Antes de ser vendedor de palomitas con colorines, Damien Chazelle nos legó una de las más grandes óperas primas jamás vista, «Whiplash», un descenso a los infiernos del arte con ecos de «Cisne negro»

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Hace un tiempo, cuando me enfrenté a “Whiplash” por primera vez, la ópera prima del ahora niño mimado y caído en (excesiva y sobrevalorada) gracia Damien Chazelle, partía de una mala premisa tirando a pésima, lo reconozco. Si ves este film después de “La La Land”, justo en el sentido contrario en el que fueron creados, te temes lo peor, por que “La La Land”, lo siento en el alma para el que no opine así, es eso, lo peor.
 
Afortunadamente, “Whiplash” es justo lo contrario, el reverso tenebroso de la música, su cuarto de atrás, la habitación de las ratas, lo que de obsesión enfermiza y demente tiene, el derroche de masoquismo enfermizo y desasosegante que supone triunfar (al menos desde la visión que siempre se nos vende del artista desde el cine norteamericano, donde para brillar hay siempre que renunciar a poder ser un ser humano equilibrado). Revisitada hoy, luce y reluce aún más como una de las obras capitales del cine de nuestro tiempo que es.
Todos sabemos que, tras la fachada deslumbrante de la creación e interpretación artística, hay un foso lleno de cocodrilos y fantasmas. Que el oro que reluce está fabricado con el carbón de la repetición, el ensayo, la enfermedad obsesiva de la perfección, muchas veces la propia y genuina psicosis y un cierto grado de masoquismo malsano y peligroso que acaba destruyendo cuerpo y alma de forma definitiva.
Eso lo muestra de forma magistral Damien Chazelle en esta magnífica cinta. Ahora bien, no ha sido quien mejor nos ha hecho un tour turístico por el reverso tenebroso del arte, porque para eso ya lo sentenció todo y para siempre Darren Aronofsky en su obra maestra definitiva “Cisne negro”, para mí una de las diez mejores películas de la historia del cine.
Sin duda en la mente de Chazelle estuvo siempre muy presente “Cisne negro”. La veo aparecer por las esquinas de muchas escenas, en el paroxismo de su protagonista (por supuesto Miles Teller no le llega ni a la suela de la zapatilla a la diosa Natalie Portman), en el planteamiento de la obsesión por la perfección hasta la pérdida de la razón y la caída al pozo insondable de la locura. “Cisne negro” es mil veces mejor, pero eso no obsta para que “Whiplash” sea un peliculón con todas las de la ley, una cinta imprescindible para considerarse un buen cinéfilo.
Porque la intensidad dramática que alcanza la lucha a muerte sin tregua posible entre Miles Teller y J.K. Simmons (su interpretación en este film bordea la perfección absoluta como uno de los tipos más impresentables, odiosos y repugnantes de la historia del cine) tiene momentos y escenas que son realmente míticas y de esas que se enganchan a tu retina para no abandonarte jamás.
Todo lo que es dulce y almibaradamente empachoso en “La La Land”, es carga de profundidad, zonas abisales y mala leche en “Whiplash”. Justo por eso su ópera prima es tan fantástica como edulcorada e insoportable lo es su sobrevalorada e insufrible “La La Land”.
 
Absolutamente portentoso su sentido estético y, muy especialmente, su forma de acompasarlo con la música, auténtica directora de la cinta y protagonista absoluta de todo su metraje. El virtuosismo estético de Chazelle (luego desaprovechado en el resto de su filmografía) se despliega a ritmo de acorde musical hasta el paroxismo del espectador. Jamás podrá volverse a rodar música en imágenes sin recurrir a «Whiplash» como referencia.
El Jazz como fuente de vida para la música. El Jazz como elemento distorsionador de la razón y ventana a la locura. Y un profesor al que en cada escena dan ganas de asesinar (he ahí el mérito de la interpretación histórica de J.K. Simmons).
Sangre, sudor y lágrimas. Mucho de todo ello en la ópera prima de Damien Chazelle, un director que prometía hasta que decidió dedicarse a la venta de palomitas edulcoradas y vomitivas con “La La Land” y se dejó llevar con posterioridad a la luna.

