«Purasangre», antológico debut de Cory Finley, cinta paradigmática del mejor cine negro con planteamiento de Haneke y estética de Kubrick, y el descubrimiento de una actriz estratosférica, Anya Taylor-Joy

Purasangre
Extraordinario debut tras la cámara del primerizo Cory Finley, que nos firma una prodigiosa obra maestra a medio camino entre el cine negro, los planos secuencia de Haneke, la frialdad de Stanley Kubrick y un cierto toque Hitchcock. O sea, un peliculón con todas las de la ley.
 
Y lo mejor de todo, es que todo el engranaje fílmico se sustenta en unos elegantes y magnéticos (gélidos cual Kubrick cuando la cámara sigue el deambular de los personajes) planos secuencia que juegan constantemente a acercarse o alejarse de sus dos protagonistas, las portentosas y extraordinarias jóvenes actrices Olivia Cooke y, muy especialmente, la frialdad hecha mujer, la belleza criminal, la guapa pija más perturbadora y oscura del cine de nuestro tiempo, el ser con el alma más vacía y los ojos más aterradores, Anya Taylor-Joy, pura maldad expresada con una sola mirada fija en algún primer plano aterrador para expresarlo todo. Brutal lo de Anya Taylor-Joy, antológico, único, mágico.
 
Y todo para contar la historia de dos adolescentes muy especiales unidas por una amistad bastante peculiar tirando a imposible: Olivia Cooke interpreta a una chica con trastornos de personalidad que le impiden tener ningún tipo de emoción y muchos problemas en la vida (como ella misma dice, no es fácil ser buena persona sin sentir nada);y Anya Taylor-Joy, a una niña pija, superficial, consumista y vacía, que quiere deshacerse de su padrastro por las buenas o por las malas, o incluso por las muy malas, simplemente porque no le cae bien. La combinación de ambas es letal para la honradez y los principios morales, pero maravillosa para el cinéfilo.
 
Con algunos planos secuencia que pudiera haber firmado el mismísimo Michael Haneke por su violencia fuera de campo (el del sillón mientras duerme Olivia Cooke es pura historia del cine), con una concepción siberiana de la estética y los tiempos como si del gran Stanley Kubrick se tratase, esta historia criminal evoluciona con vida propia en un crescendo imparable hasta su lógico, realista y aterrador final sin moralina.
 
Después de disfrutar de “Purasangre”, sólo cabe esperar con impaciencia la próxima película de Cory Finley.

«La fábrica de nada», reflexión de Pedro Pinho sobre el capitalismo como único sistema y sobre una sociedad anestesiada para consumir más que pensar, lastrada por su excesiva duración y cierta tendencia discursiva

La fábrica de nada
El cine portugués, el más militante, el más librepensador, el que más hechos probados se cuestiona, y tan desconocido para nosotros, como casi todo lo que tiene que ver con el país más cercano al nuestro.
 
El director portugués Pedro Pinho pone tantísima buena voluntad en “La fábrica de nada” que resulta injusto criticarla, pero su duración desmesurada (3 horas) y una cierta tendencia discursiva, además de algún número musical mucho más que prescindible, restan valor a una obra interesante, necesaria en esta época, una película (contra corriente) profundamente política, pura política, y con un discurso de izquierdas de esos que ya no están “de moda” en estos tiempos, muy propio del país vecino.
 
Con tono de documental, Pedro Pinho nos propone conocer los avatares de un grupo de obreros portugueses que ven cómo la empresa que dirige su fábrica de ascensores va llevándose la maquinaria poco a poco dispuesta a estrangular la sede hasta su cierre final y el desempleo para todos sus trabajadores..
 
