«El muerto y ser feliz» es un ejercicio onanístico y absurdamente audiodescrito de Javier Rebollo, sin pies, cabeza ni emoción alguna

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Innovar en el cine es deseable. Renovar el lenguaje fílmico, necesario. Pero con un objetivo y un sentido narrativo concreto. Javier Rebollo intenta ser original en “El muerto y ser feliz” y lo que consigue, al final, es algo ciertamente inexplicable, incomprensible y e inane, críptico y cercano a la estulticia.
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Desperdiciando el talento de uno de los mejores actores de nuestro cine, José Sacristán, Rebollo nos sumerge en una road movie por la Argentina profunda a través de un asesino a sueldo que está a punto de morir de cáncer y que sobrevive a base de morfina.
 
El planteamiento pudiera haber dado lugar a algo épico, pero nada más lejos de la realidad. Más bien todo lo contrario. Y ello por una serie de decisiones autorales sin pies, ni cabeza, ni sentido, ni orientación alguna y, sobre todo, por una carencia de guión totalmente asfixiante.
 
El primer error grave es el uso continuo de una voz en off (que luego se convierte en dos y, en algún momento incluso simultáneas en un efecto cuya finalidad narrativa se me escapa) que, lejos de contar la historia, lo que nos van narrando es lo que vemos, como si alguien se hubiera dejado por error activado el sistema audiodescrito para sordos. ¿Alguien me puede explicar qué aporta eso a la historia o la narración fílmica más que una profunda dosis de ajeneidad?
 
Pero lo peor es la ausencia de guión, la absoluta ausencia del más elemental guión. Porque en la película no pasa nada, no nos importa lo que pasa, no nos conmueve lo más mínimo lo que vemos ni nos compelen sus personajes.
 
Un error, un fracaso por moderno. Porque, se puede ser innovador y cambiar las reglas del cine, pero en favor de la narración, no del onanismo de su autor.

Nazarenos en campaña (Solo quieren mi voto)

Cadena SER
Aquí os dejo mi columna de opinión que, como cada viernes, se emite en Cadena SER Radio Granada, a las 8:20 h:
 
Granada ha sobrevivido a la letal conjunción astral de una campaña electoral y la Semana Santa, donde los políticos se abrazaban a todo nazareno que pareciere respirar debajo del antifaz, mientras que los nazarenos hacían política todo lo que la túnica les permitía, porque ya se sabe que las cofradías granadinas nunca son ajenas a los avatares políticos, expertas en dejarse llevar por los de siempre, con una profesionalidad y constancia encomiables.
 
Pero ahora nos queda lo peor: decidir qué vamos a votar este domingo. Barajadas sobre la mesa las papeletas que me han remitido por correo de forma obsoleta y carísima, solo se me ocurre una tesitura más desalentadora: la que se nos avecina para las Municipales. Ahí creo que lo tendré incluso peor para decidir, porque la oferta puede llegar a ser aún más desesperanzada que en las Generales, y eso tiene un mérito indiscutible.
 
En el fondo, hace tiempo que sé lo que voy a votar, llevado por las ideas y no por las personas, desde luego. Tan claro que me podría haber ahorrado pagar de mi bolsillo una campaña inútil de electroencefalograma plano o unos debates que no lo son. Pero nadie me pregunta nunca por estas cosas: solo quieren mi voto.

Saoirse Ronan es lo único excepcional de la mediocre «María, Reina de Escocia» de Josie Rourke, propuesta academicista, insulsa y hagiográfica en torno a María Estuardo

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Saoirse Ronan es motivo más que suficiente para ver una película. Porque ella es la reina y señora del cine actual. Y, quien piense que exagero, que recurra a “Lady Bird” de Greta Gerwig (uno de los grandes personajes de nuestro tiempo) o a“En la playa de Chesil” de Dominic Cooke.
 
Pero la inmensa y estratosférica interpretación de Saoirse Ronan como María Estuardo, magnífica y colosalmente secundada por Margot Robbie como la Reina Isabel, en un duelo interpretativo sin paliativos, no salvan de la mediocridad hagiográfica a “María, Reina de Escocia” de Josie Rourke.
 