Subyugante paseo por el terror de una mente atrapada en un cuerpo paralizado, «La escafandra y la mariposa» es un arriesgado y magistral ejercicio cinematográfico de Julian Schnabel, lúcido y ácido

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Pocas películas más valientes y atrevidas que “La escafandra y la mariposa”. Julian Schnabel, pintor y director de cine de filmografía apasionante, se atreve a sumergirnos en la historia real de un periodista francés que, tras un grave accidente cardiovascular, sufre el síndrome de cautiverio, es decir, tiene paralizado absolutamente todo su cuerpo menos un párpado. A través del mismo, se hará posible la comunicación y podrá desarrollarse su historia, tan difícil de asimilar como de contar con lenguaje cinematográfico.
 
A través de una dirección de fotografía impecable y absolutamente acertada e innovadora de Janusz Kaminski (director de fotografía de cabecera de Steven Spielberg), y a través de un atrevido uso del plano subjetivo para que la inmersión del espectador en la terrorífica experiencia de su protagonista tenga aún mayor credibilidad si cabe (buena parte del metraje se desarrolla a través del mencionado plano subjetivo, en otro alarde de valentía de Schnabel), se nos desarrolla la historia de un ser humano atrapado dentro de la peor de las prisiones, su propio cuerpo totalmente paralizado, un cuento de terror basado en hechos muy reales.
 
Todo ello sostenido, como no podría ser de otra forma ante la propuesta del film, por una interpretación antológica de Mathieu Amalric, que tiene que hacer pasar toda la expresividad de su personaje protagonista omnipresente en la cinta tan solo con el movimiento del párpado de su ojo izquierdo, en un portento interpretativo inconmensurable.
 
Un dramón en toda regla que, sin embargo, en manos de un artista del nivel de Julian Schnabel, permite momentos para la sonrisa, para la ironía, para la tristeza pero también para algún amago de carcajada a través de las terribles situaciones por las que pasa alguien condenado a muerte en vida por culpa de unos médicos que se empeñan en mantener vivos a los seres humanos mucho más allá de lo razonable (la oportunísima crítica al encarnizamiento terapéutico que desliza sutilmente, o quizás no tanto, Schnabel es maravillosamente oportuna en los reaccionarios tiempos que corren de pensamientos ultraconservadoramente religiosos).
 
Rompiendo todas las convenciones narrativas, Schnabel se permite, dejándose acunar por la imaginación del protagonista, intercalar imágenes sugerentes en montajes audaces, permitiendo hacer volar la imaginación del espectador de una forma magníficamente imaginativa para dejarlo respirar fuera de la angustiosa cama del protagonista a ratos.
 
Sabiendo navegar de forma impoluta por el melodrama sin caer en el sentimentalismo barato, Schnabel lega una cinta madura, seria, coherente, ácida, descarnada, sensible, lúcida y profundamente humanista, más vigente que nunca.

Sin superar la perfección absoluta de su temporada 1, la segunda entrega de The Affair sigue mezclando 2 líneas temporales a través de 4 puntos de vista y un personaje para la historia: Alison

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Por supuesto que la temporada 2 de The Affair, siendo absolutamente maravillosa y un hito de la creación televisiva, no está a la altura del manjar de dioses de la primera temporada. Sencillamente porque pocas cosas en la historia de la televisión han volado a semejante altitud. La temporada 1 de The Affair es, simple y llanamente, perfecta. De principio a fin. Una obra maestra que encaja todas las piezas que debe tener un producto cultural para resultar magistral. Una de las más grandes primeras temporadas que haya visto en todos los días de mi vida. Es obvio que su segunda entrega, siendo igualmente excelsa, no puede llegar al nivel de paroxismo de calidad de la primera.
La estructura se mantiene. Siguen existiendo dos líneas temporales narrativas que no se cruzan hasta el último episodio de la segunda temporada y, en lugar de dos, ahora son cuatro las visiones narrativas diferentes respecto a los mismos hechos, puesto que a las voces y perspectivas de Alison y Noah, se unen las de Helen y Cole.
 
