El resto de subtramas que los rodean, molestan más que ayudan. Porque ellos dos son bastan y se sobran para hacer grande esta película, fundamental e infravalorada en los anales de nuestro cine.

Fitur es un idioma que no domino

Cadena SER
Aquí os dejo mi columna de opinión que, como cada viernes, se emite en Cadena SER Radio Granada, a las 8:20 h:
Fitur es un idioma que no domino, como caminante por Granada que constata que existen muchas más persianas bajadas que subidas, tomado el centro por las multinacionales impersonales, las únicas que aguantan el tirón simultáneo de las impagables rentas y la pérdida de granadinos reales.
 
Fitur es un idioma que no domino, cuando lo que veo es una ciudad colapsada de turistas en una cantidad tan inconmensurable como ingobernable mientras que cada vez conozco a menos granadinos que vivan de ello. Más turistas para menos beneficiados, y más que beneficiados, explotados.
 
Fitur es un idioma que no domino, cuando en mi supermercado oigo todo tipo de idiomas y acentos diferentes entre los que en su cesta de la compra solo llevan magdalenas y cafés instantáneos, prueba flagrante de que pernoctan en pisos turísticos con propietarios alegales y difusos, malgastando los escasos recursos naturales con los que contamos los ciudadanos reales.
 
Fitur es un idioma que no domino, cuando las administraciones no tienen dinero ni para lo preciso mientras que colapsan el Madrid más caro del año con su presencia en todo tipo de eventos y festividades varias.

David Simon vuelve a elevar la televisión a cotas inalcanzables salvo para él con The Deuce, el inicio en los 70 de la industria del porno en Nueva York

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He terminado de revisitar la Temporada 1 de The Deuce y no sé ni por dónde empezar. La catarata de elogios que merece debería sobrepasar la mera dimensión humana. Simplemente David Simon, simplemente perfecta.
 
Comenzaré por el principio: lo ha vuelto a hacer, David Simon ha vuelto a repetir los esquemas de forma y contenido de The Wire, Treme o Generation Kill, y han vuelto a funcionar con la precisión milimétrica del mejor de los relojes suizos jamás soñados. David Simon no es un ser humano, es un género, es un estilo, es una forma de entender las series que nadie más tiene y que nadie podrá superar, un estilo propio e inimitable.
De nuevo una serie coral donde los personajes se multiplican sin sobrar ninguno, sin quedar ninguno atrás o desdibujado, sin secundarios innecesarios, una serie coral equilibradamente perfecta donde el peso de la trama no tiene más ni mejores protagonistas, sino que todo está repartido. Es la calle misma, son las prostitutas del Deuce, son sus chulos, la aparición repentina del sexo filmado a principios de los 80, marcando el inicio de una nueva manera de entender el intercambio de sexo por dinero sin vuelta atrás en pleno Time Square, la droga, la mafia siempre queriendo controlarlo todo y sacar tajada de lo que se mueva. La vida misma.
David Simon, él de nuevo, el dios de la televisión ha vuelto a traernos la realidad de la calle a nuestra tele, sin edulcorantes ni conservantes, tal cual, cuasi-documental, con un verismo inmisericorde, con un tono agridulce callejero y veraz, con un mal sabor de boca que solo la realidad y David Simon saben crearnos. Porque todo es veraz, creíble, porque sabes que lo que Simon te cuenta es siempre la verdad, solo la verdad y nada más que la verdad.
 
Si en las 5 temporadas de The Wire eran todos los aspectos de la realidad de Baltimore (las drogas, el puerto como vía de entrada de “todo”, la política, la educación, los medios de comunicación), Treme fue la mejor incursión en la New Orleans post-Katrina jamás vista, o Generation Kill te llevó por la cruda realidad de la guerra de Irak y todo lo que escondía, ahora ha decidido que debíamos conocer el Nueva York de principios de los años 70 a través del arranque de la industria del porno, justo cuando surge el interés por ver sexo rodado, no solo por practicarlo.
Y el más puro David Simon también brilla como nunca (o como siempre) en las formas: trama que se va cociendo a fuego lento y que premia la constancia, escenas cortas “interruptus” que se van entremezclando entre sí, diálogos perspicaces, personajes con entidad propia, realidad absoluta, clarividencia insuperable, una pléyade de actores y actrices en estado de gracia, una sensibilidad muy especial para las protagonistas femeninas, la música como un personaje más, el verismo como santo y seña, el tono documental pero con una calidad estética apabullante. La perfección.
Una vez dijo el dios de HBO (que es lo mismo que decir el dios de la televisión) David Simon: “Yo no hago televisión para el espectador medio. Que se joda. Yo hago una televisión que exige”. Y premia, vaya si premia. Exijo mi segunda temporada de The Deuce ya.

