De puertas y salidas

Cadena SER
Aquí os dejo mi columna de opinión que, como cada Viernes, se emite en Cadena SER Radio Granada, a las 8:20 h:
 
Al final, la vida, que pudiere parecer compleja, no es más que la adición de un conjunto de incertidumbres y frustraciones perlado de efímeros momentos de felicidad y casi ninguno de gloria.
 
O, lo que es lo mismo, se reduce finalmente a una búsqueda continuada de puertas, casi todas cerradas, a fin de salir del cataclismo laberíntico vital. El Ayuntamiento de Madrid, paradójicamente, ha encontrado una puerta que puede suponer una salida a un conflicto epidémico que amenaza con exterminar a la gallina de los huevos de oro, con erradicar la vida humana en los centros de las ciudades, con despojarnos de esencias y señas de identidad, a cambio de una difusa sensación de suerte presunta y maná que no cala que parecieran traer los turistas pero que nunca acaba siendo para tanto.
 
Y es que el citado consistorio pasa a exigir una entrada diferente a la del resto de copropietarios para los ocupantes de pisos turísticos. Lo dicho, una puerta para encontrar una salida, la misma salida que debería transitar el Ayuntamiento de Granada con urgencia, antes de que los que tengamos que salir por la puerta seamos los propios granadinos asfixiados de turistas del bazar chino.

«Girl» es el sueño del cinéfilo. La ópera prima de Lukas Dhont es la perfección absoluta, lo más grande y emocionante. Y Victor Polster es el mejor actor sobre la faz de la Tierra

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“Girl” es una película perfecta. “Girl” es un sueño para el cinéfilo. “Girl” es lo más grande que he visto en los últimos tiempos. Con “Girl” hay tiempo para llorar, para reír, para emocionarse, para sentir, para empatizar, para enfadarse. “Girl” es la película que yo soñaría hacer algún día. “Girl” es la dirección perfecta y, sobre todo, la interpretación más perfecta que haya visto nunca: la del joven belga Victor Polster. Nadie nunca jamás antes se había entregado así a una causa. “Girl” es un sueño hecho realidad.
 
La ópera prima del belga Lukas Dhont nos cuenta una historia tan simple, y a la par tan compleja, como la vida misma: la de una chica adolescente atrapada en un cuerpo masculino. Lara. Aún no lo sabes si no la has visto, pero te vas a enamorar de ella para siempre. Jamás vas a sacar de tu cabeza a Lara durante el resto de tu vida.
 
Lara tiene más valor que una legión de espartanos juntos. Ella quiere ser la mejor mujer del mundo por encima de las demás. Y quiere ser la mejor bailarina que haya existido nunca. Para ambas cosas se esfuerza de forma sobrehumana día y noche sin descanso. Y no es fácil. Porque nunca fue sencilla la adolescencia, y mucho menos si además viene con una operación quirúrgica de cambio de sexo y un largo periplo para hormonarse de por medio.
 
Jamás la vida de una chica transgénero fue tratada con tal delicadeza y sensibilidad en toda la historia del cine. Superando con creces a sus predecesoras, la película belga se eleva sobre el resto, sobre el mundo y sobre tu conciencia, para atraparte durante el resto de tus días. Nunca te vas a librar de ella tras haberla visto.
 
Es materialmente imposible no enamorarse de Lara, un personaje que te marca de forma indeleble por su rebeldía, su constancia, su bondad y su coraje. Es como “Lady Bird” pero más allá incluso, porque supera con más coraje una situación mucho más difícil.
 
Pero también es un testimonio sobre lo dura que es la paternidad. Porque ese padre ejemplar que apoya constantemente y sin desaliento a su hija, que se entrega a su felicidad en cuerpo y alma, que no tiene vida más allá que la de sacar adelante a sus vástagos en absoluta soledad (nadie nos aclara durante todo el metraje qué ha pasado con una madre ausente), nos logra hacer empatizar con él hasta dotarlo de vida propia en nuestro consciente. Todo padre debiera ser ese padre.
 
Y Lara tiene también un hermano pequeño de 5 años, al que no le es fácil tampoco la vida en un nuevo colegio con una hermana tan especial. Pero con todo y con todos puede Lara, porque Lara es mucha Lara. Lara es una diosa.
 