Pero todo eso, al igual que ocurriera en su entrega primigenia, sigue siendo lo de menos, porque todo vuelve a ceder ante la creación de uno de los más grandes personajes de la historia de la televisión, de un icono inmortal, Alison, interpretada como nunca antes había visto por la diosa Ruth Wilson en un recital sobrehumano imposible de definir y mucho menos de superar.
Para mí, la serie, en su segunda entrega, sigue siendo Alison y todo gira alrededor de ella. El resto, es portentoso atrezzo que va girando a su alrededor, a su misterio, a su imperfección, a sus mentiras, a sus angustias, a sus miedos, a sus asfixias, a sus constantes contradicciones.
 
Sigue siendo marca de la casa la división por mitad de cada uno de sus episodios ofreciendo los mismos hechos contados desde puntos de vista diferentes y normalmente divergentes. Este acierto innovador en la forma de narrar, multiplicado por dos en su segunda entrega, a cuatro voces, es absolutamente magistral y muestra de forma tan inteligente como sutil las diferentes perspectivas que hombres y mujeres pueden tener de unos mismos hechos. Ya de por sí, ello justificaría tomar muy en serio la serie.
También por su perfección estética y su cuidada dirección, ciertamente notable. Pero todo cede ante Alison, porque Alison, como ocurriera en Shameless con Fiona Gallagher, devora toda la serie y la monopoliza de forma absoluta convirtiendo en secundario todo lo demás.
Esta segunda temporada nos introduce en las consecuencias que el desarrollo de una relación sexual de infidelidad entre Noah (felizmente casado con Helen y padre de cuatro hijos) y Alison (igualmente casada pero marcada por una profunda herida interior incurable al haber perdido a su hijo a la edad de cuatro años y haber quedado destrozada psicológicamente para siempre) tiene para todos sus personajes. La vida ha cambiado definitivamente tras todo ello y ya nada jamás podrá ser igual.
Los personajes tratan de reconstruir sus vidas, van y vienen, dudan y sufren, se empeñan y desisten, evolucionan o involucionan y a ratos intentan madurar, pero el destino siempre guarda cartas en la manga y esta segunda temporada de The Affair nos ofrece una baraja entera.

En «El irlandés» de Martin Scorsese, los gangsters vuelven a adoptar el tono crepuscular de «Érase una vez en América» en esta película-compendio de madurez scorsesiana como lo es «Érase una vez en Hollywood» para Tarantino

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Es obvio que la cosecha cinematográfica de 2019 va a ser histórica. Como ocurriera con “Érase una vez en Hollywood”, donde Quentin Tarantino nos legó su obra compendio de estilo fraguando su madurez absoluta, el maestro Martin Scorsese nos lega otro tanto con “El irlandés”, una cinta que, de muy lejos, recuerda en tono nostálgico y crepuscular la decrepitud de un mundo y unos personajes ancianos en la línea de «Érase una vez en América» de Sergio Leone.

No siendo la mejor película de la filmografía de Scorsese, acaba suponiendo un resumen de lo mejor de su estilo visual y de la temática propia de su impecable trayectoria, eso sí, tamizada por el paso de la edad, creando una nueva versión de “Uno de los nuestros” o “Casino” con muchísimo menos ritmo y una violencia más sosegada, más seca y menos esteticista, más descreída y desesperanzada. Los planos secuencia, los congelados, los rótulos, la voz en off rde Robert De Niro guiándonos de forma psicológica a través de la historia… Todos los elementos propios y característicos del cine scorsesiano están presentes gozosamente a lo largo del quizás excesivo metraje de la cinta. Inolvidable plano secuencia que termina enterrado en flores mientras que se oyen disparos.

Que una película arranque con un plano secuencia, solo puede significar una cosa: o es Scorsese o es mi Paul Thomas Anderson. Y presagia lo mejor a través de sus tres horas y media de metraje, donde se narra una historia en tres líneas temporales diferentes (que nunca se molestan sino que, todo lo contrario, se complementan): desde la ancianidad del personaje interpretado por Robert De Niro se contempla un viaje importante que tuvo lugar en su mediana edad, excusa para repasar su ascenso previo dentro de la organización mafiosa que siempre estuvo conectada y vivió paralela al controvertido personaje de Jimmy Hoffa.

