La mejor virtud de «La torre de Suso» es no pretender ninguna. Tom Fernández nos lega una tragicomedia intrascendente de humor blanco y humanidad sensiblera, una manera inocua de pasar la tarde

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«La torre de Suso” es una modesta película sin pretensiones, y ahí radica su encanto. Tom Fernández ni quiere ni pretende hacer una gran cinta ni ser tenido en cuenta en la historia del cine, solo hacernos sonreír de vez en cuando y sin estridencias, lo cual logra con suavidad y de forma liviana.
“La torre de Suso” vas a olvidarla poco después de verla, pero te va a dejar en el recuerdo una buena sensación de no ser nada del otro mundo pero aportar humanidad, lo cual no es poco. Simplemente es la historia de Cundo (interpretado por el siempre eficaz Javier Cámara), un asturiano que reside en Argentina y que vuelve a su tierra natal para enterrar a Suso, uno de los cinco amigos inseparables que guardan un pasado de gamberradas, ocasiones perdidas y tonteos con las drogas.
La muerte de Suso por sobredosis hace que los otros cuatro amigos se reencuentren y revivan viejas historias y emociones ya perdidas. Película ligera en forma y fondo, sin ninguna intención de trascendencia, modesta absolutamente, que te hace pasar un buen rato y mandar directa al olvido y esa es su mejor virtud.
Humor blanco, alguna concesión sensiblera al drama y un puñado de buenos actores de este país sostienen la ópera prima de Tom Fernández, una bonita manera de perder el tiempo.

Siendo refractario a la filmografía de James Gray, «Two lovers» es una maravillosa excepción: una tragedia dolorosamente melancólica sobre el amor y el abismo de las enfermedades mentales

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James Gray es propietario de una filmografía a la que soy totalmente refractario. Su cine nunca ha enganchado conmigo y jamás me ha gustado. Pero, cuando decidió ser infiel a sí mismo y estrenar hace una década “Two lovers”, legó una absoluta obra maestra que me entusiasma y uno de los grandes dramas románticos de nuestro tiempo, al que vuelvo una y otra vez, gracias a un guión portentoso y desgarrador y a unos actores en estado de gracia.
La cinta nos cuenta la historia de un joven con problemas mentales interpretado de forma antológica por el siempre deslumbrante Joaquin Phoenix, que se ve halagado por el interés de la hija del socio de su padre (espléndida Vinessa Shaw), una chica formal y sensata que le conviene. Pero se cruza en su camino una vecina con los mismos o mayores problemas psiquiátricos que él (estratosférica Gwyneth Paltrow, tan irresistible como brillante), atrapada como amante en una relación con un hombre de éxito casado y con hijos, y que acaba de descentrar absolutamente al joven en una danza mortal de quiero pero no puedo.
El drama está servido y pocas veces el cine ha contado el momento de las malas decisiones vitales con tanta contundencia. El joven se ve atrapado entre lo que le conviene y lo que quiere, mientras su mente cada vez es más inestable.
Espléndido guión reforzado por una dirección contundente de Gray, que nos deja las dos escenas en la azotea perdurando en nuestra memoria. Porque el recital antológico de Phoenix y Paltrow es de esos que no dejan indiferente a nadie y porque la historia lo vale y lo merece.
Una buena selección musical para acunar la tragedia, destacando la “Cavalleria Rusticana” de Mascagni como leit motiv de la cinta, acaban dejándonos un peliculón con todas las de la ley. Una obra maestra dolorosamente melancólica.

Lo peor de «¿Víctor o Victoria?» no es que la comedia no funcione por las situaciones demasiado explotadas ya en la filmografía de Blake Edwards, sino que se trate de un musical de números olvidables

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Blake Edwards, otrora uno de los grandes directores de la comedia norteamericana, comenzaba su decadencia y su cuesta abajo sin frenos en los años 70, un desliz tras otro que confirmaba con “¿Víctor o Victoria?”, rodada en 1982 y tras la que ya no levantaría cabeza. No saber retirarse a tiempo es uno de los peores defectos de los mitos.
 
