«La isla de las mentiras» es una interesante aportación al thriller de la debutante Paula Cons, utilizando el mecanismo del noir para contarnos la desconocida historia del «Titanic gallego»

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No acaba de despegar como una gran película que trascienda, pero “La isla de las mentiras” es un gozoso thriller de época de Paula Cons que compensa con algunas virtudes innatas sus carencias, ofreciendo un resultado final satisfactorio para una ópera prima de una realizadora mucho más que prometedora.
 
El planteamiento de partida es apasionante: aunque casi todos lo desconocemos e incluso en la propia Galicia no es una historia especialmente difundida, hubo un “Titanic gallego» que naufragó el 2 de Enero de 1921 en las costas de la peculiarmente bellísima isla gallega de Sálvora. Más de doscientas personas perdieron la vida en aquella catástrofe y unas cuarenta fueron salvadas por algunas mujeres de la isla que se echaron a la mar para rescatar supervivientes.
 
Paula Cons elige, en lugar del camino esperado del drama histórico, el del thriller como vehículo para contar la historia. Porque a tanta muerte escupida por el mar se suma la desaparición del capataz del señor cacique propietario de la isla, a la que sus siervos (prácticamente esclavos) que habitan en ella tienen que rendir pleitesía personal y económicamente. Esa pincelada social es de lo más acertado del planteamiento de Paula Cons y la que deja sus mejores escenas.
 
A tan cerrada isla y aún más cerrados habitantes llega un periodista con ganas de conocer la verdad (siempre solvente Darío Grandinetti), que se topará con el habitual muro de silencio de los moradores de tan recóndita isla gallega, especialmente en el personaje de María, interpretado por una magníficamente críptica Nerea Barros, sin duda lo mejor de la película.
 
Estilísticamente, Paula Cons logra sobresalir con una bellísima a la par que perturbadora fotografía que, vaya a usted a saber por qué, mi extraña mente ha asociado en todo momento de su visualización con la de “Beast” de Michael Pearce, quizás porque entre islas misteriosas anda el juego.
 
No trasciende, pero es un excelente entretenimiento de sobremesa con calidad.

«La heredera» es la obra maestra del gran William Wyler, un terrible cuento sobre la muerte de la inocencia a manos del egoísmo que domina el mundo, una bellísimamente rodada afirmación nihilista

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Hay cine eterno por el que el tiempo no pasa. Incluso enclavado en el corazón del propio star system de los estudios de Hollywood había espacio para las obras maestras. Incluso un artesano propio de la época como William Wyler creaba obras maestras de semejante dimensión. Porque el triángulo formado por Wyler, Olivia de Havilland y Montgomery Clift en “La heredera” es de esos que nacieron ya formando parte de la historia del cine por definición.
 
Historia desgarrada y desgarradora, muy pocas veces se ha retratado la soledad de quien no se siente querido por nada ni por nadie como en esta obra maestra en la que una solterona será escupida en su orgullo de manera simultánea tanto por un cazador de dotes sin escrúpulos como por su padre, que no sabe protegerla (o más bien a él mismo) sin atentar contra su dignidad. Cuando ella recorra el periplo que la lleva a constatar que uno está solo en la vida y que no puede esperarse nada jamás de nada ni de nadie, llegará la escena final, ¡y qué escena final!, una de las más portentosas de la historia del cine.
 
Porque esa es la conclusión certera, lúcida y cruda a la que llega “La heredera”: estamos solos, no podemos esperar ser valorados o apreciados por nadie, porque nadie jamás mira más allá de sus propios intereses y deseos. Y “La heredera” lo explica como quizás nunca se haya explicado en el cine, basada en una obra de Henry James. Es obvio que nada podía salir mal mezclando todos los elementos citados.
 
La otra reflexión final es que, o aceptas que la vida es así y abrazas el nihilismo generalizado, o estás muerta entre la concurrencia de los egoísmos que te rodean. La heredera sabe que no hay más camino, y lo recorre de forma gloriosa. Todo ello contado con la elegancia estética propia de William Wyler, absolutamente electrizante sabiendo que está rodando una película inmortal (sólo observando el juego de reflejos en los espejos de la película ya es posible levitar). Porque la sociedad es así, puro sepulcro blanqueado, bello y educado por fuera pero totalmente corrupto y repugnante por dentro. Cuanto antes lo aprendas, mejor, y en eso “La heredera” es también una lección magistral.
 