“Girl” también nos asoma, ya de paso, a la dureza del ballet, con un realismo crudo nunca visto desde “Cisne negro” de Darren Aronofsky. No es oro todo lo que reluce en la danza, y la extenuación y el extremo al que se somete al cuerpo humano está muy bien reflejado a través de Lara.
 
Y luego está ese final. El final. Que te desborda en lágrimas de alegría y de tristeza, de esperanza y de dolor, de amor hacia Lara.
 
“Girl” es profunda, muy profunda, y te cala huesos y alma para siempre. “Girl”, insisto, es PERFECTA.

El binomio entre obra teatral de Sergi Belbel y su traslación al cine por parte de Ventura Pons tiene grandes muestras y algunos fracasos. «Caricias» es del segundo grupo.

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Normalmente, cuando el director catalán Ventura Pons adapta al cine alguna obra teatral del dramaturgo Sergi Belbel, el resultado suele ser profundo e impactante, duro pero con un fondo imprescindible como análisis sin piedad del ser humano, que suele dar más asco que pena, como no podría ser de otra forma.
 
En “Caricias”, la parte dura de no tener piedad alguna en el retrato del ser humano como ente ciertamente abominable está presente y bien presente, pero fracasa por cuanto no trasciende de ese reflejo en alguna búsqueda un poco más profunda más allá de la miserabilidad por la miserabilidad y lo soez por lo soez.
 
Se trata de diálogos entre diferentes parejas de actores/actrices que van desfilando durante una sola noche en la ciudad de Barcelona. Ninguna soporta a la otra, no hay amor, ni comprensión, ni empatía, ni tan siquiera respeto en la mayoría de los casos.
 
Unas veces se trata de un matrimonio, otros entre padres e hijos, o entre hermanos, en algún caso entre amantes que ya no tienen nada más que añadir, o entre vecinos finalmente.
 
El sarcástico título de la cinta, “Caricias”, además de a la escena final, hace referencia a la falta de sentimientos de nuestra sociedad, egoísta, caprichosa, tiránica, cínica, hiriente, déspota, despiadada, distante, misógina, interesada. Retrato de lo que somos y del asco que damos siéndolo cuando nos vemos desde fuera.
 
Y ello a través de un único espacio temporal y multitud de personajes dialogando por parejas en Barcelona. El origen teatral lastra (y mucho) el resultado final y le resta credibilidad, además de lo forzado de muchas situaciones que, en el afán del más difícil todavía, hace caer a la cinta en lo increíble y anecdótico. Hay muchas mejores muestras de la dupla Ventura Pons-Sergi Belbel.

Unos inconmensurables Al Pacino y Greta Gerwig hacen posible que Barry Levinson acierte en la adaptación de una novela del dios Philip Roth en «La sombra del actor»

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Para quien suscribe estas líneas, Philip Roth es el dios de la literatura actual. De su prodigiosa narrativa han nacido las obras más perturbadoras y redondas a las que me he enfrentado en los últimos años. Junto con Dennis Lehane y Almudena Grandes, su mera referencia ya me incita a zambullirme de cabeza en sus relatos a tumba abierta sin necesidad de ninguna referencia más.
Pero la narrativa de Roth es muy compleja (demasiado compleja) para poder ser llevada al cine con éxito. Es un caso de literato que prácticamente nunca puede ser trasladado a imágenes respetando en su resultado final mínimamente la genialidad inaprensible del relato original (con alguna extraña excepción como el caso de “La mancha humana” de Robert Benton, que mantiene una cierta dignidad y coherencia entre el texto escrito y su traslación plástica sin llegar a ser brillante, aunque sí altamente interesante).
En “La sombra del actor”, Barry Levinson tiene mucho mérito, porque entre el drama y la comedia, entre lo que ocurre en la realidad y lo que se entremezcla en la enferma mente de su protagonista, entre la narración de la historia y las divagaciones y alucinaciones que marcan el tono plástico de la cinta, el veterano director sale con bien del complejísimo envite y, es más, yo diría que sale incluso con una nota muy alta para una película que gana tras cada visionado. No me encantó cuando la vi en su momento por primera vez, pero sí lo ha hecho en su revisión.
 