Perdida la pasión por el ritmo eléctrico, nos trae una mafia decadente y crepuscular, más necesitada de andadores que de vehículos de alta gama, con ritmo anciano y arrastrado. A los gangsters ya no se les mira con envidia, sino con pena, porque la vejez los ha devorado como al resto de los mortales, y la desmitificación como piedra angular de la cinta se ha fraguado.

Pero, tangencialmente, la película ofrece también un fresco sobre buena parte de la historia norteamericana del siglo XX, asesinato de Kennedy incluido. Una lección de historia que se va colando entre la voz en off del personaje protagonista, otra seña de identidad del cine de Scorsese.

La humanidad (pero también la violencia) se van perdiendo conforme los surcos de la piel acusan el paso del tiempo. Pero, obviamente, no todo se sustenta en el virtuosismo visual de la cámara de Scorsese, sino que también descansa en las interpretaciones de tres actores, indiscutibles en su eficacia contrastada: Robert De Niro, Al Pacino (ojo a su interpretación como Jimmy Hoffa) y Joe Pesci, que muestran a cámara que el que tuvo, retuvo, y que aún pueden dar de sí toda una lección interpretativa de intensidad absoluta.

Puede que se echen en falta algún personaje femenino abrasivo y contagioso propio del mejor Scorsese, que sea una película demasiado testosterónica, pero al menos hay un pequeño secundario encarnado magistralmente por Anna Paquin que, con su mirada, nos da el sabor de moraleja final de la obra de un director anciano.

Personalmente, para la fase joven de los protagonistas, hubiera recurrido mejor a actores jóvenes que al rejuvenecimiento digital, que no siempre funciona, como pero a la propuesta de Scorsese.

El tono crepuscular lo baña todo, emparentando directamente “El irlandés” con “Érase una vez en América” de Sergio Leone. La metáfora de pintar casas preside la película de principio a fin, y deja ese tono de sonrisa negra que se hiela en el rostro del espectador, que supone de facto la gran característica de la nueva película de Scorsese, quizás su meditada última palabra sobre el cine mafioso por parte de uno de sus más grandes especialistas.

«Días contados» ha envejecido mal, pero sigue siendo una portentosa narración de Imanol Uribe sobre el amor en los tiempos de ETA en la senda de «Juego de lágrimas» de Neil Jordan

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Imanol Uribe es uno de los grandes. Desconozco por qué siempre ha sido infravalorado en este país. Su filmografía siempre resulta interesante, máxime cuando en la misma mezcla los sentimientos con el mundo de ETA, que tan bien ha sabido reflejar. “Lejos del mar” es la sublimación de la fórmula en una película absolutamente perfecta para mí, que también desarrolló con inmenso acierto en “Plenilunio” y bastantes años antes en “Días contados”.
 
Es cierto que “Días contados” ha envejecido un tanto, sobre todo a nivel estético y musical. El cine ha evolucionado mucho y a mucha velocidad en el aspecto formal y tan solo las cintas que se rodaron cargadas y sin salir de los márgenes del clasicismo han sabido resistir el paso del tiempo. Pero más allá de ello, sigue funcionando perfectamente y continúa siendo un peliculón.
 
La historia del encuentro en un edificio de un miembro del Comando Madrid de ETA con una prostituta yonqui y la pasión que se desencadena entre ambos persiste en su encanto a lo largo de los años. Un tratamiento feísta de los sentimientos, de la pasión, de la pobreza, de las drogas, de la prostitución… que sigue siendo un tratado sobre el tema a día de hoy. El amor en los tiempos en que se convierte en imposible, el amor en los tiempos del cólera.
 
Todo sostenido en la interpretación de Carmelo Gómez como el etarra (en el mejor momento de su carrera, cuando demostró ser el gran actor de su generación), una joven Ruth Gabriel que encarna a la perfección al ser descarriado que trata de sobrevivir y sentir a pesar de todo, una Candela Peña eficaz como secundaria como contrapunto liviano, un Karra Elejalde solvente como inspector de policía (la escena en el bosque con El Portugués pareciere salida de Los Soprano) y un jovencísimo Javier Bardem como camello absolutamente inolvidable, germen de lo que luego ha venido a resultar el actor más imprescindible de nuestra plantilla.
 