Y que ofrece una frase para la historia del cine: “Sí, tienes toda la razón, puedo llegar a ser muy cruel, he tenido muy buenos maestros”. Por cierto, en la conversación definitiva entre padre e hija veo la semilla de una escena imborrable de “La cinta blanca” de Michael Haneke, y es que los genios son así, se complementan unos a otros.

En la última vuelta de tuerca estética al cine de gangsters, Andrew Dominik despliega su arsenal plástico hipnotizante en «Mátalos suavemente», magistral thriller donde la acción importa menos que los diálogos

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Qué duda cabe que Andrew Dominik es poseedor de uno de los lenguajes cinematográficos más superdotados, personales y reconocibles del cine de nuestro tiempo. Y el que crea que exagero que eche un vistazo a “El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford” (su esteticista aterrizaje en el western) o “Mátalos suavemente”, una cinta de gangsters canónica con una capacidad visual deslumbrante.
 
Dominik, también responsable del guión que adapta la magnífica novela homónima de George V. Higgins, nos sumerge en los entresijos de unos delincuentes de tres al cuarto que son contratados para dar un palo en mitad de una timba llena de gente poco recomendable. Lógicamente, lo que sucede después es que están sentenciados a muerte. Todo ello con un trío de características poco habituales y brillantes en este tipo de cine:
 
1. Una contextualización histórica impresionante. Durante toda la película radios y televisiones nos acompañan de fondo contándonos de primera mano la crisis bancaria de 2008. Constantemente, por debajo de la acción y de los personajes, siempre se está hablando de la crisis (estafa) provocada por la banca norteamericana.
 
2. Los diálogos de sus personajes. Sus mafiosos son más de hablar que de acción. Analizan mucho antes de disparar y vienen de vuelta de todo. Son melancólicos, están tristes y cansados de su forma de vida, están desencantados del mundo (ojo a la última frase de Brad Pitt que cierra brillantemente la cinta con un análisis político brillante resumido en una sola y certera frase).
 
3. Su casting, absolutamente apabullante. Desde el inmortal James Gandolfini encarnando a un personaje quizás no muy lejano de su eterno Tony Soprano, pasando por un Brad Pitt antológico, o las impagables aportaciones de Ray Liotta o Richard Jenkins (notable su creación del abogado), todos sus actores están en estado de gracia y sostienen unos diálogos filosóficos y profundos impropios de unos gángsteres de poca monta resultando creíbles en todo momento.
 
Y, como siempre, la capacidad plástica de Dominik, un virtuoso de la creación de belleza artística a través de imágenes que nos deja en la escena del tiroteo entre coches una de esas que jamás vas a olvidar una vez vista. Cine de muchos kilates para una historia tan violenta como adictiva.

Abandonando el maravilloso tono melancólico y triste de sus últimas comedias, Woody Allen homenajea al género italiano más prolífico en «A Roma con amor», menos profunda pero más hilarante

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En mi autociclo semanal de Woody Allen, hoy me he acercado a una obra menor del genio (que ya de por sí es mayor que la mayor parte del cine que se rueda) pero divertidísima. Quizás la única comedia de su última época que no es más amarga que divertida, y que más directamente entronca con su peculiar humor clásico de gags. Hablamos de “A Roma con amor”, la más discreta de las cintas surgidas de su periplo europeo, pero tiernamente hilarante. Un bello homenaje alleniano a las comedias de episodios del cine italiano de la década de los sesenta.
 
Una película coral siempre es desigual, interesando más unas historias que otras, unos personajes que otros. Para sí mismo, el genio neoyorquino se reserva la mejor y la más divertida con diferencia. Ese misántropo norteamericano que descubre la capacidad innata para cantar ópera de su consuegro italiano en la ducha y rápidamente ve el negocio que se esconde tras semejante descubrimiento guarda algunos de los gags más divertidos de los últimos tiempos allenianos.
 