Para ello, desde luego, cuenta con el mejor comodín de la baraja bajo su manga: Al Pacino haciendo prácticamente de sí mismo, de un actor que lo fue todo pero que besa el suelo del mismísimo infierno del descrédito y la locura tras su imparable caída a los abismos del infierno de no poder dar más de sí mismo y vivir del mito en sesión continua.
La película es altamente interesante pero, sin duda, no llega a la altura de la magna obra literaria de la que procede. Pero sabe jugar muy bien sus bazas para lograr atrapar tu atención sin descanso cuando se deja ir por la interesante tendencia de abandonar el drama sin salvación y desangelado que preside toda la obra del literato norteamericano para dejarse caer en algunas escenas en brazos de ciertas situaciones cómicas que, lejos de desvirtuar el producto, le otorgan una buena dosis de credibilidad hilarante al planteamiento del desparrame hacia la enfermedad mental de una vieja gloria de las tablas venido a menos.
Un actor ingresado en un centro psiquiátrico tras un intento de suicidio emulando el «sistema Hemingway» que no llega a funcionar por “tener los brazos más cortos que Hemingway” y que se aferra a la aparición de la hija de unos viejos amigos, 30 años más joven que él y lesbiana para encontrar sus últimas ganas de sobrevivir en este mundo, si es que ello es posible.
 
Y qué hija, porque aquí llega la otra gran baza que juega Barry Levinson: Greta Gerwig. La adoro, la idolatro, porque todo lo que hace lo hace bien. Musa del cine independiente norteamericano, su presencia imponente, su inteligencia y su desparpajo eleva toda escena en la que aparece. Y la única vez que la inmensa Greta se ha puesto detrás de la cámara, nos legó a la historia de la humanidad a “Lady Bird”, uno de los personajes de mi vida interpretado por la diosa Saoirse Ronan.
 
Los temas clásicos de la bibliografía de Philip Roth aparecen necesariamente en el film: la decadencia, la vejez, el sexo como obsesión, los prejuicios sociales, las insalvables diferencias de edad en un romance, el conservadurismo de la sociedad norteamericana,… Todo está presente en “La sombra del actor”, que sabe mantener con dignidad el regusto procedente de la novela de la que procede, “La humillación”.
Al Pacino y Greta Gerwig ayudan a Barry Levinson a salir con bien de tan complejo envite.

«Dolor y gloria» no es la mejor película de Almodóvar, pero es la autobiografía más sincera y despiadada jamás vista, su «Fellini 8 y 1/2» con un Antonio Banderas eterno a la altura de Marcello Mastroianni

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Muy pocos artistas en el planeta son capaces de crear un estilo propio y un lenguaje intransferible y reconocible desde lejos. Pedro Almodóvar es uno de esos escasos genios. Un vistazo a un solo plano de sus películas es suficiente para no necesitar los créditos porque lleva su sello y su autoría. Eso es lo más grande que le puede pasar a un cineasta. Él lo tiene de sobra y con creces, lo derrocha.
 
Parto de la base de que “Dolor y gloria” no es su mejor película. Sin duda, es superada por “Hable con ella” o “Todo sobre mi madre” como mínimo, pero es un maravilloso ajuste de cuentas con la vida, una forma de abrirse en canal delante del espectador de una generosidad ilimitada, un sincerarse consigo mismo y con el mundo espléndido, y ello justifica que, a lo largo de la cinta, realmente no pase casi nada. Porque se puede contar todo sin que pase nada.
 
Si bien es cierto que su línea argumental es minimalista, también lo es que Almodóvar se desnuda en cuerpo y alma ante su público enfervorecido y entregado desde siempre (entre los que me incluyo) y, en su obra más austera y menos almodovariana de toda la filmografía del manchego, en la única película en la que no se permite ninguna jocosa salida de pata de banco, sublima el melodrama autobiográfico sobre el vacío existencial a través de un maravilloso vacío argumental que no cansa, sino que descansa en la pura verdad de lo que no cuenta, en las sensaciones que transmite, en la fuerza de la sinceridad, en la plasmación de la verdad pura y dura sobre la vida.
 
Porque lo que nos cuenta Almodóvar, sin contar apenas nada, es la pura verdad: que la vida tiene mucho más de dolor y pérdida que de gloria y mieles del triunfo, que hay más penas que glorias, que la felicidad apenas son momentos efímeros que te arrastran definitivamente al dolor, que madre no hay más que una, que del amor al dolor hay apenas un breve y furtivo paso, que el tiempo es implacable con sus criaturas y lo destruye todo, menos quizás el deseo y la muerte.
 
