Una televisión pública debe ser Carlos del Amor

Una televisión pública debe ser Carlos del Amor

Excepcional, magistral, insuperable, una pieza de la orfebrería más fina que el mundo del periodismo pueda ofrecer en todo el planeta. Ha sido tan emotivo como perfecto el #TDResumen2021 que Carlos del Amor (lo de este periodista no es de este mundo) ha escrito y dirigido para el Telediario de TVE.

La enorme Blanca Portillo ha interpretado a un 2021 que se despide haciendo su propio balance sobre las tablas de un teatro. Me ha emocionado tanto ver a andaluces eternos como Federico García Lorca (menuda escena esa) o Antonio de la Torre (impagable su propio cameo haciendo del mismo taxista que encarnara en «La mitad de Óscar» de Manuel Martín Cuenca).

Pero claro, los momentos de mis propias lágrimas estaban esperando algo que sabía que llegaba porque estaba avisado de ello: la aparición del granadino Luis García Montero recitando un poema propio escrito para su Almudena, para mi Almudena, para la Almudena Grandes de todos.Esto es lo que debe ser una televisión pública: Carlos del Amor.

El andaluz Miguel Hermoso sabe conjugar con inteligencia y sensibilidad los elementos de los que dispone en la correcta «La luz prodigiosa» para hace cine de un recurrente sueño granadino

El andaluz Miguel Hermoso sabe conjugar con inteligencia y sensibilidad los elementos de los que dispone en la correcta «La luz prodigiosa» para hace cine de un recurrente sueño granadino

A “La luz prodigiosa” le falta algo para llegar a ser la obra maestra que merecía haber sido o, mejor dicho, le sobra algo que le impide alcanzar la trascendencia, y es el inútil, disparatado, “sanchopancista” y prescindible personaje interpretado por Kiti Mánver. Lo demás, es el sumun de la fantástica conjunción modesta para crear algo que funcionao:

1.- La propia y genial idea de la que parte su guión, adaptación cinematográfica de la novela homónima de Fernando Marías realizada por el propio autor. Una idea con la que todos hemos fantaseado alguna vez en la ciudad de Granada, con la que hemos cerrado los ojos y hemos jugado a recrear o quizás desear por encima de todas las cosas. La valentía de la propuesta es enorme, su desarrollo no tanto por una cierta tendencia a la excesiva sencillez y, en algunos momentos muy molestos para este espectador, a la innecesaria comedia. Cuanto menos conocimiento se tenga antes del visionado sobre la trama oculta de este amago de thriller, tanto mejor para el espectador.

2.- La buena dirección del cineasta andaluz Miguel Hermoso. En una filmografía modesta, brillan dos películas con luz propia: ésta de la que hablo y, muy por encima de ella, una obra maestra atemporal de la magnitud de “Fugitivas”.

3.- Su BSO original consistente en una partitura, ahí es nada y no es broma, firmada por el mejor compositor de cine de todos los tiempos: Ennio Morricone. El mismo además nos deja una preciosa canción para los créditos finales interpretada por la mismísima Dulce Pontes. Ni más ni menos.

4.- Una interesante fotografía de Carlos Suárez capaz de evocar la Granada de la Guerra Civil y la de 1980 con idéntico acierto de ambientación en ambos casos.

5.- La siempre funcional interpretación de Alfredo Landa como el jubilado de Bilbao que retorna a su Granada natal y casualmente se reencuentra con un viejo vagabundo sin capacidad para hablar que ya asistiera de niño en plena Guerra Civil después de encontrárselo milagrosamente vivo tras un fusilamiento en la Carretera de Víznar, interpretado este último por un Nino Manfredi en estado de gracia, de lejos lo mejor del film.

6.- Algunos detalles muy personales que lo acercan a mi sensibilidad íntima: no sólo las reconocibles ambientaciones granadinas que ofrece la cinta durante todo su metraje en dos épocas, sino la breve aportación interpretativa de ese buen actor y amigo de la infancia como es Mauricio Bautista, así como un brevísimo cameo de quien fuera Alcalde de Granada, Gabriel Díaz Berbel.