Ante ello, tan sólo la huelga, una huelga lastrada por la situación de pre-cierre de la empresa, que les lleva a plantearse la ocupación de la nave y la autogestión. Pero la película, aunque de ficción, insiste en su idea y quiere ser documental: por lo que en distintas escenas se muestran pensamientos y reflexiones de los trabajadores, y de teóricos económicos y políticos, se desarrollan tesis colectivizadoras y se abre un debate sobre el triunfo salvaje del capitalismo, sobre las injusticias falsas en las que se asienta, sobre la necesidad de inventar otras vías tras la caída definitiva del estado del bienestar socialdemócrata al no tener enemigo “soviético” enfrente…
 
Un film con altibajos pero que hace reflexionar, y mucho, sobre la sociedad repugnantemente consumista y adocenada en la que nos han convertido, para que pensemos poco y consumamos mucho, como victoria definitiva del más injusto de los sistemas, el capitalista, pero el único en vigor en nuestra sociedad.
 
Y todo ello con un sello fílmico adecuado al contenido, propio de Ken Loach o de los hermanos Dardenne. Puro cine social europeo.

«El viaje de sus vidas», incursión yankee de Paolo Virzi que no alcanza con su road movie de la tercera edad el nivel sublime de «A propósito de Schmidt», «Una historia verdadera» o «Amor»

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“El viaje de sus vidas” (horripilante traducción del título original que le hace perder todo el sentido, una vez más), incursión norteamericana del director italiano Paolo Virzi, es una buena película pero, desgraciadamente, lo que viene a contarnos, lo han contado infinitamente mejor antes “Una historia verdadera” de David Lynch, “A propósito de Schmidt” de Alexander Payne o “Amor” de Michael Haneke.
 
Y la cosa no podía prometer más: una road movie por carreteras norteamericanas (mi género cinematográfico preferido) de un matrimonio de ancianos (él, con Alzheimer y ella con cáncer) que se fugan de su propia casa y de sus hijos para, a lomos de la autocaravana con la que viajaron en vacaciones durante toda la vida, cruzar el país en un último viaje rememorando los viejos tiempos.
 
Si además os digo que el marido es interpretado por Donald Sutherland y la mujer por Hellen Mirren, me diréis que es imposible que salga mal. Y así es, mal no sale y el producto funciona, a ratos incluso muy bien, a pesar de su evidente grado de previsibilidad y ciertas tiranteces para meter con calzador algunas escenas cómicas.
 
Pero no tiene la profundidad ni la hondura psicológica de esa otra road movie cabalgando su cortacésped del anciano de “Una historia verdadera” de David Lynch porque es mucho más superficial. No tiene el sarcasmo ni el legendario cinismo de una de mis películas favoritas de nuestro tiempo, ese viejo desastroso redactor de cartas a su apadrinado niño africano que Alexander Payne clava como nadie en “A propósito de Schmidt”. Y no te apuñala el alma con el testimonio de la decrepitud malsana e insoportable a la que todos estamos condenados como lo hace el maestro Michael Haneke en “Amor”.
 
Es más, ni siquiera la autocaravana y los paisajes perfectamente fotografiados llegan a la sublimación íntima de “Pequeña Miss Sunshine” de Jonathan Dayton y Valerie Faris.
 
Queriendo ser un compendio de todo ello, Paolo Virzi filma, curiosamente, un film muy norteamericano y, como ocurre a veces con los directores europeos tocando suelo yankee, acaba resultando más timorato que brillante.

«La última bandera», obra muy menor en la filmografía de Richard Linklater y una estafa: promete una lectura crítica del sistema y embarranca en el patriotismo de bandera

La última bandera

 

Es totalmente indiscutible que Richard Linklater es uno de los grandes cineastas de nuestro tiempo, cronista esencial del mismo con una caligrafía fílmica reconocible y magistral, creando siempre películas con una dimensión temporal muy marcada que acaban convirtiéndose en el mejor testimonio de su época. En el caso de «La última bandera», el año 2003.

Es obvio que si reúnes para protagonizar una película a Steve Carell (el más flojito de los tres con diferencia), Brian Cranston (el eterno Walter White) y Laurence Fishburne (un monstruo de la interpretación), la cosa promete. Y, sin embargo, el invento nunca acaba de funcionar, su trasiego constante de la comedia al drama no está bien resuelto, sus viajes del antibelicismo al patriotismo están demasiado forzados y el metraje excesivamente alargado.