Porque de eso va la película de Almodóvar, del deseo como motor de casi todo y la muerte como final certero. Y lo logra a través de una interpretación para la historia del cine de Antonio Banderas. El andaluz no hace de Almodóvar, no imita a Almodóvar, es Almodóvar, se reencarna en nuestro director más reconocible para lograr lo que tan solo Marcello Mastroianni consiguiera en “Fellini ocho y medio”, trascender la interpretación para alcanzar el alma del autor. Mastroianni lo clavó, Antonio Banderas lo mismo o más. A esos niveles está ya el andaluz, a los de pasar a la historia del cine por derecho propio.
 
Y luego están las señas reconocibles que hacen único el cine de Almodóvar: la fotografía colorista y pop de José Luis Alcaine, la música marca de la casa de Alberto Iglesias, la canción de Chavela Vargas apareciendo, la cinefilia y el amor al arte que se respira en cada poro de la propuesta, la homosexualidad en ambientes claustrofóbicos, las drogas como válvula de escape pero inexorable caída a los infiernos, la desesperación y la depresión, el perdón como posible con el paso del tiempo, composiciones en sus planos bellas y equilibradas pero consiguiendo ser reales y creíbles, los rojos saturados en su paleta de colores, la enfermedad, la muerte… la vida misma, el evangelio según Almodóvar.
 
Y que no pase desapercibida la actuación, breve pero absolutamente maravillosa, de Penélope Cruz como madre de Almodóvar durante su niñez. En pocos minutos, derrocha tanta verosimilitud y coraje, que pareciera una protagonista más de la cinta. Muy grande lo de Penélope, secundado en la vejez por Julieta Serrano.
 
Y otra referencia imprescindible a Juan Gatti: el autor de todos los carteles que se ven en los distintos decorados de la película y, muy especialmente, el diseñador de unos de los títulos de crédito más espectaculares de la historia del cine, puro esteticismo psicodélico para unos créditos que te dejan boquiabierto durante 3 escasos pero maravillosos minutos.
 
Lo que no deja de ser curioso es que, el gran director de mujeres en nuestro cine, haya virado definitivamente hacia sus personajes masculinos cuando él ha sabido retratar a las mujeres más y mejor que nadie lo hubiera hecho antes. Y es que ha llegado el tiempo del autoanálisis y la madurez introspectiva.
 
Almodóvar ha depurado hasta la perfección el estilo de Almodóvar, y el resultado es “Dolor y gloria”, que es capaz de demostrar que no es necesario contar nada para contarlo todo.

«Hitchcock» de Sacha Gervasi relata los entresijo del rodaje de «Psicosis», con una tendencia hagiográfica que prescinde del doble fondo que el acercamiento a la figura de Hitchcock requeriría

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En toda la historia del cine no ha habido una figura más pública, comercial, inimitable, famosa, vendida y reconocida que la de Alfred Hitchcock. Él fue el inventor de la manera moderna de crear el cine, un adelantado a su tiempo, el primer director cuyo apellido se convirtió en una marca en sí misma y donde, en los tiempos en los que en Hollywood todo el mundo solo conocía el nombre de los estudios y de los actores y actrices, él era un reclamo para la taquilla en sí mismo porque supo y pudo manejar el marketing tan bien como la cámara.
 
Su genialidad fue tan inmensa y extensa que jamás fue reconocida con Oscar alguno (al igual que ocurriera con ese otro genio absoluto del cine clásico como fue Billy Wilder). Los Oscars no están para premiar a los mejores, eso ya lo tehemos claro a estas alturas. Por eso su oronda y vital figura para entender el cine mereció una película mejor y más profunda que “Hithcock” de Sacha Gervasi.
 
La cinta de Gervasi nos cuenta todos los interesantes y suculentos entresijos de la gestación artística, rodaje y estreno de “Psicosis”. Están arrancando los años 60, Hitchcock está en su mejor momento de creación artística y apuesta por trasladar al cine un best-seller del momento con no demasiado predicamento ni social ni en los círculos culturales y mucho menos en los ambientes de los grandes estudios.
 