Si bien la BSO chirría con el paso de los años, las emociones permanecen intactas, incluido el periplo granadino de sus protagonistas que consuman su amor en el Hotel Alhambra Palace tras subir en vehículo privado (eso sí que impacta) por la Cuesta de Gomérez. Una película que marca una época en nuestro país y que entronca en su temática y planteamiento con la mítica “Juego de lágrimas” de Neil Jordan, con la que tiene bastantes puntos de conexión, aunque hay que reconocer que la obra maestra de Jordan es netamente superior a la de Uribe.

En una cosecha histórica, «La trinchera infinita» puede ser la gran película del año: deslumbrante retrato claustrofóbico del terror psicológico propiciado por el franquismo y sobre la grandeza de la mujer republicana

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Os lo suplico de rodillas: haceos un favor e id urgentemente a ver «La trinchera infinita» y, si puede ser antes de este domingo, tanto mejor. En un año cinematográfico que promete ser histórico por cantidad de calidad, “La trinchera infinita” de Jon Garaño, Aitor Arregi y Jose Mari Goenaga puede ser la gran película del año. Sencillamente porque estamos ante la mejor disección de cómo el franquismo se impuso sociológicamente durante 40 años a través del terror sin necesidad de mover un dedo una vez inoculado en la sociedad. Si logras paralizar a la sociedad con el miedo, se desactiva sola y no tienes que hacer absolutamente nada para someterla.
 
Y la película es eso: la mejor radiografía del miedo y el mejor estudio psicológico que el mismo y la ausencia de libertad supone para sus protagonistas. La película, digámoslo ya de una vez sin más preámbulos, es una puñetera obra maestra colosal. Lo cual me ha dejado más que boquiabierto viniendo del equipo de directores que filmaron “Loreak” (interesante y original película ma non troppo) y “Handia” (otra correcta cinta que sufrió para mí de fracaso de expectativas por sobrevaloración). Pero esta vez sí, esta vez han entrado a la historia del cine por la puerta grande con “La trinchera infinita”, insisto, probablemente la mejor película de un año que se presenta afrodisíaco para el cinéfilo.
 
Una cinta cuyos 10 minutos de arranque son de lo mejor que estos ojos miopes han visto en los últimos años, o puede que en toda su vida. Cine en estado puro. Terror filmado con cámara al hombro, verosimilitud absoluta, ritmo infartante y pasión cinematográfica. Retrato certero de la campiña sevillana de la época, fidedigno y seco, desolador y brutal, sentido y valiente, desmitificador y lúgubre, desasosegante y lúcido. El periplo de huida de Antonio de la Torre con el que se abre la cinta supone un alarde cinematográfico al alcance de muy pocos. Es sencillamente la escena del año. El terror del pozo es algo que te marca de forma indeleble y que no vas a olvidar jamás. Y me quedo corto.
 
A partir de dicho preámbulo insoportable de tensión que el espectador tiene que hacer un esfuerzo por digerir, la película decide cambiar de registro y pasar del terror al drama psicológico de la forma más original y acertada que pudiera soñarse. Encerrado el personaje del topo en un hueco de su casa, emparedado en vida para sobrevivir al franquismo, el anonadado y tensado hasta el límite espectador solo ve lo que los ojos de Antonio De la Torre ven, solo escucha lo que él escucha (ojo al montaje de sonido aterrador que debería ser Goya sí o sí), solo tiene la movilidad que él tiene. La tríada de directores vascos someten al espectador a una angustia insoportable que logra identificarlo total y absolutamente con el personaje. La jugada es maestra, es cine de gran dimensión.
 