Lo que fue 2021 para mí

Lo que fue 2021 para mí

Cuando finaliza el año, todo el mundo hace recuento de lo que ha dado de sí 2021. No voy a ser menos en lo cinematográfico. De entre todas las películas vistas por primera vez durante este año que ya termina, mi selección por riguroso orden de importancia es la siguiente:


1.- “El buen patrón” de Fernando León de Aranoa.

2.- “La hija” de Manuel Martín Cuenca.

3.- “Titane” de Julia Ducournau.

4.- “Baby” de Juanma Bajo Ulloa.

5.- “Las niñas” de Pilar Palomero.

6.- “Adú” de Salvador Calvo.

7.- “Madres paralelas” de Pedro Almodóvar.

8.- “Corpus Christi” de Jan Komasa.

9.- “Antonio Machado. Los días azules” de Laura Hojman.

10.- “Nomadland” de Chloé Zhao.

11.- “El plan” de Polo Menárguez.

12.- “Sentimental” de Cesc Gay.

13.- “Una joven prometedora” de Emerald Fennell.

14.- “Uno para todos” de David Ilundain.

15.- “Nunca, casi nunca, a veces, siempre” de Eliza Hittman.

16.- “Animales sin collar” de Jota Linares.

17.- “Ane” de David P. Sañudo.

18.- “El agente topo” de Maite Alberdi.

19.- “Saint Maud” de Rose Glass.

20.- “Invisibles” de Gracia Querejeta.

21.- “El glorioso caos de la vida” de Shannon Murphy.

Obra maestra capital de nuestro cine, «La flaqueza del bolchevique» supuso el debut simultáneo en el largo de ficción de Manuel Martín Cuenca y María Valverde, ni más ni menos

Obra maestra capital de nuestro cine, «La flaqueza del bolchevique» supuso el debut simultáneo en el largo de ficción de Manuel Martín Cuenca y María Valverde, ni más ni menos

“La flaqueza del bolchevique” es una de las cosas más importantes que le han pasado al cine de este país. Por dos motivos concurrentes, ninguno de ellos precisamente menores: la ópera prima en largometraje de ficción de Manuel Martín Cuenca (para mí, el mejor director andaluz jamás habido) y el descubrimiento al mundo de una adolescente que, desde entonces, nos encandiló para siempre y que responde al nombre humano de María Valverde, una de las más grandes actrices que hay y haya habido en nuestro cine.

Adaptando la novela homónima de Lorenzo Silva (que no he tenido la oportunidad de leer aún pero que hiervo de ganas de lograrlo), el propio novelista colaboró con Martín Cuenca en la adaptación de la misma al primer largo de ficción del cineasta andaluz. Y la historia resultante es de esas que no se olvidan jamás una vez vistas, de las que calan, perturban, desorientan, te golpean en el estómago y te hacen reflexionar.

Manuel Martín Cuenca debutó, con una valentía que quita el aliento al más lanzado, con una historia de una preciosa amistad y un amor imposible entre un ejecutivo bancario y una adolescente de bachillerato en colegio privado. La forma en la que la conoce no es sencilla precisamente y por eso impacta especialmente, porque como siempre logra Manuel Martín Cuenca en su excelsa filmografía, amaga con un thriller de inicio para culminar en un melodrama seco y profundo finalmente que te noquea. Y fue así desde los principios de su insuperable carrera como cineasta.

Pero, tanto la dirección sobria y funcional del inteligentísimo Martín Cuenca, hasta la mucho más que espléndida interpretación de ese dios llamado Luis Tosar, que eleva todo lo que toca con su mera presencia, se quedan en menos cuando aparece María Valverde, con el personaje de una adolescente con una inteligencia y una madurez mental ante la que resulta imposible no caer desarmado y rendido. Un personaje muy difícil de construir que la debutante María Valverde borda “cum laude” mucho más allá incluso de la complejidad de la “Lolita” de Nabokov. El Goya a la Actriz Revelación en la edición de 2003 debía ser y fue para ella, como no podría haber resultado de otra forma.

A su altura, en un papel maravillosamente similar, sólo está la Natalie Portman de “Beautiful Girls” de Ted Demme. Y nadie más. La película consigue ser lo que es, una obra maestra atemporal filmada en 2003, sobre todo y por encima de todo, por un guión prodigioso y por María Valverde, que levanta y eleva hasta el cielo cinematográfico un personaje profundamente complejo y lleno de matices.