Siempre profundizando en las idas y venidas de las relaciones sentimentales, el triángulo que forman las maravillosas Greta Gerwig (por muy mágica que sea como actriz, yo ya siempre la quiero en la dirección tras enamorarme de su “Lady Bird” para siempre y admirarla por la mejor versión de “Mujercitas” que haya visto), Ellen Page (siempre espléndida) y Jesse Eisenberg (que suele funcionar como alter ego de Allen) es de esos que llevan el sello indeleble de Woody Allen. Ojo al papel de Alec Baldwin como consejero sentimental imaginario de Eisenberg, autohomenaje expreso a “Sueños de un seductor”.
 
Lo de Penélope Cruz como prostituta no tiene precio. Lo más lucido de la función. Entra en escena a revolucionar la película como ya hiciera en “Vicky Cristina Barcelona”. Sin duda, Allen sabe sacar su mejor vena cómica y la hace trascender en su faceta humorística. Esta historia de joven pareja pueblerina perdida (en todos los sentidos) en la gran ciudad, es el más expreso homenaje de Allen a la comedia italiana.
 
Más floja me parece la historia de Roberto Benigni (puede ser que quizás me deje llevar por mi incompatibilidad expresa con ese señor), una historia un poco tontorrona pero aunque esconde un mensaje de fondo de enorme calado.
 
Y luego está la dirección de fotografía, llena de colores saturados que enamoran, de nuevo en manos de Darius Khondji, directo herededero de Storaro.

Matías Bize, siguiendo la senda de «Alabama Monroe», borda una obra maestra de la contención dramática en «La memoria del agua», sobre la destrucción de una pareja por la muerte de su hijo

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El lenguaje, que cree tener palabras para expresarlo todo con la arrogancia que caracteriza a todo sistema aparentemente cerrado, carece de un término concreto para definir a los padres a los que se les muere un hijo. Al contrario existe en todas las lenguas, como el concepto huérfano en castellano, pero en este sentido no. Esa conceptualización de una palabra que no existe la lleva a cabo de forma magistral el chileno Matías Bize en esa pequeña y modesta obra maestra titulada “La memoria del agua”, más genial cuanto más modesta se nos ofrece ante nuestros atónitos ojos, y más grande conforme más le pasa el tiempo. Esta película, junto con la belga “Alabama Monroe” de Felix Van Groeningen, son capitales para entender qué ocurre una pareja cuando pierde a un hijo.
A Matías Bize hay que seguirlo de cerca para siempre, pero ha logrado sublimar su cine en esta joya para la historia del Séptimo Arte. Todo es sutil, susurrado, jamás cae en el precipicio del dramón fácil, jamás se muestra sensiblero ni explicativo, no hay lágrimas facilonas a golpe de música como si de un telefilm de sobremesa se tratase. Todo lo contrario. Poco a poco, el inteligente espectador de Bize, impelido por un guión que va dosificando la información con cuentagotas para que la historia vaya calando aún más y no como mero artificio, va armando el puzzle de lo que ha pasado, cómo y por qué, y de las consecuencias arrasadoras de todo ello para los protagonistas y para su relación.
 
Como dice una Elena Anaya estratosférica, no pueden ser felices después de lo ocurrido porque, de lo contrario, sería como si su hijo nunca hubiera existido. Un desgarro interior que destroza la relación, a ellos y a todo lo que les rodea.
Y, de camino, la sabiduría de Bize nos empuja a observar en primer plano el abismo de la destrucción de una pareja por el dolor y de la imposibilidad de rehabilitarse después de que la catástrofe se cebe en con ellos. No hay respiro ni posibilidad de esperanza en la pareja protagonista, arrasada por la muerte de su hijo de 4 años. Y no hay nada ni nadie que logre salvar eso, ni tan siquiera ellos mismos. La pareja se va consumiendo ante nuestros ojos, como ocurre en la también colosal “El incendio”, del argentino Juan Schnitman
La genialidad de Matías Bize, eso sí, no se sostendría con credibilidad si no fuese por la lección magistral interpretativa, siempre dejando traslucir y nunca sobrepasando la línea de lo melodramático, de una genial Elena Anaya en estado de gracia y de madurez actoral y de un soberbio Benjamín Vicuña dándole la réplica. Ellos son fundamentales, puesto que la película está rodada en primeros planos casi en sesión continua, centrándose en los rostros de sus actores, para que no se nos escape nada. Ellos sostienen el peso de esta colosal función.
Y, al final, todo encaja en este puzzle de sentimientos arrasados que tiene un hueco necesario en el corazón de todo cinéfilo que se acerque al mismo. Magistral.

