Remake necesario en estos tiempos, «Sin novedad en el frente» de Edward Berger es una obra maestra del género antibelicista que impacta por su crudeza a través de una caligrafía visual estratosférica

Remake necesario en estos tiempos, «Sin novedad en el frente» de Edward Berger es una obra maestra del género antibelicista que impacta por su crudeza a través de una caligrafía visual estratosférica

Las personas somos el peor ser vivo que haya existido sobre la faz de la Tierra. La guerra es el peor producto que jamás haya parido el ser humano, la locura más estúpida, el terror más absoluto. Muchas obras maestras han sido paradigmáticos gritos desgarradores antibélicos que han forjado y siguen forjando conciencias contra todas las guerras. Sin la menor duda, “Sin novedad en el frente” del cineasta alemán Edward Berger, es uno de los mejores remakes que se hayan rodado nunca, en este caso de la obra maestra homónima de Lewis Milestone de 1930, resultando incluso a una altura superior al original, ambas basadas en la novela de Erich Maria Remarque. Cosa extraña, un remake imprescindible y necesario en los tiempos que corren.

Estamos ante un paseo crudo, durísimo, realista, hipnótico y magistralmente eterno por la locura absoluta que supone cualquier guerra, en este caso, la I Guerra Mundial. Hundiendo sus raíces en lo mejor del género como podría ser “La chaqueta metálica” o “Senderos de gloria” del dios Stanley Kubrick, “Apocalypse Now“ de Francis Ford Coppola, “Platoon” o “Nacido el 4 de Julio” de Oliver Stone, “La delgada línea roja” de Terrence Malick, “Paradise Now” de Hany Abu-Assad, “Salvar al soldado Ryan” de Steven Spielberg o “Johnny cogió su fusil” de Dalton Trumbo. Prometo por mi conciencia y honor que “Sin novedad en el frente” no juega en una liga menor frente a estos templos del cine.

Durante 147 minutos livianos a pesar del horror absoluto que reflejan, el alemán Edward Berger sabe sacar partido con muchísima inteligencia a la perturbadora música original de Volker Beterlmann y, sobre todo y por encima de todo, estrella rutilante de la función, de la histórica y excelsa dirección de fotografía de James Friend, que hace de tan terrorífico relato un espectáculo visual épico para el cinéfilo más exigente, siempre con enorme inteligencia y más sensibilidad, sin adulterar en ningún momento las sensaciones del espectador y al servicio de tan tremendo relato fílmico.

Su terrible violencia ante la cámara, a ratos brutalmente impactante, jamás es gratuita, sino todo lo contrario, homenaje sentido y necesario a una generación de jóvenes que fueron  enviados a asesinarse los unos a los otros, incluso cuando la guerra ya estaba decidida, para mayor gloria de unos generales sin corazón, alma ni la más mínima moral.

La ambientación y el vestuario, dicho sea de paso, es una lección magistral de cómo tomarse el cine muy en serio como libro de historia imprescindible del que “Sin novedad en el frente” es un capítulo imprescindible.

«Los farsantes», ópera prima de Mario Camus, es una oscura «road movie» neorrealista a través de la Castilla depauperada de posguerra, acompañando a un grupo de actores que no sacan con su arte ni para comer

«Los farsantes», ópera prima de Mario Camus, es una oscura «road movie» neorrealista a través de la Castilla depauperada de posguerra, acompañando a un grupo de actores que no sacan con su arte ni para comer

Mario Camus, quizás el cineasta que mejor ha adaptado grandes obras maestras de la literatura de la dimensión de “Los santos inocentes”, “La colmena” o “La casa de Bernarda Alba”, aún en 1963, se atrevió con la adaptación de la novela “La carpa” de Daniel Sueiro, con quien coescribe el guión de “Los farsantes”. Obviamente, esta cinta no llega ni al tobillo a las anteriormente mencionadas, pero no deja de ser una notable muestra del neorrealismo ibérico bastante interesante.