Cada vez que la veo me apasiona más esta ópera prima de Manuel Martín Cuenca, que tanto se beneficia además de su selección de canciones de Extremoduro así como de la fantástica partitura original compuesta por Roque Baños, un film que nos hizo prestar atención a muchos tras un debut de esta dimensión en este genio que la historia del cine ha consagrado. El tiempo nos dio la razón y su filmografía se cuenta por obras maestras: “Malas temporadas”, “La mitad de Óscar”, “Caníbal”, “El autor” y “La hija”, ni más ni menos.

En 2005, el genial Manuel Martín Cuenca nos dejaba uno de los mejores melodramas corales de historias cruzadas rodado en Europa, «Malas temporadas»

En 2005, el genial Manuel Martín Cuenca nos dejaba uno de los mejores melodramas corales de historias cruzadas rodado en Europa, «Malas temporadas»

Entre “La flaqueza del bolchevique” (2003, su primer largo de ficción) y su periplo buscando la esencia de Andalucía a través de aparentes thrillers como continente de profundos dramas psicológicos (“La mitad de Óscar”, “Caníbal”, “El autor”, “La hija”), en 2005, el mejor director andaluz que haya existido (para mí), nos presentaba “Malas temporadas”.

Este film es un salto adelante con tirabuzón para un cineasta que, en esa fecha, sólo contaba con una película de ficción (la citada “La flaqueza del bolchevique”) y que se tiró a la piscina del drama puro y duro a través de un conjunto de espléndidas y lúcidas historias cruzadas para radiografiar como pocas veces se ha visto en pantalla grande una serie de relatos de perdedores, de gentes nacidas con mala estrella y a las que pocas cosas pueden salirles bien. El resultado final es apoteósico, como no podría ser de otra manera estando el andaluz de por medio.

Diversos pequeños dramas cuajados de frustraciones y dolor se van entrecruzando por la vida de una colmena despiadada como es Madrid, con alguna escapada al almeriense paraíso de San José. Cada vez que Martín Cuenca y Alejandro Hernández se ponen a los mandos de un guión (como ocurre en todas las de su gira andaluza), la calidad, la profundidad y la coherencia están garantizadas en grado máximo, está vez perfectamente acunadas por la espléndida música minimalista de Pedro Barbadillo.

La cinta arranca presentándonos a un preadolescente, Gonzalo, que ha dejado en blanco un examen en el instituto. El mismo (interpretado por Gonzalo Pedrosa) decide abandonarlo todo y encerrarse en su habitación dedicado a jugar con un simulador de aviación día y noche. Su madre está desesperada sin saber qué hacer con él (espléndida como siempre Nathalie Poza) y sobrepasada por su trabajo de ayuda a la regularización de migrantes en una ONG que le depara más sinsabores que alegrías.

Por otro lado, Javier Cámara (magistral como es habitual) sale en libertad después de cumplir condena en un centro penitenciario. Debe regresar a un mundo que ha seguido sin él y sólo su pasión por el ajedrez lo mantendrá a flote. También ha dejado demasiadas cuentas pendientes sentimentales durante su vida carcelaria.

Un cubano trabaja en el tráfico ilegal de obras de arte entre su país natal y Madrid al servicio de un mafioso cubano. Su mujer, en silla de ruedas (una deslumbrante en todos los sentidos Leonor Watling), sostiene una adúltera relación sexual con el soldado de su potentado esposo. Y mucho oído para el par de temas musicales que nos regala la Watlling durante el metraje de esta obra maestra. Prodigiosos, incluida una valiente versión jazzística del inmortal “Vete” de Los Amaya.

Todos estos personajes acabarán confluyendo para consolidar uno de los mejores dramas corales de nuestro tiempo, procedente de un elegante en sus movimientos de cámara Manuel Martín Cuenca, un artista integral de nuestro tiempo con un lenguaje visual afortunadamente camaleónico en su adaptación a las necesidades de sus guiones.