Perfecto exponente de la comedia como vehículo para contar cosas serias y profundas,»Grandma» de Paul Weitz es una road movie de abuela y nieta honesta, certera y valiente

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«Grandma» de Paul Weitz no es un gran film que va a poner patas arriba la historia el cine, no va a ser el punto de inflexión para la cinefilia, ni estará jamás en los anales, ni cambiará tu vida para siempre. Pero eso no le resta ni un ápice de interés y de mérito a una pequeña gran historia contada en una modesta y honrada peli indie mucho más que recomendable tirando a imprescindible. Porque todo en ella funciona y porque, como en las grandes cintas, la comedia sirve como vehículo tremendamente divertido para contar cosas muy serias y muy profundas y dolorosas.
 
Si a todo ello le sumas que escoge el camino de la road movie (mi género favorito) para ello, es obvio que mi interés está muy despierto al respecto. Sobre todo porque se le notan (para bien) en todas y cada una de sus costuras la sombra de una película que idolatro, “Flores rotas” de Jim Jarmusch, con la que tiene un planteamiento y gozosas coincidencias expresas en esa anciana fuertemente misántropa teniendo que ir buceando por los diferentes episodios de su pasado para lograr el dinero que necesita su nieta adolescente para poder abortar. Aquel Bill Murray antológico en la obra maestra de Jim Jarmusch y esta Lily Tomlin de Paul Weitz tienen muchísimo en común. Y eso es una gran noticia.
El argumento, como todo en el film, rezuma honradez, acidez, compromiso y sencillez: una nieta recurre a su abuela para conseguir los 650 dólares que cuesta un aborto que se va a practicar esa misma tarde. La abuela, una poetisa lesbiana de una personalidad excesiva para ser controlada bajo parámetros normales, recurrirá a propios y extraños para encontrar un dinero que no tiene. Entre medias, la historia familiar se descubre y el carácter agrio, nihilista y misántropo de la abuela da para un puñado de situaciones divertidísimas, porque de ninguno de los episodios de su periplo suele acabar bien parada.
Todo ello acunado por la típica estética del cine indie norteamericano, agradable y dócil, que tan buen cine nos regaló en su momento hasta que la todopoderosa Hollywood se dio cuenta del filón económico que suponía y se tragó sin pestañear a ese glorioso cine alternativo a través de “marcas blancas indies” dentro de su estructura corporativa. El triste del arte.
 
Una cinta también con carga social expresa, porque no se corta a la hora de señalar la desigualdad de las lesbianas en la sociedad norteamericana y, sobre todo, el tabú del aborto aún en una sociedad presuntamente moderna. En ese aspecto, no pude dejar de recordar otra película que idolatro, “La inocencia” de Lucia Alemany.
“Grandma” es muy aconsejable. Película modesta, barata, inteligente, jamás será considerada una obra maestra, pero sí una cinta interesante y que rezuma humanidad por todos los poros de su celuloide. Y luego está la interpretación de Lily Tomlin, inconmensurable, porque esa abuela airada contra el mundo y contra ella misma quiere hacerse un hueco en tu corazón apenas te descuides. Ella es la gran protagonista de la función, la que la eleva por encima de la media. Muy recomendable.