Académica en demasía, poco atrevida en su planteamiento, mostrando un empoderamiento femenino tan anacrónico en el siglo XVI (por desgracia) como increíbles sus nobles británicos negros u orientales (esta última concesión a lo políticamente correcto en la Inglaterra del siglo XVI ya es hilarante) y su guión santurrón mostrando a María Estuardo como una santa católica dispuesta a todo tipo de martirio.
 
El personaje histórico ha conocido mejores versiones (aunque quizás esté por llegar la realmente definitiva) y aquí se queda en la epidermis de una correcto film histórico, rodado con solvencia pero sin tirar cohetes y basado, eso sí, en la genialidad insuperable de Saoirse Ronan, la gran actriz del momento (con permiso de Natalie Portman) que me tiene obnubilado y encandilado tanto por su peculiar y adictiva belleza como por su capacidad interpretativa.
 
Pero, sí, es cierto que ni de lejos tampoco es su mejor interpretación. Una anodina clase de historia bendecida por demasiadas buenas intenciones. De usar y tirar.
 
Si lo tuyo son las películas históricas de los últimos tiempos, no lo dudes, recurre a mi Yorgos Lanthimos y «La favorita». Eso sí que sí.

El inconmensurable Martin Luther King merecía una película con más virtuosismo que el de Ava DuVernay en «Selma» y un guión con más compromiso social y garra

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Demasiadas veces en el cine, las buenas intenciones no se ven correspondidas con el resultado final. Es el caso de “Selma” de Ava DuVernay, directora a la que le viene demasiado grande la figura de Martin Luther King.
 
Biopic con desgraciadas tendencias hagiográficas, “Selma” nos cuenta unos cuantos días en la vida del carismático líder afroamericano, los que tuvieron lugar alrededor de la marcha en Selma, pequeña población profundamente racista del profundamente racista estado de Alabama.
 
Los negros no tenían derechos. Los pobres tampoco. Así era en los años 60 y así sigue siendo hoy día. Y, quien no lo quiera ver, es porque se hace el ciego con enorme profesionalidad y por interés. Los negros de Alabama querían votar, pero el voto era para la gente blanca como Dios manda (¿no os resulta familiar aún en 2019?), la gente con buenas vidas y con papeles, que son las únicas que tienen derechos. Los demás parecieren ser personas de segunda categoría.
 
Los negros solo servían para ser apaleados y asesinados por la policía de Alabama a las órdenes de un gobernador que, después de haber luchado contra Hitler, resultaba ser más nazi que el mismísimo líder de la Alemania fascista. La vida misma. Y con el beneplácito haciéndose los ciegos de la Casa Blanca.
 
Pero “Selma” discurre por la peligrosa senda de la hagiografía, de los personajes sin matices, de los buenos muy buenos y los malos muy malos sin mayor justificación y, lo que es peor, desaprovechando a un conjunto de actores y actrices notables que terminan pasando un tanto desapercibidas a pesar de lo notabnles que son.
 
Dicho sea de paso, parece mentira que, en una cinta dirigida por una mujer, los personajes femeninos sean accesorios y meras caricaturas (especialmente sangrante las apenas tres líneas de guión de la activista por los derechos sociales que acompaña a Martin Luther King), y con un planteamiento político demasiado exquisito y carente del compromiso suficiente, más preocupado en no molestar ni pisar ningún charco que en transmitir la rabia de la sometida y esclavizada población afroamericana.
 
Igual ocurre con la dirección, plana y académica, correcta pero sin chispa, esteticista y efectista pero sin pulsión de autoría. Una película correcta que pudo ser muchísimo mejor. Martin Luther King merecía mucho más.