Con unos movimientos de cámara pretendidamente modernos por un lado y hundiendo sus raíces en el entonces brillante neorrealismo italiano, Mario Camus nos adentra, en una especie de “road movie”, a través de la Castilla profunda y depauperada, solemnemente pobre y sometida sin piedad a las estrictas normas del régimen fascista franquista, a las desventuras de un grupo humano formado por actores y actrices que, sobre una destartalada camioneta, van de pueblo en pueblo representando obras con las que apenas ganan para no morir de hambre. En tiempos de extrema necesidad, entretener a los necesitados no es la mejor manera de ganarse la vida.

Y esa miseria ancestral en torno a la que malviven sus protagonistas está perfectamente fotografiada por Salvador Torres Garriga en un blanco y negro apabullante porque, sin duda, lo mejor de la cinta es su dirección fotográfica.

Sin duda, nos encontramos ante una modesta semilla que, un par de décadas después, daría lugar a “El viaje a ninguna parte” de Fernando Fernán Gómez, que tanto le debe a “Los farsantes” de Mario Camus.

«La colmena» de Mario Camus sigue siendo la película coral por antonomasia, creando una obra maestra atemporal en la difícil tarea de trasladar al cine la novela homónima de Camilo José Cela

«La colmena» de Mario Camus sigue siendo la película coral por antonomasia, creando una obra maestra atemporal en la difícil tarea de trasladar al cine la novela homónima de Camilo José Cela

Nació obra maestra imperecedera desde el mismo momento en el que se parió su idea primigenia. Resultaba imposible que no lo fuera y que no marcara el cine de los 80 en particular y nuestro cine en general, para siempre. Mario Camus se puso al frente de la complejísima labor de adaptar una novela tan vocacionalmente coral como “La colmena” de Camilo José Cela. Junto a “La familia de Pascual Duarte”, la gran obra maestra de este genio de la literatura que hizo caminar por el realismo tenebroso y tremendista la literatura en castellano.

Nadie mejor que Camus, auténtico especialista en la adaptación al cine de textos literarios, habiendo dejado obras maestras atemporales como “Los santos inocentes” o “La casa de Bernarda Alba”. Para que todo fuese un éxito sólo hacía falta la concurrencia de tres elementos fundamentales:

1.Un guión magistral que fuese capaz de trasladar al cine el lenguaje literario tan diferente cuando de una novela profundamente coral se refiere. Tenían que aparecer muchos personajes y que el espectador no se perdiese en ningún momento entre la maraña de personas y situaciones que desfilan por delante de sus ojos. José Luis Dibildos fue capaz de lograr este milagro en equilibrio y de resultar “cum laude” mostrarnos tantos personajes sin perdernos en ninguno de ellos y creando profundidad en todos ellos. Absolutamente magistral.

2. Para que fuera posible, había que conjuntar una pléyade de actores y actrices del momento, los más reconocibles y los mejor valorados en el panorama actoral. Y eso también acabó resultando igualmente “cum laude”, porque por delante de una cámara elegante y magistral desfilan Paco Rabal, José Luis López Vázquez, José Sacristán, Ana Belén, Rafael Alonso,  Victoria Abril, Charo López, Luis Escobar, María Luisa Ponte, Fiorella Faltoyano, Concha Velasco, Agustín González, José Sazatornil, Antonio Resines, Imanol Arias, Francisco Algora, Emilio Gutiérrez Caba, Mari Carrillo, José Bódalo, Manolo Zarzo, Luis Ciges, etc. Es decir, puro caviar.

3. Una dirección a la altura de todo ello, subrayando lo coral de la obra pero creando la pátina de hipocresía, miseria, hambre, prostitución oculta para que siempre queden bien los hombres de las familias como Dios manda, enfermedad, beaterío, injusticia, cafés donde se encuentran depauperados literatos muertos de hambre, timadores, picaresca, sometimiento y humillación de la mujer, diferencias de clase repugnantes, fascismo, pobreza, falta de piedad hacia los perdedores… y todo lo que conformaba la insoportable posguerra a la altura de 1942, cuando la cinta está ambientada. Y también Mario Camus obtiene otro redundante “cum laude” en todo ello.