Yorgos Lanthimos sublima su portentoso y barroco estilo visual en «La favorita», reconocida por los Oscars justo cuando Lanthimos renuncia en el guión a sus señas de identidad surrealistas más reconocibles

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No deja de ser altamente curioso y hasta cínico que, cuando los Oscars deciden acoger a uno de los grandes genios de nuestro tiempo, el director griego Yorgos Lanthimos, lo hagan cuando Lanthismos, siempre genial y apabullante en lo estético, es menos reconocible que nunca en el guión, cuando decide hacer por primera vez en su vida una película de época ortodoxa y nada heterodoxa, sin surrealismos fantásticos ni propuestas irreales en su planteamiento argumental.
 
Estéticamente la película es absolutamente perfecta y apabullantemente barroca para el espectador: Lanthimos en estado puro desatado y sin freno. Si ya se proclamó para el cinéfilo discípulo aventajado de Stanley Kubrick en “El sacrificio de un ciervo sagrado” (para mí, su gran obra maestra y una de las grandes películas de nuestro tiempo, que desde luego no supera con “La favorita”), en esta ocasión pretende emular e incluso intenta superar a “Barry Lyndon”, creando una película de época antológica, con iluminación totalmente natural para recrear la ambientación de la época (como en “Barry Lyndon”), un uso suntuoso de grandes angulares a lo largo de todo el metraje para minimizar visualmente a los personajes, tragados por una anchura de campo espectacular y unos palacios omnímodos con el ser humano, movimientos constantes semicirculares de cámara para evitar el montaje en el plano-contraplano… Una pasada técnica.
 
Virtuosismo absoluto de un genio privilegiado del cine, que brilla especialmente en dos recursos totalmente espectaculares:
1.- Unos travellings portentosos que remiten al mejor Stanley Kubrick (otra vez) y que ya ensayara de manera magistral en “El sacrificio de un ciervo sagrado”, su mejor película con diferencia en su filmografía para mí.
2.- Y, en esto me ha dejado boquiabierto, el estreno en el uso de un ojo de pez que distorsiona todos los laterales de la pantalla para asfixiar al espectador en el espectáculo de virtuosismo barroco que es “La favorita”. Impresionantemente irreal gracias a un ojo de pez que se convierte por derecho propio en el protagonista de la película de Lanthimos.
 
Hasta ahí, nadie puede esperar menos del griego, un dios del cine como es. Y, sin embargo, a pesar de que la historia que cuenta es subyugante y te atrapa y emociona de principio a fin, no tiene ningún planteamiento imposible y radical propio del cine de Lanthimos. Cuenta una historia de un realismo absoluto de principio a fin, sin salidas de tono irracionales que te descoloquen y te hagan perder el norte, por primera vez en su carrera.
 
Nos cuenta la historia de una reina de Inglaterra en plena época barroca que ha delegado todo su poder en su confidente y amante, Sarah, que toma todas las decisiones por ella. Pero, de pronto y sin previo aviso, se presenta en la corte la prima de Sarah, Abigail, noble arruinada y caída en desgracia, que va a medrar (por las buenas, por las malas o por las muy malas) para hacerse la favorita de la reina y desterrar a Sarah como valida de la reina en el poder del Estado. La lucha encarnizada entre dos víboras por el amor y el poder de una loca está servida, y con ella la historia de Lanthimos.
 
El bueno de Yorgos sabe lo que hace y de quién rodearse para que todo resulte perfecto, y vaya si lo logra a la hora de elegir actrices, porque el recital de sus tres protagonistas es de los que hacen época: por supuesto, yo destaco por encima de todas a una de las grandes debilidades de mi vida, Rachel Weisz (Sarah), digna de un Oscar a la voz de ya.
 
Espectacular declarándole la guerra está Emma Stone (en su mejor papel hasta la fecha) y una mucho más que eficaz Olivia Colman como reina.
 
Un trío de actrices protagonistas para el derroche visual de Lanthimos a través del que nos cuenta la historia menos Lanthimos de todos los Lanthimos habidos hasta la fecha.