Todo ello supone como resultado final una obra menor, muy menor, dentro de la filmografía de este templo del cine actual llamado Richard Linklater, un revolucionario del Séptimo Arte que idolatro por obras maestras como “Boyhood”, la trilogía de “Antes del…” o “Bernie”. A veces, su genio no está a la altura de semejantes peliculones, y “La última bandera” es un ejemplo de libro de ello, película frustrante y frustrada.

Y eso que el guión comenzaba de forma prometedora: un triste y tímido veterano busca varias décadas después a sus dos compañeros de Vietnam para que le acompañen en el más doloroso viaje que pueda imaginarse para un padre: recoger el cadáver de su hijo, caído en combate en Irak, para darle sepultura.

Linklater comienza a desplegar un catálogo de miserias del sistema americano, de mentiras gubernamentales, de apropiación estatal hasta de los cadáveres de los soldados, de hipocresía política… La cosa pintaba bien, tirando a muy bien a pesar de algunas gracietas intrducidas a martillazos, pero el tono cómico y la falta de credibilidad de los personajes hace zozobrar una nave que prometía un crucero histórico.

Porque ese es el gran fallo del invento: un guión que no acaba siendo tan rupturista como anunciaba, sino todo lo contrario, acaba invirtiendo la tendencia inicial para acabar siendo una loa al patriotismo de bandera y uniforme, tantas veces visto y manoseado en el cine norteamericano..

Y su peor elemento es contar con unos personajes nada creíbles, y especialmente el “graciosillo”, el que le toca interpretar a un profesional de la altura de Brian Cranston, que es pura comedieta del todo a cien y que termina hundiendo la nave. Una pena, porque el tema tratado y Linklater hubieran merecido mucho más.

«La enfermedad del domingo», la obra maestra de Ramón Salazar, uno de los grandes dramas de nuestro cine, esteticista y gélido, con unas interpretaciones portentosas de Bárbara Lennie y Susi Sánchez

La enfermedad del domingo
Ramón Salazar, uno de los directores más interesantes de nuestra cinematografía, autor de la inolvidable «Piedras», nos ofrece su gran obra maestra en “La enfermedad del domingo”, un drama absolutamente desgarrador, sin concesiones ni piedad con el espectador, frío, aterrador, que te deja sin aliento, duro y cruel como pocos, necesario, único, absorbente, definitivo. Es el drama entre una madre y una hija que tienen demasiadas cuentas pendientes.
 
Chiara fue abandonada a los siete años por su madre. Ahora, por alguna razón misteriosa que el espectador no conoce hasta casi el final del metraje, aparece en la vida de su progenitora para reencontrarse con ella. La madre, que abandonó una vida rural de miserias por el lujo de una gran ciudad y otra clase social mucho más alta, es obligada por la hija a convivir con ella durante 10 días. No le cuenta para qué ni por qué. Simplemente lo exige. La madre cede a la pretensión y ambas se aíslan del mundo durante ese ínfimo (o eterno, según se mire) período de tiempo.
 
Cada plano exquisito y cuidado con mimo y hasta el último detalle de Ramón Salazar significa algo y está insertado en el metraje por una razón concreta. Cada mirada de sus personajes silentes tiene un sentido exacto. Cada escena en absoluto silencio significa algo. Cada nota musical aparece cuándo y como debe aparecer. Todo está cuidado al detalle, es cine exquisito, puro caviar cinéfilo para estómagos preparados y para degustar a un ritmo mucho más que lento.
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Un drama desgarrador y desgarrado, con un final sublime que destroza el corazón, de excesos, que sólo resulta creíble por la interpretación antológica de sus dos actrices protagonistas: Bárbara Lennie y Susi Sánchez, como hija y madre respectivamente.
 
La película recae total y absolutamente en ellas, y son ellas las que la hacen posible esta obra maestra. Firmes candidatas al Goya a la Mejor Interpretación Femenina (yo se lo concedería a ambas “ex aequo”), la dureza de las situaciones, la frialdad de sus miradas, los gestos estudiados, lo gélido de sus expresiones para una película de textura absolutamente fría de principio a fin… Lo de estas dos actrices en esta cinta, sinceramente, no es de este mundo.
 