Tras el enloquecedor viento almeriense de «La mitad de Óscar» o la frialdad granadina de «Caníbal», Manuel Martín Cuenca nos lega en «El autor» la gran tragicomedia de las apariencias sevillanas

Tras el enloquecedor viento almeriense de «La mitad de Óscar» o la frialdad granadina de «Caníbal», Manuel Martín Cuenca nos lega en «El autor» la gran tragicomedia de las apariencias sevillanas

Estamos con “El autor” ante una obra maestra instantánea que resulta estar impregnada de esencia sevillana (ácida crítica, certera crónica) de la mano del mejor director andaluz (para mí), Manuel Martín Cuenca. El maestro, además, está regalándonos un ciclo andaluz, a través de su maravillosa filmografía, absolutamente imborrable de la zona más noble de nuestra memoria: “La mitad de Óscar” nos traía el enloquecedor viento del Cabo de Gata almeriense; “Caníbal” el intimismo gélido y negro entre la blanca nieve de Granada; “El autor” es un trozo de la tragicomedia permanente que es Sevilla, la ciudad más hermosa del mundo pero el reino de las apariencias por antonomasia; el último capítulo ha sido la ominosa presencia del aislamiento de Cazorla en la jiennense “La hija”.

Adaptando libremente una novela de Javier Cercas y con cierto aire fácilmente reconocible (y yo diría que hasta confeso y expreso) a la genial “En la casa” de François Ozon, Martín Cuenca se licencia “cum laude” en la comedia (tragicomedia de las que hielan la sonrisa en el rostro por la dureza del material con el que se produce la parodia, inmisericorde con la naturaleza humana, que casi siempre da asco, misántropa por convicción y necesidad) con esta valiente historia de un personaje, Álvaro, omnipresente en todos los planos de la película, con menos bondad de la que aparenta, que pierde su trabajo y a su mujer (magnífica María León en su breve aportación a la cinta) simultáneamente y que, ante la nada que aparece como vacío existencial inevitable, decide alquilar un piso sin amueblar en pleno centro de Sevilla y dedicarse al fin a su sueño de toda la vida: escribir una novela que pase a la historia de la literatura, ser un escritor universal, convertirse en referencia inmortal.

Da igual que no tenga cualidades para ello, puesto que esta sociedad infantilizada y americanizada nos ha pretendido explicar una y mil veces que todo lo que soñamos se puede hacer realidad con esfuerzo, cuando esa es la mentira esencial piedra angular del capitalismo y el centro gravitacional de la mayor parte de los problemas mentales que aquejan a nuestra sociedad.

Y Sevilla. Como un personaje más, y qué personaje. La belleza sublime de la capital de Andalucía y la ciudad más bonita del mundo que yo he conocido en cada plano de este primer acercamiento a la comedia de Martín Cuenca, una Sevilla que le ha sentado genial al director almeriense para dejar respirar un poco su obra entre tanto drama asfixiante, aunque, si hay que ser sincero, esta comedia es más bien tragicomedia, porque el resultado final del cuadro hiela la sonrisa al más optimista, tras ver hasta dónde es capaz de llegar la naturaleza humana para alcanzar las metas que se propone y que la sociedad nos exige, sin importar las víctimas colaterales que ello implique ni las consecuencias de nuestros actos.

Otro alarde autoral también en mitad del metraje de «El autor», como ocurre siempre en la filmografía de Martín Cuenca: impresionante puesta de sol en tiempo real por el Aljarafe mientras que los protagonistas dialogan en el mirador de Las Setas. Referencia propia como contraposición al amanecer en la escena inolvidable de “La mitad de Óscar”. Aunque en esta película, a diferencia de la que acabo de citar y “Caníbal”, hay una expresa renuncia autoral al plano fijo y al fuera de campo característico de su autor en aras a tornar la frialdad de las anteriores por la calidez sevillana. Todo está pensado y bien pensado, atado y bien atado.

Para lograr su sueño inalcanzable, Álvaro no duda en interactuar con los nuevos vecinos del edificio, espiarlos y provocar natural o artificialmente todas las situaciones que fueren menester para que su novela avance narrando lo que allí pasa. Como si de un malévolo demiurgo se tratase, Álvaro va relacionándose con el vecindario para provocar situaciones que den forma a su novela, introduciendo la maldad en el microcosmos de la escalera tan sólo por el placer de poder describir las consecuencias en su obra.