Si sumamos la espléndida partitura musical original, como siempre, de Antón García Abril, ni más ni menos, así como la dirección de fotografía cargada de pobreza y miserabilidad de Hans Burmann, corroboramos que estamos ante una de las más grandes obras maestras de nuestro cine.

Alcanzó en 1983 el Oso de Oro en el Festival de Berlín. No es para menos.

Majestuoso film complejo, alambicado y freudiano, «Elisa, vida mía» es otra obra maestra de Carlos Saura, prolongación adulta de «Cría cuervos» siguiendo la estela de Ingmar Bergman

Majestuoso film complejo, alambicado y freudiano, «Elisa, vida mía» es otra obra maestra de Carlos Saura, prolongación adulta de «Cría cuervos» siguiendo la estela de Ingmar Bergman

Existen tres películas que hicieron adulto a nuestro cine a través de la mirada de la infancia. Cómo no, en los 70, la década prodigiosa para el cinéfilo que se desarrolló en maravillosa concurrencia en todo el planeta, donde se fechan las grandes obras maestras del Séptimo Arte. Un tiempo de cine adulto, profundo y serio a lo largo y ancho del planeta que los 80 dilapidarían para siempre. Esas tres obras maestras fueron “El espíritu de la colmena” y “El Sur” de Víctor Erice y, cómo no, “Cría cuervos” de Carlos Saura. “Elisa, vida mía”, prescindiendo de toda connotación infantil y adentrándose de forma netamente freudiana en la relación entre un padre anciano y una hija de mediana edad con un matrimonio fracasado, pareciere una excelsa prolongación natural de “Cría cuervos”, por temática, por complejidad narrativa  y de texturas distintas, y es obvio que también de forma expresa, dado que el maestro Saura recurre para la misma, tan sólo un año después de su arrollador éxito con “Cría cuervos”, a Geraldine Chaplin y Ana Torrent. De esta forma, el mensaje queda diáfanamente expuesto.

Casi que “Cría cuervos” y “Elisa, vida mía” deberían verse en una sesión doble porque, aunque sean totalmente independientes y no tengan ninguna conexión argumental la una con la otra, las cadenas que unen estilística y temáticamente ambas cintas son evidentes, así como su deseo confeso y expreso de seguir la estela de Bergman.

Estamos en este caso ante una historia de adultos, pero donde el pasado y la infancia de su protagonista cobra peso, tanto en la línea argumental real como en sus recuerdos y ensoñaciones de tiempos pasados o recreaciones literarias de presentes no posibles, porque de nuevo Carlos Saura juega magistralmente a la confusión con tiempos, personajes y voces narrativas intercambiables.

Se vuelve a dar que el maestro Saura mira a ese otro genio llamado Ingmar Bergman, con el que la cinta conecta expresamente en planteamientos y estilos narrativos, mezclando realidad con pasado, pasajes literarios que se van creando delante del espectador y sueños de sus personajes. Porque repite en “Elisa, vida mía” las impagables mezclas que tan brillantemente le funcionaron apenas un año antes en “Cría cuervos”. Un prodigio narrativo que convierte al guión del propio Carlos Saura en una cátedra de insinuar más que contar, de susurrar más que gritar, de mezclar elementos y personajes para que el espectador, tratado como un ser inteligente, tenga que unir las piezas del puzzle para entender la perfección de esta obra maestra finalmente.

Para contar la historia, Carlos Saura se vale de un estilo limpio y depurado, de un guión descomunal y de, por encima de todo, Geraldine Chaplin en su mejor interpretación, regalándonos algunas miradas a cámara que valen lo que mil líneas de diálogos. Un derroche de expresividad, credibilidad, saber estar ante la cámara, transmisión de sensaciones y sentimientos, de pena y melancolía, de frustración e ira, de terror y ansias de supervivencia, que nada tiene que envidiar al que un año antes nos había regalado Ana Torrent.

