A modo de epitafio, más que de despedida

Pues llegó la hora de la verdad en «esta sala de espera sin esperanza», el momento de las ¡¡¡¡VACACIONES!!!!. Se acabó lo que se daba en estos precisos instantes, que quitó más de lo que dio, que ofreció mucho más de lo que se le pagó, pero que no es más que el mero presagio de «estos besos de Judas» que vendrán a dar menos por más una vez más, con cansina rutina, a partir de Septiembre.

Hasta aquí hemos llegado con «este huracán sin ojo que lo gobierne». Nos iremos viendo por aquí (porque iré apareciendo a pesar de la recomendación contraria de mi sufrido médico de los nervios) porque «por las arrugas de mi voz se filtra la desolación de saber que éstos son los últimos versos que te escribo» ya que esto queda «cerrado por derribo» porque «nos sobran los motivos».

Quedad con Dios (que no existe, ni está ni se le espera) y echad por la sombra (que no encontraréis fácilmente bajo un sol de injusticia). Amén.

 

«En realidad nunca estuviste aquí» es un ejercicio magistral de noir de Lynne Ramsay para una violenta historia desasosegante que merece varios visionados por su complejidad

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Brutalmente desasosegante y agriamente turbia como pocas, sucia y visceralmente violenta, un tan maravilloso como drástico escupitajo en la cara del anonadado espectador, la última película de la siempre absorbente Lynne Ramsay (aún me estoy recuperando desde hace 7 años de la traumática e imprescindible “Tenemos que hablar de Kevin”, la película que más y mejor ha cuestionado la maternidad en toda la historia del cine y uno de mis films de cabecera) es una puñetera maravilla, no apta para todos los paladares, eso sí, porque deben abstenerse del festín cinéfilo las personas que solo busquen en el cine la narración lineal donde todo quede masticado y explicado, y mucho más aquellas personas que no estén dispuestas a ser provocadas mediante la violencia extrema, dentro o fuera de campo.
 
Igualmente deben permanecer lejos de esta cinta los modernos espectadores acostumbrados a los montajes acelerados a golpe de cocaína del cine actual, porque, para dejarte sin respiración, Lynne Ramsay se toma su tiempo, y vaya si se lo toma, porque su violencia se cocina a fuego extremadamente lento pero acaba dejando un sabor a orgía de sangre inolvidable.
Como si de una versión 2.0 de “Taxi Driver” del dios Martin Scorsese se tratase, Ramsay nos cuenta la historia de un ser superviviente de varias guerras, externas y caseras, absolutamente deteriorado física y sobre todo psicológicamente, desarraigado hasta de sí mismo, descontroladamente violento, un alma letal con un martillo en su mano, pero profesionalmente eficaz en su trabajo de liberar niñas captadas para trata de blancas.
Martillo en mano (nunca en toda la historia del cine un martillo había causado en pantalla tanto desasosiego), no necesita más armas para sembrar el caos y la destrucción. Un personaje que solo es posible y creíble en manos de un actor extremo y magistral en los excesos y que, por tanto, no podía ser otro que Joaquin Phoenix, seguramente el mejor actor del planeta interpretando personajes torturados y perdidos para la sociedad, y aquí de eso tiene para hartarse.
La película, además, es un ejercicio de estilo soberbio, de caligrafía visual sucia, perturbadora, asfixiante, seca, provocadora y violenta cual martillazo en la cabeza de cualquier víctima de Phoenix. Pero para nuestro bien, para dejarnos una soberbia muestra de cine noir de esas que no se olvidan donde la línea entre víctima y verdugo se va haciendo cada vez más difusa a lo largo del desarrollo de su metraje y que requiere de varios visionados para encontrar todos los matices que atesora y que esconde entre un estilo tan llamativo y pletórico.
 
Pero no solo debemos tener ojos para el omnipresente Joaquin Phoenix, que aparece prácticamente en todos los planos de la cinta, sino también hay que prestar muchísima atención a la adolescente Ekaterina Samsonov, de mirada gélida e inhumana a cámara, conformando una de las grandes víctimas de los últimos años, absolutamente colosal para una película imprescindible de pocos diálogos y muchas imágenes magistrales.