Y tres escenas de esas que se quedan contigo y jamás te abandonarán: la de la exhumación de un cádaver (brutal en su realismo documental sin paliativos como nunca antes se había visto en el cine), la de la montaña rusa real por la nieve de una montaña francesa madre e hija y, por supuesto, su escena final, un clásico ya imprescindible de la historia de nuestro cine que no se debe desvelar para quien aún haya cometido el error de no haber visto esta película.

«Fortunata» pudo ser el gran drama social de Sergio Castellitto, pero se desinfla (a pesar de Jasmine Trinca) por la inevitable tendencia al histrionismo propia del cine italiano

Fortunata
La última película de Sergio Castellitto, “Fortunata”, acaba resultando un quiero y no puedo, por esa puñetera tendencia de los directores italianos al histrionismo, al “bufonismo” en algunos personajes secundarios, a las situaciones extremas que acaban resultando cargantes y, desde luego, nada creíbles.
 
Una pena. Porque el personaje de Fortunata (así como la interpretación dejándose la piel y el alma en otorgarle verosimilitud de Jasmine Trinca) merecían mucho más. Pudo ser un drama social de los que hacen época: la historia de una madre de una hija de 7 años que no tiene donde caerse muerta, que trata de conseguir dinero para poder montar una peluquería con la ayuda de un vecino con problemas mentales que tiene que cuidar además de su madre con demencia senil, que tiene que soportar a un ex marido acosador y maltratador, y que sólo encuentra una única válvula de escape en el psicólogo de su hija.
 
Así esbozado, el guión promete y mucho, muchísimo, sobre todo viniendo del director de la extraordinaria «No te muevas» (una de las grandes interpretaciones de Penélope Cruz), un guión duro para tiempos duros, un guión feminista para tiempos feministas, un guión social contra la Italia ultraderechista de Salvini (el drama de la inmigración en Italia también se toca con valentía en el film), pero…
 
Esa cierta tendencia a la comedia de brocha gorda, a las situaciones hilarantes donde no encajan, a los personajes secundarios con aliento de bufón… esa maldita tendencia de la filmografía italiana resta valor a una cinta que, no obstante, al menos se ve con interés, ayudada por una oportuna y pegadiza banda sonora, lo cual no es algo menor en los tiempos que corren.

«El Cairo Confidencial» de Tarik Saleh no aporta nada nuevo al noir, del que usa con oficio todos sus tópicos, pero refleja tangencialmente el arranque de la Primavera Árabe en El Cairo

El Cairo confidencial
“El Cairo Confidencial”, la aclamada película de Tarik Saleh, es un ejemplo clásico de cine noir. Es obvio, por ello, que no es un dechado de originalidad ni que pretenda romper los cánones del thriller policíaco, pero sí aporta alguna novedad a través del marco en el que se desarrolla toda la historia: El Cairo de los días que precedieron al estallido de la Primavera Árabe en 2011 para derrocar a Mubarak y el ambiente que se pulsaba en las calles en tan frenéticas y convulsas jornadas.
 
Se trata, en eso no ha cambiado el rumbo de la historia del cine, de una turbia y alambicada investigación policial alrededor de una joven cantante muerta, donde concurren imputados importantes de la sociedad egipcia, compra de policías y fiscales, la única testigo del crimen desaparecida y el fiel reflejo de un estado de corrupción generalizado en todos y cada uno de los estamentos de la sociedad egipcia… Todo como en los grandes clásicos americanos, con mucho humo de tabaco por todas partes, con aroma clásico.
 
De solvente factura estética y bien interpretada, el film interesa más cuanto más escarba en los entresijos del estallido social de 2011 y aburre cuando se deja acunar por todos los tópicos del cine negro.
 
Su último plano secuencia, sin duda lo mejor de la cinta, te reconcilia con un metraje que produce algún que otro bostezo durante su desarrollo.