El autor de obras maestras inmortales de la comedia como “Desayuno con diamantes”, “El guateque”, “La pantera rosa” o dramas maravillosos como “Días de vino y rosas”, reutilizaba fórmulas ya desgastadas por el uso y clichés que han envejecido mal para intentar (sin éxito) en “¿Víctor o Victoria?” cruzar escenas de confusión de géneros cual “Con faldas y a lo loco” de Billy Wilder (un trillón de veces mejor) con toques de musical que pretendía recoger la modernidad que impuso tras los años 70 el dios Bob Fosse (“Cabaret”, “All that Jazz”) y… le salió nada más que regular.
 
La historia de una cantante que, para intentar no morir de hambre, gracias a los consejos de su amigo homosexual, decide hacerse pasar por un hombre que ofrece números musicales travestido de mujer hubiera dado para mucho más si hubiera caído en unas manos menos cansadas y más imaginativas que las de un Blake Edwards entonces ya caduco.
 
Lo peor de una comedia musical no es que sus escenas (por manidas) no produzcan carcajadas, lo más grave es que sus números musicales no calen y no sean tarareados al acabar la película. Esta cinta es un fracaso en ambos aspectos y un desbarre del otrora genio de la comedia.
 
Si le unes a ello haber encomendado la cinta a alguien de tan dudosa chispa como la pavisosa Julie Andrews, el resultado es más monjil que picante y más triste que gracioso.

«Una vida a lo grande» es una distópica obra menor de Alexander Payne, mero entretenimiento por debajo del nivel de su filmografía, pero otra disección tragicómica del alma humana

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Alexander Payne es, para mí, junto con Paul Thomas Anderson, probablemente los dos directores más interesantes del cine norteamericano actual. Su forma amable de diseccionar el alma humana con bastante más mala leche de la que aparenta en principio, porque sus películas están recubiertas de una capa dulce que engañan respecto a unas entrañas amargas, nos ha traído un buen puñado de obras maestras, de esas que se convierten en fundamentales desde que las ves por primera vez: “Entre copas”, “Los descendientes”, “Nebraska” y, muy especialmente y por encima de todas las demás, la piedra angular de su cine (y del mío), “A propósito de Schmidt”, aquella inmortal historia de un jubilado que se aferra a la vida con el nihilismo y el sarcasmo que da la edad.
Es obvio que “Una vida a lo grande”, su última película por el momento y con la que cierro mi auto-ciclo, no luce a esta altura, está un escalón por debajo de la genialidad de Payne, es una obra menor en su apabullante filmografía. Sería magistral en la carrera de un director más normal, pero insuficiente para un superdotado del análisis del alma humana como Alexander Payne. Sus historias siempre te arrancan sonrisas, pero congeladas en una mueca de sarcasmo ante la vulgaridad y el egoísmo del ser humano, que se irradia en cada escena de su privilegiado cine.
“Una vida a lo grande” es su primera incursión en el cine de ciencia-ficción. Nos cuenta un futuro distópico donde, para poder salvar el medio ambiente del planeta, muchos ciudadanos se prestan voluntariamente a ser reducidos a un tamaño de unos pocos centímetros para vivir una existencia en miniatura, mucho más sostenible ambientalmente.
Pero, que nadie nos engañe, no lo hacen por salvar el medio ambiente, que les trae al fresco, sino porque, con ese tamaño, el capital del que dispone el norteamericano medio, lo hace rico en ese mundo en miniatura dentro de una red de protección, tan falso como si de «El show de Truman» se tratase.
Y a ello se apunta un matrimonio más, a cuyo marido vamos a seguir la pista sobre el resto de su vida, interpretado magistralmente por el siempre solvente Matt Damon. Se trata de un buen hombre, motivo por el que nada nunca le sale bien, como acierta siempre a determinar su vecino, un oscuro y fantástico como siempre Christoph Waltz, sin duda el gran personaje de la película, un ser de los que siempre salen ganando, que nada a favor de corriente en toda tesitura, rozando la legalidad y la moralidad y con un sentido del humor acerado. Waltz borda un papel que pareciere diseñado para él.
Mientras que Matt Damon es un buen hombre, un hombre perdido, sin rumbo claro, desorientado en su bondad, apocado y utilizado por todo el mundo. Tendrá que conocer a una mujer vietnamita a la que le falta una pierna con una personalidad desbordante, interpretada hipnóticamente por Hong Chau, para que algo le haga despertar del letargo, y de paso le enseñe que todos los muros siempre esconden la miseria que hay detrás de los mismos, la de los que no pueden entrar al paraíso, en una metáfora bastante explícita de nuestro mundo actual.
Es cierto que se hace larga por su metraje excesivo, y que no está ni de lejos a la altura de sus grandes obras maestras, pero… una película de Alexander Payne siempre debe verse, en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, todos los días de tu vida.