Un plano secuencia inicial de 23 minutos, una escena final dramáticamente antológica, David Verdaguer y Natalia Tena como únicos actores: «10.000 km» de Carlos Marques-Marcet, una obra maestra

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Un absoluto puñetazo en el estómago del espectador. Una disección sin piedad de las relaciones de pareja en nuestro tiempo. Una descripción descarnada del amor a distancia. Una radiografía magistral de los sentimientos en los tiempos de internet. Una puñetera obra maestra es “10.000 km”, la ópera prima de Carlos Marqués-Marcet que es tan tan tan buena, que es imposible que el catalán vuelva a poder estar a su propia altura nunca más.
 
Tan solo dos personajes, tan solo un actor y una actriz en absoluto estado de gracia, tan solo un plano secuencia inicial de 23 minutos que es un auténtico derroche de cine de altísimo nivel, tan solo un guión perfecto y desolador, tan solo inteligencia y honestidad derrochadas a raudales… y ya tenemos una de las mejores películas de nuestro tiempo ante nuestros atónitos ojos.
 
Una película que comienza con un plano secuencia de 23 minutos absolutamente magistral y que se cierra con una escena final totalmente desoladora de un dramatismo irrespirable solo puede calificarse como obra maestra integral ab initio.
 
Más que una radiografía del amor es su autopsia, y la de las relaciones de esta generación, tan complejas en lo sentimental cuando el factor redes sociales y distancia presiden la forma de formar una pareja entre dos seres humanos de nuestro tiempo.
 
Después de paladear las interpretaciones de David Verdaguer y, sobre todo y por encima de todo, de Natalia Tena, jamás vas a volver a ser el mismo. Da igual si has conocido el amor o no, si has vivido las miserias de una relación a distancia o no, te va a tocar el corazón y el alma para siempre, porque sencillamente es arrasadora. Cuando los intereses personales y las carreras profesionales propias entran en colisión con la propia existencia de la relación de pareja con convivencia, todo está abierto y por escribir.
 
No hay relación que resista la distancia, con o sin tecnología de por medio, es la moraleja de la cinta y, sea discutible o no, allá cada cual, lo cierto es que es inapelable cuando alguien lo expresa con la certeza y la crudeza con que lo hace el director catalán usando para ello una economía de medios absoluta y tan solo dos actores, y le sobra para elevarse sobre buena parte del cine que se hace en nuestro tiempo.
 
Solo tiene un defecto: es tan perfecta que, la siguiente película de Carlos Marques-Marcet («Tierra firme»), como no podría ser de otra forma, defrauda, porque jamás podrá volver a estar a su propia altura. O quizás sí. Veremos qué pasa con su nueva película, «Los días que vendrán».

Con su primera novela «El graduado», Charles Webb presagió el vacío existencial y el nihilismo de una generación que acabó protagonizando el necesario Mayo Francés

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Lo primero sobre lo que uno reflexiona al leer “El graduado” de Charles Webb es en la absoluta fidelidad y respeto a una obra literaria de la adaptación cinematográfica que hizo Mike Nichols, absolutamente simétrica y literal. Porque ambas, novela y película, también son pulcras y honestas con el relato de una generación perdida y desorientada, cuyo cuestionamiento de todo camino del nihilismo lúcido acabó finalmente culminando en el Mayo Francés de 1968. La semilla ya estaba allí, en esa novela de 1963 que firma Charles Webb y que es espléndida.
 
Benjamin se ha graduado en la universidad con grandes méritos y reconocimientos. Pero no sabe qué hacer con su vida. Ha descubierto que los estudios, su familia y toda la sociedad pija que rodea a sus padres son una farsa que asfixia la coherencia, la dignidad y la inteligencia. El hastío y el nihilismo más absoluto se apoderan de él y lo desorientan camino de la nada más absoluta de obra y pensamiento.
 
Y, en mitad de semejante cruce existencial de caminos a ninguna parte, aparece la esposa del amigo y socio de su padre, la Sra. Robinson, para seducirlo y empujarlo a una relación adúltera que él acepta como todo lo demás, sin ilusión, sentido ni destino alguno.
 
Pero aparecerá la hija de la Sra. Robinson, Elaine, una chica joven, guapa, pulcra, inocente e idealista, y Benjamin al fin despertará, con todas las consecuencias.
 
Todo ello narrado más con estilo de guión cinematográfico que de novela al uso, como si el propio Charles Webb hubiera presagiado al escribirla en todo momento que su magistral retrato de una generación (o quizás de la juventud en general) estaba destinado a protagonizar la historia del cine, como así fue fiel y finalmente.