A través de constantes saltos temporales entre el presente y el pasado, propio de esa etapa de Carlos Saura y perfectamente ensayado en “Cría cuervos”, la voz en off de Fernando Rey (que interpreta al padre de Elisa, conquistando el premio al Mejor Actor en la edición de 1977 del Festival de Cannes por este trabajo) nos relata como si fuera su hija el regreso de ésta a una remota y apartada casa rural, donde el anciano se refugia, para reencontrarse con él muchos años después. La relación había sido inexistente entre padre e hija durante más de una década, sobre todo porque el padre había abandonado a su familia para crear una vida propia. Cuando ambos personajes se reúnen, existen muchas heridas del pasado que cerrar, muchos dramas presentes que resolver y un complejo futuro familiar por delante.

Sus 123 minutos de metraje que acaban pareciendo un suspiro en esta lucha psicoanalítica entre padre e hija, bien acompasada por el inolvidable tema musical “Gnossienne nº 1” de Erik Satie que se repite de forma incansable durante todo el metraje y una espléndida dirección de fotografía de Teo Escamilla, para un film confuso y espeso para quienes se dedican al cine de usar y tirar, pero exquisito para el buen cinéfilo.

Excelsa mezcla de dos caminos narrativos diferentes (un drama familiar y un relato iniciático) es «As duas Irenes (Las dos Irenes)», joya desconocida de Fabio Meira con una interpretación antológica de Priscila Bittencourt

Excelsa mezcla de dos caminos narrativos diferentes (un drama familiar y un relato iniciático) es «As duas Irenes (Las dos Irenes)», joya desconocida de Fabio Meira con una interpretación antológica de Priscila Bittencourt

Algunas veces, desgraciadamente menos de las que yo quisiera, llega a la vida del cinéfilo una pequeñísima película que esconde una sorpresa mayúscula. Sin hacer ruido, por la puerta de atrás, de forma tímida y silente, llegó a mi vida “As duas Irenes (Las dos Irenes)”, una impresionantemente preciosa película del cineasta brasileño Fabio Meira. Un dulce exquisito que contiene licor ácido propio de la vida real que nos asoma a las hipocresías de los adultos que se pagan en las carnes de las preadolescentes, sobre todo si son tan especiales y mágicas como las dos Irenes.

Pero el mérito de un film que se eleva por encima de su presupuesto y de su modesta propuesta para tocar el cielo no estriba tan sólo en el fantástico guión del propio Fabio Meira, sino en la impresionante interpretación de su joven protagonista, excelsa Priscila Bittencourt que, a su escasa edad, sostiene sobre sus hombros la totalidad, veracidad y calidad del film, que gravita de principio a fin en torno a ella, para suerte del cinéfilo más exigente. Dicho sea de paso, bien secundada por la también joven actriz Isabela Torres encarnando a la otra Irene.

Fabio Meira sabe perfectamente lo que quiere contar y el tono que necesita su film para hacerlo y logra cuadrar el círculo: estamos ante la tragedia familiar de una chica preadolescente llamada Irene que descubre que su padre tiene una vida paralela, otra familia paralela y otra hija de su misma edad a la que también le pusieron el nombre de Irene. Ella no ceja en su labor investigadora y, para ello, se hace amiga íntima de su hermanastra homónima. A partir de ahí, ambas jóvenes forjan una amistad encantadora y preciosa que las une en un relato iniciático respecto a la vida, al sexo y a los secretos de la vida adulta, donde el espectador disfruta como un enano identificándose con sus jóvenes protagonistas.

Porque el gran mérito de esta cinta brasileña es que ha sabido hacer confluir dos películas diferentes en un todo homogéneo: el drama familiar de la doble vida del padre con el relato iniciático de dos fantásticas jóvenes, y en ambas orillas la película fluye con una perfección inusitada.

La música de Edson Secco es la adecuada a cada momento narrativo en el que aparece y la dirección de fotografía de Daniela Cajías es simplemente apabullante para acabar de cuadrar el círculo de una pequeña gran joya cinematográfica.