«Handia» tenía todo para haber sido la versión europea de «El hombre elefante» pero, estando estéticamente a la altura de las circunstancias, flaquea por tendencia a la frialdad en su contenido

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“Handia”, de los directores vascos Jon Garaño y Aitor Arregi (autores también de la extraordinaria“Loreak”) tuvieron en su mano todos los elementos necesarios para haber consumado una magistral versión europea de “El hombre elefante” (para mí, la mejor películade David Lynch junto con “Una historia verdadera” y un hito del cine de nuestro tiempo), pero varias cosas fallaron por el camino y terminó siendo una película estéticamente bellísima, de un potencial plástico extraordinario pero con cierta tendencia a ser insípida conforme va avanzando su metraje, demasiado extendido, demasiado distante y demasiado aséptico.
Porque, las cosas como son, visualmente es exquisita, y un alarde técnico de efectos especiales y dirección artística y fotográfica (algunos planos merecerían estar expuestos en un museo) para esta historia ambientada en plena guerra carlista en el siglo XIX sobre la leyenda de un gigante de más de dos metros y medio que vivió en una remota localidad guipuzcoana. Ciertamente hay una notable caligrafía visual, unos efectos especiales para hacer creíble al gigante mucho más que notables y justamente premiados en la edición de los Goya a la que concurrió en todas las categorías técnicas, y una ambientación de época exquisitamente cuidada al detalle.
Súmesele a eso unos actores solventes en general, y apabullante en el caso del joven Eneko Sagardoy en la piel del gigante, y todo pareciera ir sobre ruedas (la escena de su comparecencia ante la reina es sublime y uno de los mejores retratos sobre la decadencia innata de la institución monárquica que se pudieren exponer) para convertirse en una cinta de referencia para nuestro cine, pero…
El problema radica en su guión, un tanto seco, insulso, frío, distante. Todo lo que en “El hombre elefante”, la obra maestra de David Lynch, era desgarrador y angustioso (rozando lo insoportable por cruel) acercamiento a la soledad y el rechazo del diferente, a una continua falta de respeto y un intento constante de intentar aprovecharse de él, por lo que quiera que sea, la cinta de Garaño y Arregi renuncia a ponernos en la piel del diferente para ver qué repercusiones psicológicas sufre por ello y se queda en la fría superficialidad de la historia narrada. Un error que reduce la cinta a meramente recomendable.

No estando a la altura estética de la 1, la temporada 2 de Big Little Lies se centra en las consecuencias vitales y psicológicas que los hechos de la primera causan a sus inolvidables 5 mujeres protagonistas

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No está la temporada 2 de Big Little Lies a la altura de la primera. Sencillamente porque ello era obvio que iba a resultar imposible. No obstante y a pesar de que así sea, sigue siendo inmensamente superior a la mayor parte de las series que existen en la realidad y que nos pretenden vender como maravillosas.
 
La serie pierde bastante en el aspecto formal: la genialidad en la plasmación plástica de la narración que derrochaba la temporada 1 por parte de Jean-Marc Vallée tuerce en visualmente más convencional en la temporada 2 que dirige Andrea Arnold. Esa cadencia fragmentada y visualmente impactante de la primera cede a una dirección más convencional para el melodrama.
 