Pero la película es, sobre todo, un alarde interpretativo de Javier Gutiérrez, perfectamente secundado por Antonio De la Torre (la escena de su explosión en clase está ya por derecho propio en los anales de nuestro cine) y una Adelfa Calvo que se merienda cada plano en el que aparece con su rotundidad de cuerpo y espíritu que demuestra una entrega mucho más allá de lo normal al servicio de otra obra maestra de Manuel Martín Cuenca.

La gelidez y aparente elegancia granadina se refleja magistral y perturbadoramente en «Caníbal», otra obra maestra imprescindible de ese genio andaluz llamado Manuel Martín Cuenca

La gelidez y aparente elegancia granadina se refleja magistral y perturbadoramente en «Caníbal», otra obra maestra imprescindible de ese genio andaluz llamado Manuel Martín Cuenca

Tras llamar la atención sobremanera con “La flaqueza del bolchevique” y “Malas temporadas”, Manuel Martín Cuenca decidió volver (al parecer de forma definitiva) a su Andalucía natal para comenzar una gira por las distintas provincias que la forman para radiografiar el cuerpo y el alma de nuestra tierra a través de meras excusas argumentales de thriller que acaban escondiendo dramas psicológicos profundos que retratan las distintas idiosincrasias andaluzas. Tras la inicial soterrada y ventosa Almería de “La mitad de Óscar”, le llegó el turno a la gélida Granada con “Caníbal”.

Tan sólo con el plano secuencia inicial con el que arranca esta obra maestra imprescindible ya eres consciente de que estás, más que contemplando una película, dentro de una experiencia inmersiva que va a trastornarte sin remedio. A partir de ahí, vuelve ese Martín Cuenca perfectamente reconocible que idolatro, forjando inquietantes y perturbadoras historias a través de planos fijos, fueras de campo de tensión insoportable, detalles escabrosos cincelados con un primor exquisito y un silencio soterrado en torno a sus protagonistas realmente acongojante.

Planteamiento estético sobrio, árido, certero, medido, pausado, exacto, al servicio de una historia mucho más fría que la Granada de la gran nevada del 28 de Febrero de 2012, que aparece precisamente en una preciosista escena a mitad del metraje de la cinta. Todo esto para llevarnos hacia la cara criminal que esconden las personas de bien y apariencia intachable, que parece simple en su superficie pero cargada de complejidad en su alambicada estructura interna y que va evolucionando hasta el paroxismo final.

Pudiera parecer que se trata tan sólo de la historia de un sastre granadino con una dieta muy especial: come carne humana. A partir de ahí, el genial Manuel Martín Cuenca logra trenzar un thriller medido y gélido, como sus paisajes granadinos, como mero instrumento para retratar el aspecto más oscuro del granadino, como ya hiciera previamente con el almeriense en “La mitad de Óscar” y con posterioridad con el mundo de las apariencias sevillanas en “El autor” y de la opresiva Cazorla jiennense en “La hija”.

Porque Granada es una protagonista más de la historia, o quizás la gran protagonista principal del film, como marca de la casa del cine de Martín Cuenca, donde paisajes reconocibles juegan un papel protagonista junto a sus actores.

Y luego está Antonio De la Torre, y ahí se me acaban las palabras para determinar la magnitud de su interpretación. En una de esas encarnaciones antológicas que jamás pueden olvidarse después de vistas, de rostro tan árido e impenetrable como los paisajes de Sierra Nevada donde transcurre una parte de la historia. Todo el metraje de la cinta gravita sobre sus hombros y él lo sostiene a pulso conformando un caníbal tan creíble como apasionante, tan impresionante como perturbador.

Y, por último, se asoma la Semana Santa granadina, como parte de la gran fiesta cultural de Andalucía, en su tramo final. Porque entre el homenaje, el marco contextualizador y la crítica soterrada, Manuel Martín Cuenca cede parte de su elipsis conclusiva a las corporaciones nazarenas para conformar una obra maestra de visionado imprescindible, como todo lo que lleva su firma.

Que el Premio Goya a la Mejor Fotografía recayera en Pau Esteve Birba por esta película era algo mucho más que justo y necesario.