«Los asquerosos» de Santiago Lorenzo es una novela celebración de la misantropía más recalcitrante, cuajada de humor negro

«Los asquerosos» de Santiago Lorenzo es una novela celebración de la misantropía más recalcitrante, cuajada de humor negro

La archiconocida novela de Santiago Lorenzo con 23 ediciones a su espalda, “Los asquerosos”, es una celebración gozosa de la misantropía más recalcitrante cuajada del mejor humor negro, tanto en fondo como en forma. Porque a sus planteamientos extremadamente misántropos se une un estilo desenfadado, pretendidamente vulgar, lleno de frases hechas e inventos de palabras inexistentes que producen al menos una sonrisa en el lector y que abre fronteras en la búsqueda de una soledad misántropa cada vez más imprescindible para sobrevivir.

Manuel, su protagonista, es el hombre que yo sueño con ser: tras tener un lamentable percance con un violento policía antidisturbios, necesita convertirse en prófugo y desaparecer. Y en el imponderable encuentra la solución perfecta a su desnortada vida, asocial como siempre fue: vivir en uno de los pueblos completamente abandonados de este Estado, en lo que se conoce como “la España profunda”, llamado Zarzahuriel, del que huyó el último de sus habitantes años atrás. Allí hace suya una casa y la habilita con las nulas pertenencias con las que ha viajado hasta allí. 

Vive de los escasos víveres que su tío le envía desde el Lidl de la capital, de lo que él mismo aprende a sembrar y reciclar, y de una vieja colección de libros Austral que los últimos moradores de aquel inmueble dejaron allí abandonados. Y va comprendiendo que su felicidad era esa soledad absoluta y que, cuanto menos tienes, menos necesitas. Que hasta el gel de baño es el que produce el mal olor de tanto usarlo, como metáfora olfativa de tantas otras cosas.

Al fin ha alcanzado la felicidad hasta que… una familia bien de la capital compra y rehabilita la casa de al lado para traer su pijismo y su repugnante capitalismo derrochador insostenible hasta aquel paraíso vacío. A partir de ahí, Manuel tendrá que pasar a la acción para recuperar su libertad solitaria perdida. Y no duda en hacerlo.

A través de esta estrategia divertida y cómica, Santiago Lorenzo crea en el lector una reflexión profunda sobre el disparate insostenible que significa el capitalismo, sobre la necesidad de soledad frente al ruido que nos atrona y sobre que existen formas alternativas de vida que deberíamos explorar antes de enloquecer definitivamente.

«Cría cuervos» es una de las más grandes obras maestras del cine y el culmen cinematográfico de Carlos Saura: jamás se destriparon mejor ante la cámara las miserias de los adultos a través de la inolvidable mirada infantil de Ana Torrent

«Cría cuervos» es una de las más grandes obras maestras del cine y el culmen cinematográfico de Carlos Saura: jamás se destriparon mejor ante la cámara las miserias de los adultos a través de la inolvidable mirada infantil de Ana Torrent

Existen tres películas que hicieron adulto a nuestro cine a través de la mirada de la infancia. Cómo no, en los 70, la década prodigiosa para el cinéfilo que se desarrolló en maravillosa concurrencia en todo el planeta, donde se fechan las grandes obras maestras del Séptimo Arte. Un tiempo de cine adulto, profundo y serio a lo largo y ancho de la Tierra que los 80 dilapidarían para siempre. Esas tres obras maestras son “El espíritu de la colmena” y “El Sur” de Víctor Erice y, cómo no, “Cría cuervos” de Carlos Saura.

La gran obra maestra del dios Saura es una de las películas más maravillosas que un cinéfilo puede echarse a los ojos. A través de la mirada de la infancia, se cuentan cosas muy oscuras de los adultos, pero permaneciendo éstos siempre en segundo plano, porque aquí son los niños los que importan y cámara y guión están a la altura de sus ojos en todo momento. Y, especialmente, el despliegue de su justificada obsesión por la muerte en la mente de una niña tan pequeña.

Siempre he utilizado el mismo ejemplo para explicar la grandeza de esta cinta: cuando los adultos van a hablar de cosas importantes, les piden a los niños que se vayan fuera a jugar. En esta obra maestra, Carlos Saura nos saca del espacio importante donde se desarrolla la almendra de la historia y nos hace irnos a jugar con los niños, dejando fuera de campo lo que está pasando, que el espectador tendrá que reconstruir con los datos que les vayan llegando a los siempre perceptivos y atentos niños. Pocas veces el cine voló tan alto.