Contra corriente, autoproduciéndose la película y con más dudas que certezas (que solo rompió definitivamente el milagro obrado en la sala de montaje ante una de las mejores, o quizás la mejor, película montada en toda la historia del cine).
Para ello Gervasi se sirve de dos interpretaciones mágicas de dos monstruos de las tablas de más que contrastada experiencia: Anthony Hopkins como Alfred Hitchcock y Hellen Mirren como Alma, su mujer, su musa, su codirectora, su guionista, su alma (nunca mejor dicho), su todo.
 
Hasta ahí, todo perfecto, pero… cierto tono hagiográfico y alguna languidez de guión no dejan evolucionar adecuadamente una película que debió mostrar mucha más mala leche ante el ser peculiar que retrata, con más defectos personales que virtudes (como muchos de los grandes genios, lo cual no resta ni un ápice de validez a sus obras artísticas, aunque hoy día se nos quiera convencer de lo contrario), con más sombras que luces, y de cuyo tono ácido carece esta angelical cinta completamente.

El final acordado al conflicto irlandés merecía una película más redonda que «El viaje» de Nick Hamm, a pesar de sus soberbios actores, Colm Meaney y Timothy Spall

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Ha habido dos conflictos en el mundo que han captado mi interés especialmente desde siempre: el de Palestina y el de lrlanda del Norte. A este segundo se dedica “El viaje” de Nick Hamm y justo para narrar el instante preciso en el que se alcanzaba al fin un acuerdo de paz donde muchos políticos de nuestro tiempo deberían mirarse para la resolución de conflictos enquistados.
 
Un conflicto que ha generado auténticas e inmortales obras maestras de la altura de “En el nombre del padre” o “The Boxer” de Jim Sheridan, “Juego de lágrimas”, “Michael Collins” o “Desayuno en Plutón” de Neil Jordan, “Agenda oculta” de Ken Loach, “Omagh” de Pete Travis… merecía que su final hubiera estado mejor representado en el cine, pero “El viaje” es una película simplemente correcta y, eso sí, bienintencionada.
 
Las premisas del director británico Nick Hamm, por tanto, no pueden ser más loables, pero el resultado, cinematográficamente hablando, no acaba de cuajar nunca.
 
Demasiada teatralidad, demasiado «buen-rollismo», demasiados diálogos imposibles, demasiadas situaciones de telefilm. Una pena, porque nunca una película era más precisa y oportuna que ésta aquí y ahora pero… Siendo correcta, dista mucho de ser una gran cinta.
 
Apoyada, eso sí, en las inmensas interpretaciones de dos actores excepcionales (aquellas islas son una cantera inagotable de genios de la interpretación desde siempre) en estado de gracia: Colm Meaney como el líder republicano irlandés representante del Sinn Féin Martin McGuinness y un histriónico Timothy Spall como el implacable reverendo unionista Ian Paisley.
 
La película, una road movie política con ciertas dosis de humor, cuenta el viaje de los dos líderes antagónicos en el que irán conociéndose y abriéndose a la posibilidad de llegar a algún tipo de acuerdo intermedio. Todo ello rodado con el academicismo del que siempre hace gala el cine británico, exquisito y medido en todo. Aprobada pero sin nota.

Un hombre con suerte

Cadena SER
Aquí os dejo mi columna de opinión que, como cada viernes, se emite en Cadena SER Radio Granada, a las 8:20 h:
 
Tengo suerte de ser blanco y de origen cristiano en Granada. No están de moda esta temporada la tolerancia, la convivencia ni la empatía.
 
Tengo suerte de no ser mujer en Granada. Ahora que el machismo como Dios manda enseña sus fauces mordiendo por sus privilegios fundados.
 
Tengo suerte de no ser desempleado en Granada, porque no hay Dios que obre un milagro tan imposible.
 
Tengo suerte de no vivir en la zona Norte, donde tienes derecho a pagar el recibo de electricidad, pero no a contar con un suministro digno.
 
Tengo suerte de no ser jubilado en Granada, donde más se reduce su capacidad económica mientras que más familia tienen a su cargo.
 
Tengo suerte de no ser joven en Granada, y constatar que no hay futuro, orden ni concierto a largo plazo, y donde el aire es cada día más irrespirable, en un medio ambiente tan amenazado como la vega.
 