Pero ello, que no deja de ser un pequeño defecto, se ve compensado con creces por el contenido, porque esta serie, que podría haber evolucionado hacia el culebrón si no estuviera la diestra mano de HBO detrás, se centra muy acertadamente en su segunda temporada en el análisis de las consecuencias personales y psicológicas de todo lo acaecido en la primera temporada a sus protagonistas.
 
Una segunda entrega que, de forma meritoria, nos asoma a las consecuencias de los hechos vividos y a cómo ello marca el futuro de sus cinco mujeres protagonistas, interpretadas todas ellas por una pléyade de actrices en estado de gracia: desde la portentosa Reese Witherspoon con su matrimonio en peligro, pasando por la maravillosa Shailene Woodley intentando superar sus heridas internas, una Nicole Kidman que se erige en protagonista de la función por derecho propio por ser quien más tiene que superar, una Laura Dern maravillosamente excesiva y… aquí quería llegar, una bellísima Zöe Kravitz que releva a Nicole Kidman en el personaje más interesante por su drama interior de la segunda temporada.
 
Obviamente, la incorporación de Meryl Streep y su portentoso personaje excesivo como suegra de Nicole Kidman es la guinda de un pastel ciertamente pensado, meditado y trabajado con calidad. HBO siempre será HBO y sus productos tienen mucho más que ofrecer que el resto. Y Big Little Lies es una prueba palpable de ello.

El cine como forma poética en «Los amantes del Círculo Polar», la obra maestra de Julio Medem, un poema visual metafórico alrededor del azar y la simbología de los palíndromos que tiene su grandeza en su imposibilidad

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Y han pasado 20 años desde que me enamorara perdidamente de ella. ¿Qué es la poesía en el cine? Mezclar guión y dirección de Julio Medem alrededor de una historia de amor irreal, imposible y metafórica (donde todo tiene significados simbólicos), la mejor partitura de Alberto Iglesias (el mejor compositor para cine de este país), una fotografía de Fernando Fernández-Berridi gélida y fantasmagórica, las mejores interpretaciones de su carrera de la diosa Nawja Nimri y de Fele Martínez, un derroche de imaginación solo superado por la sensibilidad con la que se trazan círculos y casualidades, base sobre la que hay que releer y explicar el alambicadamente maravilloso guión profundamente irreal del poeta del cine de este país, Julio Medem.
 
Con todos esos elementos, el resultado final solo puede ser un poema visual dramático y metafórico donde todo tiene un sentido persiguiendo la magia del azar (una constante en la filmografía del director vasco) y las metáforas de los palíndromos en los nombres de sus protagonistas.
 
Una historia contada fragmentada a través de episodios desde la visión de Ana o desde la visión de Otto, los mismos acontecimientos narrados desde dos voces y dos prismas distintos que se van intercalando hasta llegar a las dos últimas y perfectas entregas de esta obra maestra: “El Círculo Polar” y, sobre todo, esa perfección levitatoria que es “Otto en los ojos de Ana”.
 
Es la historia de un amor entre Ana y Otto que nace desde la infancia a través del tortuoso camino del azar y que culmina una década después, que nace en Madrid y que se consuma de una manera muy especial en Finlandia, persiguiendo el frío y una historia familiar entroncada con el bombardeo de Gernika.
 
No puedes castigar a la cinta pensando que su argumento es tan alambicado que dejas de creértelo o desengancharte del drama de sus personajes por ello, porque Medem jamás te pide que lo creas como ciencia exacta, sino que lo vivas como lo que es, poesía en el cine. Su imposibilidad es su grandeza.
 
Se trata de un amor geométrico (donde los lados se acaban tocando) o, mucho mejor dicho, circular, porque Otto necesita cerrar el círculo de su vida, a pesar de que a su alrededor haya vidas vividas en varios círculos. Unos personajes que persiguen el sol de medianoche, ese que en Verano nunca se pone en Laponia. Más metáforas.
 