«Flores rotas», la obra maestra de Jim Jarmusch, es una comedia con formato de road movie sustentada en Bill Murray y un reparto femenino antológico para una historia tan nihilista como divertida

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Si ofrecemos al guión y a la dirección al gran Jim Jarmusch, encomendamos la interpretación a Bill Murray (en estado de gracia justo después de triunfar en todo el planeta con la gran obra maestra para la historia del cine “Lost in traslation” de mi novia Sofia Coppola), lo rodeamos de actrices de primer nivel y dejamos que la historia se vaya conformando de forma divertida y pausada, estamos ante una de las grandes comedias de nuestro tiempo con “Flores rotas”.
Junto con mi idolatrado Alexander Payne, la sonrisa (que no risa, que eso ya es cosa de Woody Allen o los hermanos Coen) inteligente y de nivel en el cine la aporta Jim Jarmusch y “Flores rotas”, para mí, es su mejor película, una comedia que pudiera parecer nimia y superficial pero que es una carga de profundidad contra el éxito, contra el vacío existencial del triunfador, contra la consecuencias de vivir cabalgando la ola del triunfo y contra la necesidad de la familia, y todo ello contado desde un desdén y un nihilismo por todo y contra todo de libro.
 
Magistral comedia que utiliza además la fórmula de la road movie (seguramente mi género favorito), embarcando a un Bill Murray apático y desganado por el territorio de los USA buscando entre las 5 amantes que tuvo cuando era un hombre joven de gran éxito entre las mujeres cuál puede ser la madre de un presunto hijo que pudiera haber tenido según le advierte una carta anónima que lo saca del sopor de ver pasar un día detrás de otro dentro de casa sin nada que hacer, viaje al que es empujado por un vecino obsesionado por las fórmulas literarias detectivescas.
 
Cada visita a una ex deja situaciones tan divertidas como profundas. Sin duda, me quedo con la primera de ellas, el reencuentro con una Sharon Stone alocadamente viuda con una hija adolescente irrefrenable llamada Lolita (maravillosamente interpretada por Alexis Dziena y con ecos expresos, incluso en sus pendientes con forma de corazón, a la homónima protagonista de la película de Stanley Kubrick).
 
Luego se encuentra con Frances Conroy (eterna Ruth Fisher de Six Feet Under (A dos metros bajo tierra) como una mujer arrepentida de la vida de éxito superficial a la que la ha arrastrado su marido. Todo lo cual precede a un encuentro desconcertante con Jessica Lange, que lo rechaza abiertamente porque no necesita el pasado para poder vivir el presente. Y remata en una jocosa secuencia con Tilda Swinton, que directamente lo odia.
 
Cuanto más se complica la búsqueda de su hijo, más cara de acelga se le pone a Bill Murray, que nos prepara para la escena final, metafórica donde las haya y nihilista como pocas. Una obra maestra de Jim Jarmusch.

Kathryn Bigelow dota a «Detroit» de la perfección formal que derrocha su cine, pero ahora acompañada de un compromiso social y una denuncia del racismo imperante que la hacen trascendente

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Kathryn Bigelow lleva muchísimo tiempo siendo un nombre del cine notable, a pesar de que la cineasta, quién sabe si por ser mujer, ofrece mucho más de lo que recibe de crítica y academia, al igual que ocurre con Sofia Coppola, otra directora absolutamente genial.
 