Una mirada a la infancia que entronca absolutamente con el cine de ese otro genio llamado Ingmar Bergman, con el que la cinta conecta expresa y gráficamente en la escena en la que la niña protagonista se acerca a la cama de su madre o en el velatorio del padre. Al igual que en las impagables mezclas temporales y de personajes y en la combinación de realidad con ensoñaciones infantiles. Un prodigio narrativo que convierte al guión del propio Carlos Saura en uno de los más perfectos de la historia del cine.

Para contar la historia, Carlos Saura se vale de un estilo limpio y depurado, de un guión iniciático descomunal y de, por encima de todo, Ana Torrent. Sin llegar a los 10 años de edad, deja para la posteridad miradas a cámara que valen lo que mil líneas de diálogos y que justifican por sí mismas la invención del cine. Un derroche de expresividad, de credibilidad, de saber estar ante la cámara, de transmisión de sensaciones y sentimientos, de pena y melancolía no tan extraña en una niña, porque la infancia resulta ser menos dulce de lo que nos contaron y de lo que recordamos. Algo tan prodigioso que solo la protagonista de “El espíritu de la colmena” podía lograr y solo estaba a su alcance.

A través de constantes saltos temporales entre el presente y el pasado, propio de esa etapa de Carlos Saura, Ana nos cuenta la triste historia de la infancia de una niña huérfana de madre demasiado pronto por una terrible enfermedad que la niña vive en primera persona y que ve morir a su padre en los brazos de la esposa de un amigo suyo. Pero los niños son superhéroes que se hacen a todo, y la vida sigue, ahora tutelados por su tía y por la criada de toda la vida, entre juegos, historias imaginadas, recuerdos reales y mucho dolor gestionado con la fuerza que solo un niño demuestra de sobra poder tener.

Hay muchos retratos de la infancia, pero ninguno como éste. Porque precisamente no lo es, sino que se trata de una insuperable forma de hablar de la muerte, de la enfermedad, del dolor, del adulterio, de la ausencia de un dios, del desamor… de todos los grandes temas adultos a través de la mirada limpia de una niña triste, una maravillosa e inolvidable niña triste.

Y luego está la parte musical: tan solo tres temas se despliegan repetitivamente a lo largo de su metraje. Pero los tres acaban calando el alma y acompañándote de por vida porque entran en tus huesos y en tu alma a través de la historia: el “Porque te vas” de Jeanette, “¡Ay Mari Cruz!” de Imperio Argentina y una melancólica pieza de piano que interpreta la madre (inolvidable Geraldine Chaplin) y que cautiva de principio a fin. Una obra maestra de todas todas.

Compendio de la filmografía de Ingmar Bergman, «Fanny y Alexander» (serie o película) es la perfección cinematográfica que trasciende los géneros y la realidad con tintes autobiográficos. El mejor testamento de la historia del cine.

Compendio de la filmografía de Ingmar Bergman, «Fanny y Alexander» (serie o película) es la perfección cinematográfica que trasciende los géneros y la realidad con tintes autobiográficos. El mejor testamento de la historia del cine.

Seguramente “Fanny y Alexander” sea la obra definitiva y absoluta de Ingmar Bergman, el cineasta europeo definitivo y absoluto. Bergman, en el ocaso de su filmografía, decide legarnos su testamento cinematográfico rodando una serie para la televisión sueca (simultáneamente convertida en película para su exhibición en cines, con la que ganó 4 Oscars cuando dichos galardones aún tenían sentido y criterio) donde compendia toda su carrera y sus temas fundamentales en torno a los que su cine magistral y preclaro había girado desde siempre, desde la oscura realidad, a la filosofía o la teología más allá de lo tangible.