No se puede entender nuestro cine sin haberse enamorado de “Los amantes del Círculo Polar”.

Un festival más a la espalda

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El capitalismo salvajemente salvaje desembarcó en la música definitivamente (o quizás con más evidencia que lo hacía antes, que ya es decir) a través de los festivales: eventos erótico-festivos-tontunos-pavilacios de flores en la cabeza y gafas de sol de madrugada-desfiles de moda imposible y sonoridad con decibelios infernales donde la música, los músicos y el sonido son lo de menos y a nadie le importan.

Allí se va a ver y ser visto, a beber cerveza que deja un margen comercial del 900% , a pagar trozos de pizza congelados como si de caviar se tratase y a subir la foto de rigor a Instagram.

Si el sonido es una mierda, si son siempre los mismos grupos rulando hasta el infinito cansino donde solo cabe gritar basta (llevo 4 Zaharas en escasos meses), si la psicodelia resucitada nos está devorando las entrañas, si (como dice el maestro Lapido) la insolación es el nuevo riesgo laboral de los obreros de la música a los que les toca el horario de las 5 de la tarde al sol… Qué más da.

Yo me he criado a mano con la sabiduría lapidiana, donde el respeto al músico y a la música está por delante de todo. Nada más lejos de la realidad. Y ahora, pon el Telediario y verás otra burbuja comercial distinta: ¡tra tra!

 

Foto: Granada Digital.

Celebrando el XL aniversario de «Apocalyse Now» de Francis Ford Coppola

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Estamos ante la mejor película bélica de la historia del cine. Porque nadie nunca antes (ni después) había logrado retratar la crudeza y la crueldad de un conflicto armado de forma tan cruda (más psicológica que físicamente). Porque lo peor de las guerras no es que devasten el cuerpo y la vida, sino que destruyen la mente y el alma de todo ser que se acerque de lejos a cualquier evento bélico.
 
El cine bélico toca techo con «Apocalypse Now» (a la que siguen a cierta distancia “La chaqueta metálica” de Stanley Kubric, “El cazador” de Michael Cimino o “Platoon” de Oliver Stone) precisamente en una cinta donde el gore propio de este género apenas hace acto de presencia, porque en “Apocalypse Now” la violencia es mucho más psicológica (yo me atrevería decir que filosófica) que física. La máquina de generar muertos que es una guerra se convierte casi en secundaria respecto a la forma de asesinar almas y torturar mentes que supone.
 
Francis Ford Coppola (el director más brillante de la historia del cine), en su mejor momento (venía de estrenar en 1972 “El Padrino” y en 1974 “El Padrino II”, aún superior si cabe), empeñó su talento, su dinero y hasta su salud en un proyecto quijotesco y, a priori, imposible para ningún ser humano: trasladar a la guerra de Vietnam con todo lujo estético la impagable novela “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad.
 
A través de casi tres horas de metraje liviano como una pluma (en su versión “Redux” con montaje del director cuentas con 49 minutos más de metraje), Coppola nos sumerge en la desventura psicológico-psiquiátrica de un oficial norteamericano ya tocado por la guerra al que se le encarga una última, compleja y tortuosa misión: el coronel Kurtz ha enloquecido completamente en algún punto indeterminado en la frontera entre Vietnam y Camboya y hay que localizarlo para asesinarlo y liberar a la población autóctona a la que ha esclavizado.
 
Ese desnortado y alcoholizado oficial (la mejor interpretación de Martin Sheen de toda su carrera) tendrá que cruzar río arriba todo el horror y el despropósito de una guerra hasta llegar al reino del terror que ha impuesto el coronel Kurtz (Marlon Brando, ni más ni menos) y acabar con el mismo.
 