Sin embargo, reconociendo lo impecable de su factura, el cine de Bigelow nunca me había emocionado, hasta que ha alcanzado la madurez creativa con “Detroit”, sin duda, su obra maestra y su entrada al cine para la historia con mayúsculas. Cineasta de acción y testosterona, compatible con su mirada de directora, le faltaba trascender las escenas bélicas y la acción bien rodada para entrar en el mundo de la crítica social y del mensaje político con todo ello, más allá de los planos bélicos sabiamente rodados, y al fin lo hizo con “Detroit”, su mejor película de lejos.
Y lo logra, en un triunfo absoluto sin paliativos, sin renunciar a lo que han venido siendo sus señas de identidad como cineasta: cámara en mano, tono documental, mucha tensión en sus escenas, violencia desmedida y personajes al límite. Esta vez para contarnos los gravísimos disturbios raciales ocurridos en Julio de 1967 en Detroit, ofreciendo una película bélica basada en hechos reales que transcurren paradójicamente en mitad de las calles de una ciudad norteamericana que bien pudiera parecer Bagdad o Sarajevo.
Porque así de graves fueron, y porque así de abiertas está aún las heridas de la discriminación racial que sigue existiendo (o gobernando de la mano de Donald Trump ahora más que nunca) en unos USA no excesivamente alejados de los postulados del Ku Klux Klan, aunque disimulen y opinen lo contrario por aquello de lo políticamente correcto.
El film, desarrollado en tres momentos diferentes, nos cuenta en su arranque inicial de forma magistral los disturbios callejeros en primera persona, con nerviosa cámara en mano y aspiraciones de documental, de forma soberbia, medida y sabia. Como pretendiendo (y logrando) establecer el contexto de disturbios callejeros en los que se va a desarrollar la historia que sabiamente nos cuenta la directora.
Pero donde toca el cielo cinéfilo la cinta es en su segundo acto, cuando cuenta los horrorosos e incalificables episodios de violencia policial acaecidos contra un grupo de indefensos e inocentes jóvenes afroamericanos en el interior de un hotel de la ciudad de Detroit durante el transcurso de esos días de revuelta.
Denuncia necesaria y sin tapujos del racismo y el fascismo imperante en los cuerpos policiales del momento (y que aún trascienden en ciertas actitudes en los informativos actuales) y que Kathryn Bigelow sabe elevar a través de un crescendo tensional insoportable hasta el paroxismo y el terror que produce contemplar lo peor del ser humano narrado en primer plano y sin anestesia.
 
Hay momentos en los que su violencia incomoda, violenta, te golpea en el estómago. Tal es la genialidad de Bigelow para denunciar la brutalidad policial en estado puro.
Luego la cinta decae un poco en su tercer y último tramo, donde se plasma el juicio habido contra dichos policías y se concluye, como siempre fue y será en el mundo, que los que ostentan el poder terminan resultando impunes y las víctimas, además de víctimas, acaban siendo los que pierden por pobres, y por negros en este caso para más inri.
Pero Bigelow se ha licenciado cum laude al fin con una cinta que le ha otorgado trasfondo social a su bélica forma de hacer cine.

«¡Ave, César!» es una genialidad-homenaje-crítica ácida al cine de estudios de los 50, con varias capas de lectura y desternillantemente profunda

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Siempre se ha dicho que las reflexiones más profundas se han plasmado en el cine a través de las comedias. Si además están los hermanos Coen detrás, entonces hay que leerlas con mucha atención. “¡Ave, César!” es una de las películas más infravaloradas de los hermanos más influyentes para el cine moderno que hayan existido. Todo lo que hacen, mejor o peor, obras maestras (muchas de ellas) o films simplemente buenos, son altamente interesantes y merecen un visionado. Si además, deciden hacer una película-crítica ácida a la par que homenaje a la época del cine de los grandes estudios durante la década de los 50, aún merece mayor atención. Si además lo convierten en una expresa metáfora de las miserias del capitalismo, de los agujeros negros del comunismo y se ríen de las religiones en general, entonces hay que ponerse de rodillas ante los Coen.
 
Película que pudiere parecer ligera y menor, su guión es una auténtica carga de profundidad, a golpe de risas, contra el star-system que contrataba hasta a «solucionadores de problemas personales de las estrellas», el capitalismo, los grandes estudios de Hollywood y las religiones. Y no tiene piedad con ninguno de esos elementos y con ninguna de sus criaturas. La escena de los representantes de las cuatro religiones en la mesa del productor de cine es uno de los tratados en favor del ateísmo más logrados que he visto en tiempo, y ello a través de la risa.
 
Joel y Ethan Coen son absolutamente fundamentales para entender el cine, y para saber por qué soy un friki del Séptimo Arte y, como Woody Allen, unas veces están más acertados y geniales que otras, pero jamás defraudan y nunca venden humo.
 
“¡Ave, César!” derrocha un cinismo, un ateísmo, un anticapitalismo y un humor negro marca de la casa absolutamente hilarante y, por qué no y a pesar de lo que diga la crítica, de forma superdotada. Y todo ello contado con una brillantez visual y una agudeza narrativa marca de la casa, apabullante plásticamente y certera en su planteamiento, con algunas reminiscencias bastante expresas a “Barton Fink” y un impagable grupo subversivo formado por guionista comunistas que actúan en la sombra en plena meca capitalista de Hollywood.
 
Todo pasa por el tamiz hilarante y esperpéticamente deformado de los Coen: el western, el peplum, el musical, el drama de época… Todo resulta prefabricado y un tanto ridículo, como lo era visto desde la distancia aquella fábrica de películas como churros, que manufacturaba el cine como si de las palomitas se tratase.
 