«Alabama Monroe» de Felix Van Groeningen, una de las películas más valientes de nuestra época, definiendo el drama de unos padres que pierden a su hija y entrando a saco en todos los temas controvertidos de nuestra sociedad

Alabama Monroe
El director belga Felix Van Groeningen es uno de los tipos más valientes que haya conocido nunca alrededor del cine. Y firmar “Alabama Monroe” es la prueba insuperable de ello. Un film belga cargado de cowboys europeos, granjas, música country, tatuajes, enfermedades terminales infantiles, padres que pierden hijos, eutanasia, suicidio… Todo muy bien combinado y, lejos de terminar siendo un telefilm de sobremesa, funcionando como un peliculón con todas las letras, que es lo que es, nada más y nada menos.
 
Lo único inexplicable para mí es que un film belga tan excelso que se titula originariamente “The broken circle breakdown” sea traducido en este país, en el que cada día somos más imbéciles reinventando títulos de películas y en todo lo demás, como “Alabama Monroe”.
 
Es una historia dura, durísima, compleja, contada fragmentada y desordenadamente en cuanto a su devenir temporal de forma magistral, para ir dosificando la explicación, la información y las causas que dan lugar a la apasionante y desasosegante narración de un dramón en toda regla cargado de verdad, verosimilitud, sensibilidad sin sensiblería y mucha reflexión política y filosófica entre música country.
 
Se trata de la historia de un granjero belga que es cantante de country en sus ratos libres y que conoce y se enamora de una tatuadora. Una cosa lleva a la otra y acaban teniendo una hija, pero… la felicidad siempre es efímera y la hija enferma de leucemia. La película, como el propio lenguaje, no tiene palabra para calificar el drama de unos padres que pierden a su hija a los 7 años de edad, y la vida ya no puede definirse a partir de ese momento.
 
A partir de ahí, jamás volverán a ser las mismas personas (incluso cambian sus nombres) ni su relación tendrá salvación alguna. Están destruidos por dentro por una herida incurable que no permite vuelta atrás ni ofrece camino hacia adelante.
 
De paso, se habla de las mentiras de la religión, del fanatismo ultraconservador que impide la investigación con células madre, del fundamentalismo religioso (hay una escena que se convierte por sí misma en piedra angular del ateísmo ante el discurso inapelable de un padre destruido psicológicamente), que apela a la eutanasia y que te hace comprender los entresijos que llevan a alguien al suicidio.
 
Y todo ello de forma seria y rigurosa, lejana a cualquier desliz de telefilm, con una fotografía propia del mejor western que se pudiera imaginar y una maravillosa BSO basada en el country grass, el más puro y auténtico estilo musical norteamericano.
 
Se presentó ante nosotros hace un lustro arrasando en todo festival por el que pasó. Sigue siendo lo que es, una obra imprescindible de nuestro tiempo.

Sólo por el primer plano de Carey Mulligan cantando «New York, New York» ya valdría la pena «Shame», pero la obra maestra de Steve McQueen ofrece un magistral descenso a los infiernos de la adicción al sexo

Shame
Seguramente no se habrá tratado el tema de la adicción compulsiva al consumo de sexo, una de las patologías más reconocibles de nuestro tiempo, de una forma más aséptica y menos sensual que lo hace Steve McQueen en “Shame”.
 
En uno de los dramas de más kilates de nuestra década, McQueen deja en la interpretación prodigiosa de Michael Fassbender todo el peso de este descenso a los infiernos en la vida de un neoyorquino de éxito que podría tenerlo todo pero que está inmerso en una espiral adictiva alrededor del sexo que lo hace imposible. Le vale todo: el esporádico que puede encontrar en el Metro, el sexo por dinero que compra constantemente, el que consume a través de internet en webcams, en sus masturbaciones constantes y compulsivas… Su vida gira alrededor del sexo y lo lleva bien hasta que…
 
… se produce un giro inesperado y aparece su hermana rogándole que le permita vivir en su apartamento. Tanto el personaje como la interpretación de Carey Mulligan como la hermana del protagonista supone un vuelco total del argumento y de nuestro corazón, porque llega alocada, cargada de problemas psicológicos y con ganas de enamorar a quien se ponga por delante.
 