Tengo suerte de no poder ser usuario de tren de Media Distancia para no morir por desesperación, porque ni hay ni volverá, concepto perdido en favor de otros más pudientes y sin fecha real.

Lo mejor que le puede pasar a un cinéfilo es que Woody Allen se ponga trascendente y filosofe sobre el ser humano y el crimen con aliento existencialista: «Irrational man»

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“Irrational man” es una muy buena película. Es más, tiene ratos francamente magistrales, como no podría ser de otra manera viniendo firmada de quien viene. “Irrational man” es otra entrega de esa larga y necesaria saga anual (abruptamente rota por la sinrazón de la caza de brujas y la dictadura de lo políticamente correcto que nos asfixia hasta la náusea) para regusto del cinéfilo llamada Woody Allen. “Irrational man” solo tiene un problema, un único defecto quizás no menor: ya ha sido contada anteriormente por el propio Woody Allen en “Delitos y faltas”, “Match Point” o “El sueño de Cassandra”.

 

Esa historia del crimen perfecto como redención de la abrumadora e insoportable pesadez del existencialismo, de la culpa, el castigo, la náusea de Camus, el hastío de una vida que da mucho menos de lo que promete, la lucidez del nihilismo, el que ya no haya nada que pueda darte algo interesante, la apatía del éxito y las mieles falsa que acarrea… Todo mezcla muy bien si el barman es Woody Allen, y así es en esta cinta, pero… ya lo había contado el gran genio de Nueva York antes, y a veces mejor, y otras muchísimo mejor. Pero siempre me apasiona que lo cuente, aunque sea una y otra vez.

 

Porque, cuando Woody Allen abandona la comedia y decide ponerse serio y reflexionar sobre la condición humana, es cuando más me apasiona, cuando más me engancha, cuando me marca. Y sus mejores películas, para mí, son buena parte de sus dramas de aliento imbricado en el existencialismo y en Ingmar Bergman.

 

Es cierto que, tras un bloqueo de calidad sufrido durante unos años, el propio Ícaro Allen ha resurgido de sus cenizas con destellos de auténtica calidad indiscutible e insuperable (digan lo que quieran decir sus detractores) tras hacer la obra maestra de su vida, “Match Point”: “El sueño de Cassandra”, “Blue Jasmine”, “Café Society”, “Midnight in Paris”… films que han rescatado buena parte de su genialidad y lo han reconciliado con su público más fiel e incorruptible, entre los que tengo el honor de encontrarme yo, cuando está de moda y cuando no, cuando se exhibía como símbolo de intelectualidad o ahora que parece querer esconderse debajo de la alfombra porque ya no toca.

 

Esta peli es muy buena, buenísima, a ratos cum laude, una sabia reflexión sobre la locura, la intelectualidad, el romanticismo como pose, el vacío existencial, el crimen y el castigo… pero cuando uno ha hecho su gran obra maestra y una de las diez mejores películas de la historia del cine sobre este mismo tema (me estoy refiriendo, por supuesto, a “Match Point”, piedra angular del cine de nuestro siglo), volver sobre lo mismo ya solo es sinónimo de transigir y bajar el listón, a pesar de que sigue quedando bien alto.

 

Esta historia del profesor de filosofía aburrido de sí mismo y totalmente vacío por dentro, que encuentra abruptamente su razón de ser en el crimen más grave que un ser humano puede cometer, es mucho más profunda de lo que pueda parecer a simple vista, y despliega ante nuestros atentos ojos un drama psicológico existencialista de primer nivel.

 

Para ello, Woody Allen cuenta con un actor (Joaquin Phoenix) y, sobre todo, una ACTRIZ (Emma Stone) en estado de gracia. Ciertamente, lo de Emma no es de este mundo, porque es capaz de bordar todo lo que afronta, hasta la excelencia absoluta, sea comedia, musical o drama, como en este caso. Está espléndida haciendo de esa universitaria con intereses intelectuales que se enamora del profe atormentado, especialmente de su propio tormento. Bella, perfecta, inteligente, justa. Emma no es de este mundo.

 

Se ha puesto de moda criticar el último cine de Woody Allen porque ya no es como el de antes, pero ya quisieran el 97% de los cineastas actuales tener en su mejor film el mismo nivel de guión que derrocha Allen en algunos tan criticados.