«Las inocentes» es cine de mujeres (dirige Anne Fontaine) sobre mujeres, poniendo el foco en un desconocido drama histórico, pero faltándole garra y más mala leche y sobrándole academicismo

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“Las inocentes” no es una gran película. Ni tan siquiera una película notable. Pero sí una propuesta de la directora francesa Anne Fontaine digna de ver. Porque, especialmente en los tiempos que corren, es cine de mujeres, hecho por mujeres, sobre mujeres, y sobre los abusos de todo tipo que sufren las mujeres, especialmente en períodos de guerra.
 
Fontaine introduce su pulcra (y quizás demasiado académica) cámara en el interior de un convento de monjas en Diciembre de 1945 en una Polonia en la que la II Guerra Mundial acaba de finalizar. El convento sufrió en su momento la violencia de las fuerzas de ocupación nazis, pero después también el terror de unos soldados soviéticos que no respetaban a la población civil como hubiera debido ser, y que procedieron a la violación de las monjas del citado convento, embrutecidos por la violencia y la soledad que les rodeaba, quedando siete de ellas embarazadas a consecuencia de tan execrable acto.
 
Desamparadas y en una situación que ni tan siquiera les era permitido poder hacer pública por las nefastas consecuencias que la noticia podría acarrearles incluso en el seno de la iglesia católica, las religiosas solo encuentran la ayuda clandestina de otra mujer, una médica comunista perteneciente a la Cruz Roja francesa desplazada a Polonia que se presta a echarles una mano en tan compleja situación.
 
Entre la solidaridad femenina, se entrecruza el choque entre lo humano y lo espiritual, entre la perspectiva comunista y la espiritualista, entre la hipocresía de las instituciones y la dificultad de sobrevivir en un momento y un territorio hostil…
 
Obviamente, en manos de una directora polaca, quizás hubiera tenido la película más fuerza crítica y más mala leche. Porque eso es lo que no la hace grande, la tibieza y cierta tendencia a la sensiblería por parte de Anne Fontaine, que pretende no pisar ningún charco ni meter ningún dedo en la llaga.
 
Una pena, porque las intenciones eran extraordinarias. Por cierto, y dicho sea de paso, entre las monjas está una actriz muy especial, una tal Joanna Kulig, que en 2016 podría aún pasar desapercibida, pero que ha sido la gran actriz del pasado año, enamorando a propios y extraños, a europeos y ciudadanos del mundo, encarnando a Zula en “Cold War” de Pawel Pawlikowski.

Jaime Rosales retrata magistralmente con precisión cuasi-documental la áspera realidad de nuestra «Hermosa juventud», una generación preparada como nunca a la que no se le ofrece ninguna salida

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Jaime Rosales es propietario de una filmografía poderosa, plena de películas impactantes y con un sello experimental autoral muy marcado («Las horas del día», «La soledad», «Tiro en la cabeza»), propuestas para un público masivo teóricamente pero de corte minoritario por vocación y experimentación.
 
Y “Hermosa juventud” es la mejor entre sus películas, al menos para quien suscribe estas líneas. Rosales obtiene un “cum laude” retratando la cruda y miserable realidad de nuestra juventud, a la que nada le espera, a la que no le corresponde futuro alguno más que emigrar para caer en lo mismo.
 
Rosales retrata como nunca antes, con verosimilitud cuasi-documental, la áspera realidad de nuestra juventud: la más preparada que jamás hayamos disfrutado pero cuya formación es tirada radicalmente a la basura porque no se les ofrece ni trabajo ni futuro. Da igual lo que seas o lo que sepas, nadie te va a contratar, no hay forma de ganarte la vida, no vas a salir jamás de casa de tus padres, no te vas a poder independizar, no tienes futuro, nadie ofrece trabajo, ni para limpiar, ni como camarera.
 
Con un poco de suerte, te contratarán, como a Carlos (el coprotagonista de la magistral propuesta de Rosales) para recoger escombros a 10 €/día y sin ningún tipo de contrato. Es lo que hay. Eso o el aeropuerto al lugar más lejano posible de este país infame y sin futuro.
 
Para taladrar por necesidad nuestra conciencia con todo ello, Jaime Rosales se sirve de una pareja de jóvenes, Natalia y Carlos, que intentan encontrar un trabajo, por muy infame que sea, para poder ganarse la vida. Misión imposible. La vida misma. Tan solo consiguen ganar dinero ofreciéndose para grabar porno amateur. Y, a todo esto, Natalia se queda embarazada. La hecatombe social está servida.
 