«Magia a la luz de la luna», injustamente infravalorada, es la comedia romántica utilizada por Woody Allen como vehículo excelso para la exposición de su nihilismo, misantropía y pesimismo lúcidos

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Prosiguiendo con mi autociclo a Woody Allen, hoy he recalado en una película injustamente infravalorada de su última etapa, puesto que supo utilizar una vez más hábilmente la comedia para dejarnos algunas de las reflexiones más oscuras, nihilistas y misántropas de toda su filmografía. Si hay algo que sabe manejar Allen es la capacidad de utilizar la comedia para trasladar conclusiones amargas. Y “Magia a la luz de la luna” es un caso perfecto de ello.
 
Además, aúna en esta cinta (mucho más importante en su trayectoria de lo que pudiere parecer a simple vista por lo que compendia) dos de las grandes especialidades de la casa: su pasión por la magia y su amor por la década de los felices años 20. Para cuadrar definitivamente el círculo, decide jugar con ventaja y las cartas marcadas (como tahúr de juventud que fue) y tira de Emma Stone para que todo sea idílico. Porque lo de esa chica está por encima del bien y del mal: no sólo es la belleza personificada (sí, lo reconozco, hace mucho tiempo que estoy profundamente enamorado de ella, de la mejor sonrisa del cine y de esos ojos azules insondables), es su capacidad interpretativa, excelsa siempre y directamente prodigiosa cuando aparece (con cierta habitualidad) en la filmografía de Woody.
 
El argumento de esta comedia parece la excusa perfecta para desarrollar en cascada toda la temática propia de su cine: un mago (magnífico Colin Firth como alter ego nihilista, pesimista y misántropo de Woody Allen) recibe el encargo de desenmascarar a una médium que trata de sacarle el dinero a una familia tan crédula como rica. Esa estafadora es Emma Stone y, claro, es obvio que todo se va a complicar sobremanera.
 
A través del personaje de Colin Firth, Woody Allen descarga su tristeza melancólica sobre el mundo, su ateísmo, su venir de vuelta de todo, su falta de fe también en el ser humano, su nihilismo absoluto, su misantropía. Sus diálogos están cargados de una negra hondura maravillosamente impropia en una comedia romántica. Ahí radica la genialidad de Woody Allen.
 
Y mucho ojo a la belleza extrema de colores maravillosamente saturados de su dirección de fotografía (como viene siendo habitual en su última etapa), en esta ocasión de Darius Khondji en la línea del mejor Storaro. Y claro, la ambientación musical de la época, sobre la que Allen es uno de los mayores sabios mundiales, es absolutamente perfecta.

«Judy» de Rupert Goold es el mismo biopic prefabricado de siempre, trilero al mostrar sólo algunos aspectos de la tortuosa vida de Judy Garland y probando que el biopic no es terreno abonado para las obras maestras

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Que te salga un biopic bueno se parece tanto a un trébol de cuatro hojas como que te salga una de terror de calidad. Puede ocurrir, pero difícil se lo pones al destino. Por supuesto, “Judy” me ha parecido un auténtico chasco palomitero hagiográfico, una película de molde hecha por ordenador con sus golpes de efecto medidos, su momento de llorar telegrafiado y sus hitos musicales matemáticamente diseminados a lo largo de su metraje. O sea, más de lo mismo de la misma forma y para contar lo mismo de siempre. Y encima con una omnipresencia de Renée Zellweger, lo cual nunca suele ser una buena noticia.
 
Rupert Goold tiene buenas intenciones, trata de contarnos el ocaso de la figura de Judy Garland, sus últimos años erráticos, caóticos y dramáticos, entre el alcohol, las drogas, la depresión, la desesperación y el desengaño. Pero el edificio no se sostiene en ningún momento porque jamás aporta nada novedoso, y sobre todo porque olvida contar los motivos por los que Judy Garland fue durante sus últimos años un auténtico despojo de quien otrora fuera Princesa del Mundo. En ningún momento se nos narra qué y quiénes la llevaron a esa situación, tan sólo resuelta en la película con algunas pinceladas en forma de flashback sobre su infancia (por cierto, el plano secuencia el rodaje de “El mago de Oz” con el que arranca la película es lo mejor que ofrece la misma, piensas que ese va a ser el nivel y no nos van a colar lo de siempre, pero error: nos colaron lo de siempre). Sin duda, las escasas pinceladas sobre su infancia es lo mejor de la película.
 