Y todo ello capitaneado por un genio actoral de la dimensión de George Clooney, que jamás supo dar más de sí riéndose de sí mismo como con los Coen, en otra conjunción astral desternillante.
 
Por todo ello, manda a freír espárragos a todo el que te diga que es una mala película o una cinta menor, porque “¡Ave, César!” es tan profunda y tiene tantas capas de lectura como divertidísimo resulta su visionado.

Sobria (e insulsa) sinceridad de Carla Simón en «Verano 1993», retrato de la infancia a años luz de «Cría cuervos» o «El espíritu de la colmena», a las que pretende emular

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“Verano 1993” es una película honesta de Carla Simón, pero no es una gran película. Es un relato veraz, sincero, profundamente autobiográfico, valiente y honrado de la infancia, pero no llega a estar a la altura en ningún momento ni de lejos de “Cría cuervos” de Carlos Saura o “El espíritu de la colmena” de Víctor Erice, dos obras maestras que tocan las mismas teclas que «Verano 1993» pero de forma mucho más magistral y con un contenido muchísimo más profundo y trabajado que trasciende el mero catálogo de anécdotas.
 
Hubiera querido ser como esas dos hermanas mayores y obras maestras, se nota que quiso serlo, pero no llega por falta de una consistencia en el guión y un desarrollo en el crescendo dramático de la historia que no permite compararla con las mismas.
 
Tiene un buen final, es más, yo diría que tiene un gran final, pero un último suspiro soberbio no basta para salvar un guión tendente en todo momento a ser anodino.
 
Una pena, porque la propuesta es maravillosamente sincera. Carla Simón, también guionista del film, se escarba en sus entrañas allí donde más duele, donde más sangran las heridas, cuando fue una niña de 6 años huérfana de padre y madre y llevada desde la ciudad al campo para vivir con sus tíos, y plasma con verosimilitud cómo se vive semejante drama desde la perspectiva psicológica de una niña, desde la visión peculiar y distorsionada que la infancia da de los acontecimientos de los mayores, captados en susurros mientras la niña juega o está escondida debajo de la mesa.
 
Y la película refleja maravillosamente el mundo infantil pleno de hastío, juegos, aburrimiento veraniego rebeldía, insolencia, magia, desorientación, percepción de lo que susurran o callan los mayores en un porcentaje mucho más alto que los mismos creen, soledad, falta de orientación y modelos a seguir…
 
Es inmensamente honrado este retrato de la infancia. Soberbio. Mala suerte que no cuente nada, que la niña protagonista tienda a ser un tanto insoportable a ratos y que los personajes de los mayores estén desdibujados, pareciendo estar siempre a la altura de las circunstancias y con semejantes situaciones perfectamente dominadas. Esos tres factores lastran el resultado final de un buen film que pudo ser mucho más y no fue.

La temporada 2 de Carnivàle la certifica como la gran obra maestra del fantástico televisivo «interruptus», junto con The Leftovers