Al topo le espera una evolución psicológica absolutamente enclaustrado durante 30 años de una convicción y verosimilitud fuera de lo normal. Pero quizás el topo no sea un héroe sino un cobarde, y quizás él no sea el protagonista de la oscuridad en la que vive sino su mujer, una mujer como tantas otras de la época que nunca se pronunció ni habló de política pero sobre la que acaba recayendo la represión política y el peso de la familia. Si lo de Antonio De la Torre es de Oscar, lo de Belén Cuesta no se queda atrás. El pulso interpretativo de ambos, que es lo que sostiene la cinta en todo momento, es de una dimensión inaudita en nuestro cine.
 
Pero al ya de por si espectador levitando en la sala de proyección le espera la suma de un tercer personaje fascinante, el hijo, que dará lugar a una de las grandes escenas de nuestro cine cuando tiene una definitiva discusión con su padre. El Séptimo Arte tocando techo en ese momento.
 
Pocas películas más inmersivas que ésta, más incómodas, más tensas, más desasosegantes. Que cuenta cómo el amor no puede con todo, cómo el dolor se impone, la claustrofobia toma las riendas y la mujer acaba siendo la auténtica heroína silente de nuestra historia. Lo dicho, una puñetera obra maestra.

Imanol Uribe, uno de los grandes de nuestro cine, borda con «Plenilunio» una perfecta adaptación del texto literario de Muñoz Molina para consumar un noir perturbador

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Qué gozada más soberbia merece revisitar “Plenilunio” de Imanol Uribe en su XX aniversario. Nada podía salir mal por la conjunción de talentos extremos que atesora la cinta:
 
1.- Una historia que marca de forma indeleble salida de uno de las mejores novelas que se hayan escrito en castellano por parte de Antonio Muñoz Molina.
2.- Uno de los más grandes directores de este país, Imanol Uribe, al frente, con ese tratamiento tan tangencial pero brutal de la sombra de ETA presente en buena parte de su apasionate filmografía, entre la que adoro por encima de todas las cosas «Días contados» o «Lejos del mar», ambas sombreadas por la presencia de ETA.
3.- Un elenco de actores y actrices en absoluto estado de gracia: si Miguel Ángel Solá está para nota como el comisario de policía, llo de Adriana Ozores como la maestra Susana Grey es antológico, más allá de la muy compleja construcción del monstruo por parte de Juan Diego Botto, sencillamente histórica.
4.- Un guión firmado por Elvira Lindo que adapta sabiamente un texto literario que no pareciere fácil de trasladar al cine a primera vista.
5.- Una partitura de Antonio Meliveo perturbadora que remata con el uso continuo en la cinta del tema inmortal “Fly me to the moon”, como no podría ser de otra forma para una cinta tan «lunática».
6.- Una lluviosa (la lluvia es un personaje más de la novela y, por tanto, del film) fotografía espléndida de Gonzalo F. Berridi.
 
Nadie sale indemne de la película como nadie lo logra de la obra literaria homónima a la que se debe, un asomarse al fondo del abismo del alma humana sin precedentes.
Imanol Uribe, como lo hiciera Muñoz Molina, va jugando a meternos en la mente de los distintos personajes que la componen: un inspector de policía que es destinado a su ciudad natal cuando su mujer pierde la salud mental por las presiones y amenazas sufridas en Euskadi (que dicho traslado cambie de la Andalucía de la novela a la Palencia de la película supone algunas discordancias injustificadas en su guión); un criminal que ha violado y asesinado a Fátima y que presiente que va a reincidir con la próxima luna llena; la maestra de la niña asesinada (inolvidable Susana Grey personificada de forma magistral por Adriana Ozores), atrapada en una vida vacía y un pueblo que jamás ha sentido como propio; un sacerdote exprofesor del inspector que le aconseja buscar los ojos del asesino por la calle, pequeño papel para el inmortal Fernando Fernán Gómez; un forense atípico que compensa con su profesionalidad la carencia de vida privada (solvente Chete Lera).
El noir como excusa para un profundo drama psicológico. Esa es justo la fórmula para el cine negro que a mí me apasiona.
Y la ciudad, una ciudad de interior, de provincias, asfixiante y conservadora, castigada por un crudo otoño de lluvias constantes, demasiado pequeña, plena de diferencias de clases sociales, de amarillismo de la prensa, de manipulación de masas. La vida misma.