Algo muy oscuro guarda en su interior esa familia y todo está a punto de saltar por las costuras bajo una cámara prodigiosa de Steve McQueen que pretende y logra crear arte en cada plano, en cada secuencia, en cada extenso plano secuencia que nos regala a lo largo de un metraje sabiamente recorrido también por su música, una partitura de Harry Escott que funciona como un personaje más.
 
Pero la estrella de la función es la mirada de Michael Fassbender en una interpretación antológica: no necesita expresar palabra alguna (su personaje es parco en expresividad oral) para transmitir con su mirada la situación anímica en la que se encuentra en cada momento, llegando al clímax en la evolución en la escena a tres bandas que marca el definitivo punto y aparte del film.
 
Pero al modesto análisis de esta gran obra de nuestro tiempo le faltaba aún un dato fundamental: la escena en la que durante un mágicamente eterno primer plano sostenido de Carey Mulligan canta a la cámara el “New York, New York” que inmortalizara Frank Sinatra. Es de esos momentos que erizan la piel por su simplicidad y su forma directa de atacarnos el corazón, de esos que hacen vibrar y forman parte de nuestro equipaje cinéfilo para siempre por derecho propio. Sólo por esa escena ya valdría la pena la aventura de verla, pero “Shame” ofrece muchísimo más.

«Juegos secretos (Little children)», melodrama con ambiciosa crítica social tan infravalorado como su director, Todd Field, un autor que nos hiela la sangre cada vez que nos enfrenta a nuestro reflejo en el espejo

Juegos secretos
Todd Field heló la sangre del planeta entero con “En la habitación”, una película tan incómoda como imprescindible, tan provocadora como certera y honesta. Tenía difícil que su reaparición, 5 años después, no supiera a poco. Pero Todd Field es uno de los mejores narradores de nuestro tiempo a pesar de su corta filmografía, y volvió a triunfar con “Juegos secretos (Little children)”.
 
Volver a meter el dedo en el ojo de la sociedad media norteamericana, esa que vende en apariencia una vida feliz, pero que tantas idílicas viviendas unifamiliares, hijos perfectos e hiperprotegidos, coches potentes y sonrisas perennes sólo esconden miseria y desolación, hipocresía y mala conciencia.
 
La retrató como nadie Sam Mendes en “American Beauty”, Ang Lee en “La tormenta de hielo” o Todd Solondz en “Happyness”. Todd Field eleva su propuesta a ese nivel, porque su película roza la perfección en la ácida radiografía de las miserias de la clase acomodada como cualquiera de las anteriormente citadas.
 
Para ello, utiliza como fondo una novela de Tom Perrotta (autor también de la novela en la que se basa “The Leftovers”) que descuartiza por igual a las madres aparentemente perfectas que exigen la perfección en las demás en el parque infantil, los deseos insatisfechos de los matrimonios aparentemente perfectos, la infidelidad como forma de escape de una vida asfixiante, el machismo inculcado en lo más interno de esas amas de casa, las enfermedades mentales obviadas socialmente…
 
Pero a tan acerada crítica social, “Juegos secretos” une un tema en el que se eleva por encima de las otras: el comportamiento de una sociedad bien pensante y “como Dios manda” ante el hecho de que un vecino suyo, ya debidamente cumplida su condena en prisión por exhibicionismo ante menores, pueda volver a su casa con su madre, debidamente rehabilitado y reinsertado. Él regresa en paz con la sociedad, pero el barrio no va a olvidarlo jamás ni le va a permitir que pueda rehacer su vida. Da igual lo que tengas que esconder tú, exiges en el otro un pasado pulcro. Y ahí la película supone la levitación para el cinéfilo.
 
Todo ello sostenido por esa diosa de la interpretación llamada Kate Winslet que vuelve a bordar el papel de mujer de mediana edad y clase que elevara a la eternidad en “Revolutionary Road”, otra vez haciendo referencia a un film de Sam Mendes.
 
Y la música de Thomas Newman (se veía venir de forma perfecta para una película de este tipo) que acaba de cerrar el círculo de una película infravalorada de un director infravalorado, porque ambos merecen mucho más reconocimiento del que han obtenido.