Cuando se acerca el final de la cinta, quieres creer que no va a cerrarse con el “Over the rainbow”, que no van a ser tan groseros en su previsibilidad, pero sí, es lo que hay, justo ocurre eso y justo por eso me resulta insalvable.
 
Y luego está el temerario casting: entregar una película con todo el brillo presupuestario en manos de Renée Zellweger es un atrevimiento que se suele pagar caro. Es el caso. Siendo de lejos su mejor interpretación, me resulta en todo momento excesiva, falsa, poco creíble, superficial, llena de tics, la mera interpretación de una alcohólica cualquiera, no de la torturada Judy Garland.
 
Película frustrada, no transmite en ningún momento la profundidad del naufragio de uno de los grandes mitos de Hollywood, otro juguete roto tirado a la basura por el capitalismo de los grandes estudios cuando dejó de ser una mina de oro, una niña torturada vilmente desde los dos años con la única finalidad de hacer dinero fácil con su voz… Todo eso está pero no está en la película, siempre preocupada de no ofender a nada ni a nadie.
 
Por cierto, nada se trata en la película sobre su tormentosa relación con Vincente Minnelli, quien realmente la acabó desquiciando y sobre la que la película corre un tupido velo vergonzosamente. Sinceramente, Judy Garland hubiera merecido algo mucho mejor.

«Crisis en seis escenas» de Woody Allen, más una película partida que una serie, recoge lo mejor de la tradición de la comedia ácida alleniana, plena de gags inteligentes y carcajadas con contenido (también social)

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Vamos a ser sinceros. “Crisis en seis escenas” no es una serie de Woody Allen, es una divertidísima comedia ácida del gran maestro del humor dividida en seis gloriosas entregas cargadas de carcajadas inteligentes y una evidente crítica social y política que subyace en cada uno de sus chistes tan sutil como oportuna. Una obra protagonizada, escrita y dirigida por el propio Allen, como en los viejos tiempos, otra vez haciendo de sí mismo, eso que reinventó la historia del cine y que hubiera habido que crear si él no hubiera existido.
 
Se equivocan muchos pensando que es su primera incursión televisiva. Ni mucho menos. Para los anales queda la tronchante «Los USA en zona rusa», hilarante comedia sobre la guerra fría que nos legó el genio neoyorquino en 1994 en forma de telefilm.
 
Woody, en esta miniserie, nos zambulle en los USA de la década de los 60, en un momento convulso socialmente donde las calles hierven contra la guerra del Vietnam y contra el sistema y a favor de que otro mundo sea posible. El momento histórico en el que en la cuna del capitalismo se habla abiertamente de Mao y Marx. En mitad de esa marejada, un matrimonio mayor de perfil conservador (él escritor frustrado, especialidad interpretativa de Woody Allen, y ella mediadora matrimonial, lo cual da para algunas escenas gloriosas con sus clientes) se ve obligado por las circunstancias a tener que esconder a una activista marxista que es buscada por la policía (magníficamente divertida Miley Cyrus).
 
La llegada de semejante torbellino inesperado a sus vidas hará que el personaje de Woody Allen saque toda su cobardía conservadora a relucir, que su mujer se convierta al izquierdismo radical y que arrastre en semejante devenir incluso al club de lectura compuesto por un buen puñado de ancianas burguesas.
 
Todo se va haciendo cada vez más y más hilarante hasta el paroxismo final de su último episodio, donde todos los personajes coinciden y se produce la catarsis definitiva que provoca una catarata de carcajadas ingobernables en una serie que va descaradamente de menos a más.
 
Todo lleno de frases con doble sentido, un humor corrosivo políticamente incorrecto, situaciones divertidas, pulcra ambientación y caligrafía visual como es marca de la casa Allen y mucho humor del bueno, del que requiere del compromiso de las neuronas y no atenta contra ellas.
 
Un buen rato garantizado en una de esas comedias menores de Allen que acaban siendo películas mayores comparadas con el panorama cinematográfico actual.