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Si revisitando la primera temporada de Carnivàle constaté que las obras maestras son atemporales y resisten visionados reiterados en cualquier momento y situación personal, aún con más intensidad lo pregono de la segunda. Carnivàle es una de esas series para la historia del cine que HBO produjo en la década pasada, diseñadas para ser historia de la televisión una tras otra desde su concepción primigenia (Los Soprano, A Dos Metros Bajo Tierra, The Wire…). Ésta no es menor, ni muchísimo menos, y por temática y oscuridad conecta directamente con la mucho más reciente obra maestra (también de HBO) The Leftovers, con la que comparte espíritu aunque no forma.
Porque Carnivàle es una serie extraña cuajada de personajes raros en situaciones complejas y donde realidad y fantasía se entremezclan, borrando totalmente la frontera entre ambas y descolocando maravillosa y genialmente al espectador en cada bellísima escena que pasa por delante de sus atónitos ojos. Si así era durante la temporada 1, la segunda decide abandonar de forma mucho más definitiva el territorio de la realidad para zambullirse en el de la ficción de manera incontestable y aterradora. Conforme la serie va despegando los pies del sustrato social, puede que refleje menos la terrible época de las tormentas de polvo durante la Gran Depresión, ese periplo histórico durante los años 30 donde el destino decidió castigar, plaga (humana o no) tras plaga la prepotencia norteamericana, pero gana en oscuridad y complejidad dramática.
Lo más difícil es tratar de resumir su argumento: estamos en 1934, una época terrible en plena Gran Depresión, donde la gente vive en la más absoluta pobreza y donde, como remate, es castigada por plagas de tormentas de polvo, huracanes y miseria, como incidía antes y de forma simultánea. Intentando sobrevivir, hay una feria ambulante cargada de atracciones, columpios, exhibiciones de carácter porno, mujeres barbudas, siamesas, enanos, lectura del futuro en cartas… la auténtica “parada de los monstruos” de feria.
Van montándola y desmontándola de pueblo en pueblo y, en uno de ellos, recogen a un chaval apenas mayor de edad que está enterrando a su madre con sus propias manos. Pero el chico tiene un don muy especial, e igualmente peligroso. Durante la segunda temporada, el chico tendrá que aprender a manejar y convivir con sus dones, y a tomar conciencia de que su destino no será lo que él quiera, sino lo que tenga que ser camino al definitivo enfrentamiento entre el bien y el mal.
Paralelamente, un sacerdote presbiteriano con parroquia en una pequeña población de Los Angeles comienza a tener sueños premonitorios y extraños, paradójicamente coincidentes con los del chico de la feria ambulante. Y ve crecer su poder maligno hasta llegar a ser aterrador en la segunda temporada, y donde el personaje de Sofie (que desde el principio de la serie intuí que era la gran protagonista de lo que estuviera por venir) cobra la relevancia definitiva que nadie esperaba.
Pronto descubrimos que una lucha entre el bien y el mal se está fraguando y acaba estallando en su episodio final (desgraciadamente final, porque HBO no renovó para una tercera temporada esta serie por sus altísimos costes de producción, tanto por las escenas oníricas como por la ambientación en los años 30 de la misma) . Y todo ello contado como solo HBO es capaz de permitirlo y costearlo, a lo grande. Con una caligrafía visual exquisita y perfecta, una ambientación de época cuidada hasta el más nimio detalle, unos efectos especiales apabullantes y un plantel de actores y actrices insuperable, Carnivàle es el mejor fantástico visto hasta que llegó The Leftovers.

Los grandes cineastas deberían saber retirarse a tiempo y no perpetrar panfletos testosterónicos y mentirosos como «El francotirador» de Clint Eastwood, otrora genio del Séptimo Arte

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Los grandes cineastas deberían saber retirarse a tiempo, cuando todavía están en forma y han dejado un puñado de obras maestras y antes del descenso a los infiernos de la mediocridad, lo repetitivo y, lo que es peor, lo fascista y añejamente testosterónico.
 
Porque Clint Eastwood, autor de un puñado de obras maestras que están entre lo mejor de la historia del cine y de lo que yo haya visto en todos los días de mi vida (“Mystic River”, “Un mundo perfecto”, “Los puentes de Madison”, “Sin perdón”, “Million Dollar Baby”) lleva unos años haciendo literalmente el ridículo con unas películas que no están a su altura creativa ni a la de su leyenda y que, como en el caso que nos ocupa de “El francotirador”, no solo es que sea mala de solemnidad, que lo es, sino que además es patriotera (en el peor sentido del término), machista, retrógrada, unineuronal y con tendencia al fascismo.
 
Porque cuenta la historia de un prestigioso francotirador del ejército de los USA que se fue a Oriente Medio a matar “terroristas”, pero que lo lleva a cabo mediante unos ideales, principios y razones que son exactamente idénticas a las de los yihadistas, un auténtico yihadista cristiano blanco. Pero Eastwood, lejos de matizar esa similitud de posiciones enfrentadas en la guerra de Irak, busca todo lo contrario, contarnos una intragable historia de buenos buenísimos (los impultos norteamericanos) y “moros malos” que, si bien no está mal rodada, es seriamente intragable, moralmente cuestionable y socialmente peligrosa.
 
Mero insulto a la inteligencia, sin matices ni perfiles en sus motivos y personajes, pero bien rodada (quién duda de la capacidad del otrora maestro para rodar escenas bélicas), es un panfleto propagandístico pro-reclutamiento de incautos para el todopoderoso ejército yankee.
 
Soez, sin perfiles, sin matiz alguno, grosera en la forma de afrontar la inteligencia del espectador, la firma y el saber hacer de Clint Eastwood (y alguna que otra buena interpretación, ma non troppo, que no os engañen), tirando de todos los tópicos manidos habidos y por haber, no redimen a una cinta que es tan mediocre y mentirosa como testosterónica y machista.