Estamos con “El autor” ante una obra maestra instantánea que resulta estar impregnada de esencia sevillana (ácida crítica, certera crónica) de la mano del mejor director andaluz (para mí), Manuel Martín Cuenca. El maestro, además, está regalándonos un ciclo andaluz, a través de su maravillosa filmografía, absolutamente imborrable de la zona más noble de nuestra memoria: “La mitad de Óscar” nos traía el enloquecedor viento del Cabo de Gata almeriense; “Caníbal” el intimismo gélido y negro entre la blanca nieve de Granada; “El autor” es un trozo de la tragicomedia permanente que es Sevilla, la ciudad más hermosa del mundo pero el reino de las apariencias por antonomasia; el último capítulo ha sido la ominosa presencia del aislamiento de Cazorla en la jiennense “La hija”.
Adaptando libremente una novela de Javier Cercas y con cierto aire fácilmente reconocible (y yo diría que hasta confeso y expreso) a la genial “En la casa” de François Ozon, Martín Cuenca se licencia “cum laude” en la comedia (tragicomedia de las que hielan la sonrisa en el rostro por la dureza del material con el que se produce la parodia, inmisericorde con la naturaleza humana, que casi siempre da asco, misántropa por convicción y necesidad) con esta valiente historia de un personaje, Álvaro, omnipresente en todos los planos de la película, con menos bondad de la que aparenta, que pierde su trabajo y a su mujer (magnífica María León en su breve aportación a la cinta) simultáneamente y que, ante la nada que aparece como vacío existencial inevitable, decide alquilar un piso sin amueblar en pleno centro de Sevilla y dedicarse al fin a su sueño de toda la vida: escribir una novela que pase a la historia de la literatura, ser un escritor universal, convertirse en referencia inmortal.
Da igual que no tenga cualidades para ello, puesto que esta sociedad infantilizada y americanizada nos ha pretendido explicar una y mil veces que todo lo que soñamos se puede hacer realidad con esfuerzo, cuando esa es la mentira esencial piedra angular del capitalismo y el centro gravitacional de la mayor parte de los problemas mentales que aquejan a nuestra sociedad.
Y Sevilla. Como un personaje más, y qué personaje. La belleza sublime de la capital de Andalucía y la ciudad más bonita del mundo que yo he conocido en cada plano de este primer acercamiento a la comedia de Martín Cuenca, una Sevilla que le ha sentado genial al director almeriense para dejar respirar un poco su obra entre tanto drama asfixiante, aunque, si hay que ser sincero, esta comedia es más bien tragicomedia, porque el resultado final del cuadro hiela la sonrisa al más optimista, tras ver hasta dónde es capaz de llegar la naturaleza humana para alcanzar las metas que se propone y que la sociedad nos exige, sin importar las víctimas colaterales que ello implique ni las consecuencias de nuestros actos.
Otro alarde autoral también en mitad del metraje de «El autor», como ocurre siempre en la filmografía de Martín Cuenca: impresionante puesta de sol en tiempo real por el Aljarafe mientras que los protagonistas dialogan en el mirador de Las Setas. Referencia propia como contraposición al amanecer en la escena inolvidable de “La mitad de Óscar”. Aunque en esta película, a diferencia de la que acabo de citar y “Caníbal”, hay una expresa renuncia autoral al plano fijo y al fuera de campo característico de su autor en aras a tornar la frialdad de las anteriores por la calidez sevillana. Todo está pensado y bien pensado, atado y bien atado.
Para lograr su sueño inalcanzable, Álvaro no duda en interactuar con los nuevos vecinos del edificio, espiarlos y provocar natural o artificialmente todas las situaciones que fueren menester para que su novela avance narrando lo que allí pasa. Como si de un malévolo demiurgo se tratase, Álvaro va relacionándose con el vecindario para provocar situaciones que den forma a su novela, introduciendo la maldad en el microcosmos de la escalera tan sólo por el placer de poder describir las consecuencias en su obra.
Pero la película es, sobre todo, un alarde interpretativo de Javier Gutiérrez, perfectamente secundado por Antonio De la Torre (la escena de su explosión en clase está ya por derecho propio en los anales de nuestro cine) y una Adelfa Calvo que se merienda cada plano en el que aparece con su rotundidad de cuerpo y espíritu que demuestra una entrega mucho más allá de lo normal al servicio de otra obra maestra de Manuel Martín Cuenca.