“El amor menos pensado” no es una gran película, ni aporta nada a la historia del cine, ni innova ni rompe con nada, ni deja poso ni huella alguna, ni provoca ni crea desolación y, sin embargo… Para ser una comedia romántica, género que auspicia el mayor porcentaje de cine basura por metro cuadrado jamás conocido (en seria y sana competición con el género de terror), no está mal.
Imagino que ayuda a salvarla de la quema un guión firmado a cuatro manos por el propio director argentino Juan Vera y Daniel Cuparo que, de forma naif y sin querer molestar a nadie, tira de ingenuidad para presentar algunas verdades vitales incontestables.
Y, sobre todo, se eleva gracias a su pareja protagonista, dos profesionales intachables que siempre lo dan todo en cada escena, en cada plano: Ricardo Darín y Mercedes Morán. Darín es en sí mismo un género cinematográfico y uno de los actores más importantes del planeta. Su presencia, su credibilidad, la verdad que rezuma por cada poro de su piel, su omnímoda capacidad para representar al hombre normal y corriente, al ser humano sencillo apegado a sus rituales, marca la conciencia del cinéfilo más exigente. Mercedes Morán tiene el enorme mérito (no menor) de aguantarle el pulso interpretativo a Darín y estar a su altura. Ahí es nada.
La película, sin alarde formal o visual alguno, funcional en la historia que cuenta y cómo la cuenta, nos adentra en un matrimonio de cincuentones argentinos cuyo hijo se va a estudiar a una universidad madrileña. A partir de ahí, el síndrome del nido vacío y la sempiterna “crisis de los cincuenta” se ceba con ellos y acaba con su matrimonio. A partir de ese momento, “vuelven al mercado” y sus vidas se descabalgan en una amalgama informe de probaturas con diferentes nuevas parejas.
Todo ello narrado en tono de comedia romántica facilona que, paradójicamente, eleva el listón cuando sus protagonistas se ponen serios y desparraman algunos diálogos cortantes como un cuchillo y llenos del nihilismo que dan los años y el aprendizaje que regala el perder.
Todo es elegante e inteligente, aunque desde luego no brillante e inmortal. Un entretenimiento adulto para pasar el rato. Y es que no todo el mundo puede ser Woody Allen para hacer pensar al espectador mientras sonríe.