En esta cinta, Rosales renuncia voluntariamente a la experimentación radical que siempre propone su cine (salvo en dos secuencias en las que recurre a narrar mediante móviles, whatsapp, fotos y vídeos caseros), para centrarnos en la cruda historia que nos cuenta sin ningún tipo de artificio. Usando de forma magistral para ello el fuera de campo, la elipsis, los planos fijos, o alguno inclinado como el de la agresión a Carlos, puro y gozoso juego cinéfilo con el espectador.
 
Y se sirve de una de las interpretaciones más auténticas que se hayan ofrecido en este país, la de una actriz por la que siempre siento una especial devoción y predilección por su profesionalidad, porque todo lo que hace lo hace de forma sublime, INGRID GARCÍA-JONSSON, profesional como siempre, impecable como nunca, en esta cinta imprescindible para entender y conocer desde dentro la durísima etapa histórica que nos ha tocado vivir.
 
Su final, que obviamente no voy a desvelar para no destrozar la cinta, es aterrador, cierra un ciclo en un círculo (vicioso) perfecto y es tan devastador como realista. Brutal.

«La verdad sobre el caso Harry Quebert» nos ofrece por parte de Jean-Jacques Annaud lo mismo que da la novela de Joël Dicker, un alambicado thriller que gana enteros cuando se aleja de la fórmula detectivesca para centrarse en Nola, un personaje adolescente fascinante

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“La verdad sobre el caso Harry Quebert” es una miniserie que da justo lo que promete y esperas. Ni más ni menos. Se trata de llevar a la tele el archiconocido y archivendido best-seller homónimo de Joël Dicker, una trama detectivesca alrededor de la muerte de una adolescente muy especial y a un escritor treinta años mayor que ella con la que tuvo algún tipo de relación no bien definida y que es acusado de la muerte de la chica.
 
Para trasladar la novela (muy fielmente, y esa es una gran virtud de la serie, el enorme respeto al material del que procede) a imágenes, se le encarga a uno de los grandes nombres del cine europeo, Jean-Jacques Annaud que, aun con el piloto automático puesto y un no muy excesivo interés en innovar nada, tiene tantas tablas y tanta personalidad que no deja de crear un buen puñado de imágenes excelsas en la cinta y a perfilar uno de los más complejos y mejores perfiles de adolescencia que se hayan visto.
 
Una pena que, como en el libro, la serie gana enteros y se eleva conforme conocemos la tortuosa e imposible historia de amor entre el escritor cuarentón y la niña de 15 años mucho más entregada que él a la relación, y los pierde conforme la propuesta se alambica en un guión detectivesco demasiado imposible para ser creído, con continuos y forzados giros de guión que dejan boquiabierto al espectador pero que resultan muy difíciles de digerir con un mínimo rigor lógico. Pero eso no es un pecado de la serie, sino del best-seller en el que se basa la misma.
 
En el debe, también, y esto sí que es fallo grave exclusivo de la serie, un error flagrante de casting en la elección de su protagonista, el joven actor insulso y pedantemente insoportable e inexpresivo Ben Schnetzer, insufrible en cada plano, y algunos fallos graves de caracterización de personajes, como un Harry Quebert en la actualidad que, en lugar de aparentar cercanía con los 80 años que debe tener según guión, parece un chaval que todavía practica el boxeo, con canas, eso sí.
 
Ocurre con más personajes y algo tan obvio parece mentira que pasara desapercibido para una figura del cine como Annaud, y resta verosimilitud a una historia con la que hay que tener mucho cuidado en la caracterización de los personajes, dado que transcurre mezclando tres momentos temporales diferentes y distanciados entre sí.
 
En el haber, sin duda, los ratos en los que buceamos en la personalidad y en la psique de la adolescente Nora, fascinante por complejo y apasionante conforme va desplegándose al abrirse como las capas de una cebolla, personalidad poliédrica donde las haya, y angelical y brutalmente (de forma simultánea y teniendo como cumbre el momento del columpio) interpretado por la joven Kristine Froseth, que encaja a la perfección con el personaje creado por Dicker en su novela.
 
Una serie con luces y sombras que, eso sí, como entretenimiento sin complicaciones funciona a las mil maravillas.