El resultado es excelso, una obra cumbre imprescindible para poder entender la historia del cine donde, a través del niño protagonista, Alexander, el genio sueco bucea a pulmón por su propia biografía y por toda la sabiduría atesorada a lo largo de décadas como cineasta de referencia en Europa. Y lo hace, y esto es lo más notable de todo, atravesando para ello varios géneros que conforman una cinta transversal como la vida misma: desde la comedia al drama más desgarrador, pasando por momentos de cine de terror psicológico o de escenas filosóficas y teológicas de primera magnitud, y resultando ganador “cum laude” en todos ellos. Ese hito sólo podía estar al alcance de Ingmar Bergman.

La historia, ambientada en la Suecia de comienzos del siglo XX, de la amplia familia burguesa Ekdahls, dedicada al teatro y a las artes, liberal en las costumbres y en los usos privados, vive en una especie de limbo libertario (sublime la primera parte de la cinta en torno a la Nochebuena), cuando todo se rompe al perder a uno de sus miembros, Oskar. Su viuda, Emilie, y sus dos hijos, Alexander y Fanny, tienen que salir de ese entorno hedonista cuando Emilie se casa con el Obispo, un terrible dictador sádico y fundamentalista religioso que los someterá al yugo de una vida insoportable, máxime para quienes han conocido otras formas y maneras.

Pero destaca sobre todo, además de los impagables diálogos propios de Bergman, la estética del film, especialmente en los tramos en los que roza el género de terror de forma excelsa y que marcan de manera indeleble a todo espectador que los atraviese cuando el film toma aliento precursor del realismo mágico y traspasa la frontera de la muerte para filosofar sabiamente sobre la vida.

Resulta pasmosa su actualidad cuatro décadas después de su estreno, resultando una obra magna tanto en formato serie como en película gracias a un guión del propio Bergman sencillamente insuperable y un elenco actoral para este film coral a una altura inconmensurable.

La música de Daniel Bell resulta siempre acertada y justa para subrayar las emociones necesarias y de la dirección de fotografía ni hablamos, dado que estamos ante otra obra magna del fotógrafo de cabecera de Bergman, Sven Nykvist, un absoluto mito.

Con esta vuelta de tuerca deformante a «El hombre tranquilo» de John Ford, Martin McDonagh corrobora que es un cineasta imprescindible de nuestro tiempo con «Almas en pena de Irisherin», lúcida comedia irlandesa, negra y misántropa inolvidable

Con esta vuelta de tuerca deformante a «El hombre tranquilo» de John Ford, Martin McDonagh corrobora que es un cineasta imprescindible de nuestro tiempo con «Almas en pena de Irisherin», lúcida comedia irlandesa, negra y misántropa inolvidable

Es evidente que ya resulta ineludible asegurar que Martin McDonagh es uno de los grandes nombres del cine contemporáneo. Nadie puede sostener otra cosa si miramos su pasado y su presente: el autor de esa obra maestra descomunal y eterna como es “Tres anuncios en las afueras”, ha sido capaz de superarse a sí mismo en la magistral “Almas en pena de Irisherin”, una joya del cine, un clásico instantáneo, una gozada para el cinéfilo más exigente, una de las comedias más inteligentes que he visto en muchos años sin estar firmada por Woody Allen, un humor negro y misántropo que estaba diseñado para mí, una auténtica maravilla del Séptimo Arte.

Todo es perfecto en este dulce ácido, corrosivo y gamberro. Estamos en 1923, en una remota isla perdida de la mano de Dios llamada Inisherin, frente a la isla grande donde Irlanda está en guerra, pero, en aquel remoto punto irlandés, nunca llega nada, ni tan siquiera la guerra. Sus escasos habitantes viven en una autarquía absoluta y, para ser sinceros, no se soportan los unos a los otros. Sólo se conoce una amistad pura entre dos vecinos, Pádraic (un Colin Farrell en la mejor interpretación de su carrera) y Colm (siempre brutal Brendan Gleeson). Este último se ha cansado de soportar a su amigo, no precisamente brillante en lo intelectual, y ha decidido cortar la amistad por lo sano. El problema es que Pádraic no se da por aludido y entonces ese punto y final a tan larga amistad se va a ir complicando, ensangrentado e influyendo en el propio devenir de tan ínfima localidad. La guerra civil irlandesa se reproduce a pequeña escala en Inisherin.