Por el camino, irá conociendo la locura belicista y fascista de un oficial al frente del Séptimo de Caballería en helicóptero que bombardea con napalm sin piedad poblados vietnamitas con la música de Wagner de fondo para luego surfear en las playas llenas de cadáveres; a chicas Playboy llevadas en helicóptero (jamás el cine sacó más partido a este transporte aéreo como en esta cinta) para entretener a la tropa; muertes absurdas de civiles por la locura descontrolada de niñatos vestidos de soldado que juegan a ser Dios; frentes en torno a un puente con soldados que ya no saben a quién disparan y sin nadie al mando…
 
El horror, el caos, la sinrazón, la violencia, la muerte que preside cada guerra en un descenso imparable a los infiernos, todo rodeado de una atmósfera cada vez más irracional, desasosegante y perturbadora en un crescendo sin fin.
 
Y todo ello además acompañado de una críptica y magistral música compuesta por el propio Coppola junto con Carmine Coppola, así como impagables momentos musicales con The Doors o los Rolling Stones.
 
La fotografía de Vittorio Storaro pasa por ser una de las mejores que jamás nos haya regalado el cine en toda su historia.
 
Y esa última media hora subyugante donde conocemos el pensamiento del coronel Kurtz, enloquecido totalmente, enfermo mental de nihilismo y lucidez, perturbado por desesperación y asco. Jamás vas a olvidar su última media hora, porque crea un mal cuerpo y una ansiedad mental sin precedentes en el cine.
 
En la versión extendida, “Apocalypse Now Redux”, te espera otra pequeña gran sorpresa: la experiencia de la expedición en la casa de unos colonos franceses dispuestos a sobrevivir a esa guerra y a toda las que vengan para seguir esquilmando los recursos y a la población autóctona para su propio beneficio industrial. La auténtica guinda de un pastel insuperable, perfecto, épico, único, insustituible, colosal.

Componen «Nebraska» un excelso blanco y negro, la road movie como forma de vida, el humanismo ácido de Alexander Payne, un Bruce Dern antológico y un análisis certero sobre envejecer y sobre la familia

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El periplo por la cinematografía de Alexander Payne solo da satisfacciones y momentos mágicos de cine. Tras “Election”, “A propósito de Schmidt”, “Entre copas” y “Los descendientes”, hoy ha tocado “Nebraska”, otra pequeña gran joya tragicómica del inmenso Payne.
 
De nuevo la road movie como leit motiv, de nuevo la dificultad de lidiar con la ancianidad como tema principal (como ocurriera en la gran obra maestra de Payne, “A propósito de Schmidt”), de nuevo una historia de perdedores , de nuevo una historia agridulce con final agridulce.
 
Pero esta vez, como fantástica novedad, Payne, tras la intensidad cromática de los paisajes hawaianos de “Los descendientes”, vuelve a su habitual Nebraska y decide hacerlo con una preciosa fotografía en blanco y negro.
 
Y con Bruce Dern como estrella absoluta de la función, mostrando a cámara la decrepitud de la vejez como pocas veces se haya hecho en el cine. Desorientado, confuso, alcohólico, senil, necesitado de atención, su personaje se empeña en creerse una publicidad engañosa que indica que le ha tocado un millón de dólares y quiere cruzar buena parte de la Norteamérica profunda para ir a cobrarlo a Nebraska. Su hijo menor decide embarcarse en la aventura con él y, de paso, visitar a familiares y viejos vecinos y amigos de juventud de su padre en un pueblo natal bastante más idílico en la superficie que cuando se escarba con cierta profundidad.
 
Como toda road movie que se precie, todo un catálogo de personajes desfilan ante nuestros atónitos ojos, a cual más falso, a cual más interesado, a cual más mezquino… Ácida radiografía de la condición humana de la que la institución familiar sale muy mal parada. A través de esos personajes, vamos conociendo la oculta biografía del protagonista, hermético y poco hablador.
 
Más trágica que cómica, como corresponde al cine de Payne, buceamos en lo peor de la condición humana a través de unos personajes que permanecen indelebles en el recuerdo. Es inevitable viéndola recordar “Una historia verdadera”, la obra maestra de David Lynch, con la que tiene puntos de conexión, pero la de Payne es más certera y ácida en la visión que ofrece de la condición humana.