Pieza inicial de un periplo andaluz que ha cambiado el cine, Manuel Martín Cuenca firmó con «La mitad de Óscar» un thriller almeriense que esconde un melodrama familiar soterrado entre dos hermanos con muchas cuentas pendientes

Pieza inicial de un periplo andaluz que ha cambiado el cine, Manuel Martín Cuenca firmó con «La mitad de Óscar» un thriller almeriense que esconde un melodrama familiar soterrado entre dos hermanos con muchas cuentas pendientes

Manuel Martín Cuenca, tras las mucho más que interesantes “La flaqueza del bolchevique” y “Malas temporadas”, decidió iniciar un periplo por Andalucía que, para mí, lo ha acabado convirtiendo en el mejor cineasta andaluz de todos los tiempos. Comenzó con “La mitad de Óscar” para hablarnos como nunca nadie antes de Almería. Después nos presentaría la Granada de “Caníbal”, la Sevilla de “El autor” y la Jaén de “La hija”, hasta el momento (ojalá complete el ciclo de ocho films de semejante dimensión a la de los cuatro ya rodados).

Lo mejor de Martín Cuenca es que sabe recoger perfectamente la esencia del pueblo que retrata y, en el caso de “La mitad de Óscar”, esa rudeza ventosa e introvertida del almeriense se plasma magistralmente en la pantalla. Estamos ante una obra maestra indiscutible, rodada prácticamente de forma íntegra en planos fijos. La cámara reposa y descansa para que sean los actores los que entren y salgan de plano de forma calmada y aún más silente.

La cinta está cargada de planos fijos insuperables, pero es obvio que destaca por derecho propio uno en el que los dos protagonistas conversan y salen y entran de plano mientras que amanece en ese preciso instante sobre la costa almeriense. Es de una belleza inenarrable que sólo pudo igualar el propio Martín Cuenca con un atardecer similar desde Las Setas sevillanas en “El autor”.

Impresiona la resonancia casi bíblica y profundamente metafórica de sus imágenes en el Cabo de Gata, como deja sin aliento la falta absoluta de partitura para su banda sonora, que tan sólo recoge las frases de su elenco actoral y el ruido constante del levante rugiendo sobre Almería, como no podría ser de otra forma.

Y todos los elementos anteriormente mencionados para contar la historia de Óscar, un silente y tímido vigilante de seguridad de las salinas del Cabo de Gata que tan sólo se relaciona con un antiguo vigilante que le lleva diariamente la comida y con su abuelo, ya en estado casi vegetal, al que visita cada día al terminar el trabajo en la residencia de la tercera edad en la que está interno.

Repentinamente, el abuelo empeora y le quedan horas de vida. Es por ello que aparece María, la hermana de Óscar, que regresa después de dos años de ausencia desde París junto con un novio francés al que ha conocido en este tiempo de ausencia. Sin embargo, algo oscuro lastra la relación entre los dos hermanos, algo que el espectador irá descubriendo poco a poco, con la calma que exige una obra maestra como lo es ésta.

Como si del Asghar Farhadi andaluz se tratase, el aparente thriller del que se reviste es lo de menos, la excusa para mostrar un terrible y desasosegante melodrama familiar enormemente trágico.

Las interpretaciones de unos fantásticos Rodrigo Sáenz de Heredia y Verónica Echegui como los dos hermanos funciona a las mil maravillas. Y ojo al pequeñísimo papel secundario de Antonio de la Torre, apenas menos de cinco minutos en pantalla, pero forjando un personaje y una situación que no vas a olvidar jamás después de vivida.

Con otro despropósito sobrevalorado más, el género de terror me sigue alejando del mismo con «Session 9», prueba de que hasta Brad Anderson es capaz de firmar estulticias

Con otro despropósito sobrevalorado más, el género de terror me sigue alejando del mismo con «Session 9», prueba de que hasta Brad Anderson es capaz de firmar estulticias

El género de terror es un pozo sin fondo de desilusiones, desengaños, chascos y tomaduras de pelo varias. Incluso cuando ponemos sobre la mesa un nombre del nivel de Brad Anderson (especialista en el género que firmó una de las cintas más originales de lo que va de siglo XXI con “El maquinista” y ha participado dirigiendo episodios de series de altísimo prestigio de David Simon como “The Wire” o “Treme”) y cuando vienen precedidas de (presuntas) buenas críticas. Sigo salvando del género en etapa contemporánea tan sólo a “Déjame entrar” de Tomas Alfredson, “A ghost story” de David Lowery, “Thelma” de Joachim Trier y “Verónica” de Paco Plaza. Nada más.