Da igual que aún sea el mes de Julio: tengo claro que mi película de 2020 es «Una vez más» de Guillermo Rojas, un guión en la cumbre de la sensibilidad romántica, una Silvia Acosta diosa y Sevilla

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Seguramente el mejor regalo que le puede llegar a un cinéfilo es ver una película sin unas enormes expectativas iniciales y que el experimento vaya creciendo delante de sus ojos hasta notar cómo empieza a levitar por saber que la película va a enraizar en su alma para siempre, necesitar tan sólo 10 minutos para saber que Abril será una chica que no va a olvidar nunca, y constatar una vez más que Sevilla es la ciudad más fotogénica que existe. Sin duda, para mí, la película de 2020 (y eso que aún andamos a la altura del mes de Julio, pero es que me conozco). La sombra de la trilogía de Richard Linklater siempre será muy alargada por los siglos de los siglos (por suerte).
 
El guión de Guillermo Rojas es portentoso, un derroche de “sentido y sensibilidad” (guiño al guiño que contiene la propia cinta) antológico, una preciosidad que te empapa el alma por ósmosis, porque es imposible no amarla en silencio, como se aman sus dos protagonistas, por encima de todo y de todos, más allá de sus defectos y sus pasados tristes (la película no sé si tiene pasado, pero desde luego que no tiene defectos). Sus líneas argumentales tienen todos y cada uno de los lugares comunes del cine indie pero sublimados hasta el éxtasis, sabiendo ser tratados con coherencia, verosimilitud, sentimiento, su pizca de crítica social imprescindible y ácida, como debe ser, y su música siempre al dente.
 
Y tras el guión, ella, Silvia Acosta, que aparece en todas las escenas de la película y prácticamente en todos sus planos, que es el centro gravitacional de la cinta, de la historia, de todo el resto de personajes y de nuestro corazón. Literalmente es imposible no enamorarse perdidamente de Silvia Acosta en esta película, y si la película se ha ganado a pulso un hueco eterno en mi ajado corazón, es gracias al codazo que sabe dar oportunamente Silvia Acosta con su interpretación antológica. A Silvia Acosta sólo cabe recibirla de rodillas y darle todos los premios del año, porque desde que aparece en la primera escena y cierra la película en la última, todo es pura credibilidad, sencillez, hondura, sentimiento a flor de piel, contención. Su mirada de preciosos ojos oscuros encandila a cualquiera y su honestidad ante la cámara desarma.
 
Y tras el guión y Silvia Acosta, Sevilla. Sevilla siempre embaucadora para el cine. La ciudad más bella y más fotogénica, nacida para llenar planos del mejor cine. Un personaje más en la película del gran Guillermo Rojas, la Sevilla real, la que transitan los sevillanos, sea la Librería Caótica o Las Setas, el Muelle de la Sal o el Alamillo. Sevilla como la novia de una película que se permite homenajear a “La reconquista” de Jonás Trueba llevando a su pareja protagonista a meterse en el cine para verla. Colosal declaración de intenciones. También quiero encontrar un homenaje menos explícito a Twin Peaks en esa escena musical onírica en una terraza con vistas a la Giralda donde un ángel rubio interpreta un temazo que se te pega al alma como si fuese de chicle.
 
“Lo nuestro es una historia sin final”, dice esa canción imborrable. Y así es. Abril (divinamente, en todos los sentidos, interpretada por Silvia Acosta, perdón, por SILVIA ACOSTA), arquitecta que trabaja en la megaindustria de Norman Foster en Londres, tiene que volver a su Sevilla natal para el entierro de su abuela. Allí se reencuentra con su familia, con sus amigas, con su mundo, que ha cambiado demasiado en su ausencia de cinco largos años. Pero también se reencuentra con su exnovio, al que dejó tirado para irse a perseguir su sueño profesional, Dani (fantástico Jacinto Bobo). Entonces es cuando ambos caen en la cuenta de que hay cosas que jamás se superan.
Todo lo demás, nadie te lo debe contar, sino que te mereces vivirlo como lo he vivido y llorado yo esta tarde.