Nunca se ha narrado mejor el descenso a los infiernos físicos y mentales de una guerra como en «Apocalypse Now» de Francis Ford Coppola, la película más perturbadora y desasosegante jamás vista

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Estamos ante la mejor película bélica de la historia del cine. Porque nadie nunca antes (ni después) había logrado retratar la crudeza y la crueldad de un conflicto armado de forma tan cruda (más psicológica que físicamente). Porque lo peor de las guerras no es que devasten el cuerpo y la vida, sino que destruyen la mente y el alma de todo ser que se acerque de lejos a cualquier evento bélico.
El cine bélico toca techo con «Apocalypse Now» (a la que siguen a cierta distancia “La chaqueta metálica” de Stanley Kubric, “El cazador” de Michael Cimino o “Platoon” de Oliver Stone) precisamente en una cinta donde el gore propio de este género apenas hace acto de presencia, porque en “Apocalypse Now” la violencia es mucho más psicológica (yo me atrevería decir que filosófica) que física. La máquina de generar muertos que es una guerra se convierte casi en secundaria respecto a la forma de asesinar almas y torturar mentes que supone.
 
Francis Ford Coppola (el director más brillante de la historia del cine), en su mejor momento (venía de estrenar en 1972 “El Padrino” y en 1974 “El Padrino II”, aún superior si cabe), empeñó su talento, su dinero y hasta su salud en un proyecto quijotesco y, a priori, imposible para ningún ser humano: trasladar a la guerra de Vietnam con todo lujo estético la impagable novela “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad.
 
A través de casi tres horas de metraje liviano como una pluma (en su versión “Redux” con montaje del director cuentas con 49 minutos más de metraje), Coppola nos sumerge en la desventura psicológico-psiquiátrica de un oficial norteamericano ya tocado por la guerra al que se le encarga una última, compleja y tortuosa misión: el coronel Kurtz ha enloquecido completamente en algún punto indeterminado en la frontera entre Vietnam y Camboya y hay que localizarlo para asesinarlo y liberar a la población autóctona a la que ha esclavizado.
 
Ese desnortado y alcoholizado oficial (la mejor interpretación de Martin Sheen de toda su carrera) tendrá que cruzar río arriba todo el horror y el despropósito de una guerra hasta llegar al reino del terror que ha impuesto el coronel Kurtz (Marlon Brando, ni más ni menos) y acabar con el mismo.
 
Por el camino, irá conociendo la locura belicista y fascista de un oficial al frente del Séptimo de Caballería en helicóptero que bombardea con napalm sin piedad poblados vietnamitas con la música de Wagner de fondo para luego surfear en las playas llenas de cadáveres; a chicas Playboy llevadas en helicóptero (jamás el cine sacó más partido a este transporte aéreo como en esta cinta) para entretener a la tropa; muertes absurdas de civiles por la locura descontrolada de niñatos vestidos de soldado que juegan a ser Dios; frentes en torno a un puente con soldados que ya no saben a quién disparan y sin nadie al mando…
 
El horror, el caos, la sinrazón, la violencia, la muerte que preside cada guerra en un descenso imparable a los infiernos, todo rodeado de una atmósfera cada vez más irracional, desasosegante y perturbadora en un crescendo sin fin.
 
Y todo ello además acompañado de una críptica y magistral música compuesta por el propio Coppola junto con Carmine Coppola, así como impagables momentos musicales con The Doors o los Rolling Stones.
 
La fotografía de Vittorio Storaro pasa por ser una de las mejores que jamás nos haya regalado el cine en toda su historia.
 
Y esa última media hora subyugante donde conocemos el pensamiento del coronel Kurtz, enloquecido totalmente, enfermo mental de nihilismo y lucidez, perturbado por desesperación y asco. Jamás vas a olvidar su última media hora, porque crea un mal cuerpo y una ansiedad mental sin precedentes en el cine.
 
En la versión extendida, “Apocalypse Now Redux”, te espera otra pequeña gran sorpresa: la experiencia de la expedición en la casa de unos colonos franceses dispuestos a sobrevivir a esa guerra y a toda las que vengan para seguir esquilmando los recursos y a la población autóctona para su propio beneficio industrial. La auténtica guinda de un pastel insuperable, perfecto, épico, único, insustituible, colosal.