“Session 9” no hay por dónde cogerla. La cinta es un despropósito de principio a fin sin descanso. Las situaciones iguales a miles anteriores y a otras tantas que les han sucedido no aportan nada que no hayamos visto mil veces con anterioridad y el aburrimiento que te va creando es lo único que genera miedo por su intensidad. El terror brilla por su ausencia casi tanto como la verosimilitud o la originalidad.

Al espectador le importa bien poco el futuro de sus personajes, e incluso puede llegar a alegrarse del mal que reciban algunos de ellos, totalmente merecido. El guión es una estulticia intragable y su final… No voy a hablar si no es en presencia de mi abogado: falso, increíble y fácil como pocos.

La historia ya pintaba mal “ab initio”: el dueño de una empresa de reformas está en una situación económica difícil y consigue, bajo promesa de tenerlo listo en una sola semana, el contrato para liberar de residuos de amianto un viejo edificio que fue en su momento un terrible centro psiquiátrico y que ahora está medio en ruinas. Los días de la semana se van sucediendo perfectamente nominados en pantalla (nadie sabe por qué) mientras que el protagonista cojea (nadie sabe para qué por mucha similitud simbólica que se nos quiera vender, salvo que se trate de un estúpido e innecesario homenaje al personaje de Jack Torrance de “El resplandor” de Stanley Kubrick).

Obviamente, y como era de esperar, en el interior de aquel inmueble con mala pinta comienzan a ocurrir cosas extrañas por un lado y, por el otro, uno de los obreros va a dar por casualidad (que ya que es casualidad) con las cintas de unas sesiones grabadas con una antigua paciente aquejada de múltiples personalidades y un pasado sangriento).

Sé que no suena muy alentador y menos original. Pues el resultado es aún peor. Lo prometo por mi conciencia y honor.

«Historias lamentables» es la traducción cómica que Javier Fesser hace de «Relatos salvajes». Una pena que el contenido sea tan mediocre para un derroche técnico y visual magistral

«Historias lamentables» es la traducción cómica que Javier Fesser hace de «Relatos salvajes». Una pena que el contenido sea tan mediocre para un derroche técnico y visual magistral

Javier Fesser es un director de unas cualidades artísticas, más que notables, diría que extraordinarias. Lo triste, desde mi personal punto de vista, es que no las utiliza para sacarles partido a argumentos sólidos, sino que las deja discurrir por derroteros más propios del cómic encarnado por actores que de cine adulto y profundo. Con una excepción, por supuesto, llamada “Camino”, una de las películas que más me han impresionado en mi vida y un clásico imprescindible en mi filmografía más personal. Por lo demás, siempre me apabulla visualmente pero me defrauda en contenido y profundidad.

Evidentemente, parece ser expreso que Fesser sucumbió como yo a los encantos de “Relatos salvajes” del argentino Damián Szifron y, pasados por su personal tamiz naif y cómico, convirtiendo los síntomas de violencia en mera caricatura salida del cómic, conforma los cuatro relatos contenidos en “Historias lamentables”.

Me gusta de su propuesta que son retratos de perdedores, de gentes a los que las cosas les salen mal, y por ahí me gana. Pero claro, cuando construyes caricaturas en lugar de personajes y situaciones de cómic en lugar de reales, es difícil poder engancharme a pesar de los sobresalientes alardes técnicos de Javier Fesser y de algunos planos secuencia circulares donde la cámara danza alrededor de su elenco actoral ciertamente soberbios, especialmente en la segunda de sus entregas, la más sobresaliente desde el punto de vista de la caligrafía visual.

Como toda película episódica, algunos son mejores que otros. El de arranque, “Rayito”, me parece una sonora estupidez esperpéntica. El segundo, “El hombre de la playa”, aunque sus giros de guión se acaban pasando de rosca, aporta mucho más en la deconstrucción de un ser humano basado en el orden y lo previamente planificado. El tercero, sin duda el mejor del conjunto, “El cumpleaños de Ayoub”, sí tiene alma y corazón, e incluso un importante mensaje antirracista que llega a emocionar. El último, “La excusa”, me vuelve a resultar una astracanada menor dentro de este batiburrillo de historias cruzadas.