Su capacidad para crear situaciones plenas de humor brillantemente inteligente, escarbando en la naturaleza irlandesa en particular y en la humana en general con una vocación misántropa lúcida y espléndida, cautiva desde su primera hasta su última escena. Estamos ante una película coral donde todos y cada uno de sus personajes están magistralmente perfilados, definidos y abiertos en canal al espectador, gracias a un portentoso guión del propio Martin McDonagh, tan brillante como su dirección.

Porque, visualmente, McDonagh sabe sacar partido como nadie nunca antes a la belleza irlandesa y logra dar una vuelta de tuerca gamberra a “El hombre tranquilo” de John Ford. Cada plano, cada encuadre, cada puesta de sol, cada segundo plano desenfocado, cada sutileza es una obra maestra de lo visual, una lección magistral de cine que vale su peso en oro.

Pero hay que destacar mucho también al elenco de actores secundarios que sostienen una cinta tan coral, sobre todo un espléndido Barry Keoghan (el inquietante chaval protagonista de “El sacrificio de un ciervo sagrado” de Yorgos Lanthimos) que se está convirtiendo en un nombre propio del cine mundial por momentos, así como la espléndida Kerry Condon como la hermana de Pádraic, otro recital interpretativo antológico. Porque un film coral sólo se puede sostener con un elenco actoral en estado de gracia, y desde luego que “Almas en pena de Inisherin” es el caso.

Dicho sea de paso, la partitura original de Cartel Burwell (músico de cabecera de los Coen y de las mejores películas de Todd Haynes) es tan certera como inolvidable. Igualmente magistral, como todo en esta película.

Enésimo supuesto de sobrevaloración del cine francés, «En buenas manos» de Jeanne Herry es una rutinaria y edulcorada cinta sobre los vericuetos de la adopción de menores

Enésimo supuesto de sobrevaloración del cine francés, «En buenas manos» de Jeanne Herry es una rutinaria y edulcorada cinta sobre los vericuetos de la adopción de menores

El enésimo supuesto de sobrevaloración por parte de la crítica de un film francés es “En buenas manos” de la cineasta Jeanne Herry. Se vendió como la película definitiva sobre el tema de la adopción. Ni mucho menos es así. Al menos se me ocurren dos infinitamente mejores, dos obras maestras de la dimensión de “La adopción” de Daniela Féjerman o “La vergüenza” de David Planell, a las que “En buenas manos” no les llega ni al tobillo y ante las que debe avergonzarse. No es una mala película, pero sí una rutinaria cinta que tan sólo cumple con lo que promete: pasearnos, con gran autenticidad, por los vericuetos de la adopción de menores.

Lo mejor que aporta la película de Jeanne Herry es su verosimilitud y rigor en todos los entresijos que relata y el tono estético, cargado de primeros planos y cámara al hombro que subraya la querencia cuasi documental de su autora, lo cual le confiere realismo, como no podría ser de otra forma. El elenco actoral está simplemente correcto y el barniz edulcorante con el que han sido recubiertos actores, actrices y guión (firmado por la propia cineasta francesa) limita los resultados finales de la propuesta.

Se nos cuenta la historia de una chica de 21 años que, el mismo día del parto, decide dar a su hijo en adopción. Cómo éste es acogido y tramitado su futuro por los servicios sociales (todos llenos de gente buenísima y entregada sin aristas, qué suerte deben tener en Francia o quizás es que no es cierto), cómo es asumido por un padre de acogida modélico temporalmente hasta que se determina la madre que lo va a adoptar finalmente.

El periplo está verazmente contado, pero con una perfección en quienes lo sustentan ciertamente intragable. Y la historia me acaba pareciendo un tanto maniquea y buenista en exceso, lo cual acaba lastrando el film. Por cierto, ese empeño de tener que hablarle todo el tiempo al bebé como si fuera un señor de 50 años porque todo lo entiende y todo es susceptible de trámite me pone de los nervios en numerosas escenas.

Tanto la partitura de Pascal Sangla como la dirección de fotografía de Sofian El Fani son ortodoxas y poco llamativas, limitándose a cumplir con su función si no se le piden peras al olmo.