Cuando el guión es un despropósito, ni la calidad de Luca Guadagnino ni las inmensas interpretaciones de Tilda Swinton, Dakota Johnson y Mia Goth pueden salvar a «Suspiria» de la quema

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La imaginación en el cine de terror está muerta. El cine de terror prácticamente está muerto, para ser más exactos, y solo despierta en contadísimas ocasiones para descubrirnos una obra maestra de forma excepcional y escasa. En los últimos tiempos, solo trascienden de verdad “Déjame entrar” de Tomas Alfredson, “A ghost story” de David Lowery y “Thelma” de Joachim Trier como grandes hitos del cine moderno. A cierta distancia, pero enormemente digna, esa inolvidable “Verónica” de Paco Plaza. Poco más.
 
Ni siquiera recurriendo a uno de los grandes cineastas de los últimos tiempos, el italiano Luca Guadagnino, nada se salva de la quema. Ni tan siquiera recurriendo a una reinterpretación (va más allá de un remake al uso) de la mítica película de Dario Argento, “Suspiria no es nada, puro artificio, un magnífico pero alambicado y complejo arranque que se va diluyendo hacia el esperpento final, una fiesta gore sin pies ni cabeza que provoca más risas que temblores.
 
La película lo tenía todo para haber sido inmensa:
 
1.- Relectura muy personal en clave expresamente feminista y como canto y homenaje al amor más puro, el de las madres, de un clásico del terror de Dario Argento.
 
2.- Un director con una filmografía intachable, Luca Guadagnino (“Call me by your name” o “Cegados por el sol” son dos extraordinarias obras maestras).
 
3.- Unas actrices de lo mejor del panorama actual y en su mejor momento (una estratosférica Dakota Johnson que regala credibilidad a un personaje tan increíble ab initio, una siempre impresionante Tilda Swinton haciendo un doble papel femenino y masculino para demostrar que no se necesitan hombres para hacer una película y, sobre todo, una perturbadora Mia Goth en una lección interpretativa épica).
 
4.- Un estilo visual muy setentero (lo cual supone un acierto a la hora de ambientación de la cinta) y atrevido, recurriendo a montajes paralelos y frenéticos, uso de zoom, la propia textura de la fotografía…
 
Todo parecía conducir a crear una película memorable, pero… claro, a alguien se le olvidó que lo más importante del cine es contar una historia con sustancia, tener un guión creíble y sólido, perfilar unos personajes con aristas y complejos… Todo ello brilla por su ausencia en la fallida propuesta de un genio del cine del nivel de Luca Guadagnino.
 
Cuando la historia es un despropósito, todo el buen cine que atesore la propuesta está de más. Es el caso.

«Techo y comida» de Juan Miguel del Castillo es el paradigma perfecto de cine social necesario para despertar conciencias adormecidas gracias a un guión y una Natalia de Molina para la historia del cine

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Hay películas buenísimas. Hay películas sublimes. E incluso hay películas tan sublimes como necesarias, oportunas y básicas para conocer desde dentro y entender el mundo en el que vivimos. “Techo y comida” de Juan Miguel del Castillo es una de estas últimas. Como “Hermosa juventud” de Jaime Rosales, testimonios imprescindibles para conocer realmente y con certeza el abismo social en el que ha incurrido esta sociedad injustamente insoportable. Dos películas honestas, comprometidas, valientes y que, casualmente, recaen sobre los hombros de dos actrices andaluzas que tocan techo en la historia de la interpretación con ellas: Natalia de Molina en “Techo y comida” e Ingrid García-Jonsson en “Hermosa juventud”. Perfectas, sublimes.
 
Absoluta obra maestra del cine social, tras la estela del mejor Fernando León de Aranoa, «Techo y comida» nos cuenta el triste e insoportable periplo de una joven madre con un hijo de 8 años que no encuentra trabajo y no accede a ingresos algunos. Las ayudas sociales se tramitan, pero llegarán tarde, o no llegarán… Ya se sabe con las administraciones: tarde, mal y nunca.
Y, mientras, ¿cómo comer? ¿cómo pagar el alquiler del piso? ¿cómo sobrevivir en mitad de la vorágine hipercapitalista en la que nos ha tocado vivir y que ha asfixiado al pueblo definitivamente?
 
La tragedia de siempre contada como nunca. Porque tenemos dinero para rescatar a los bancos mientras que nuestros vecinos de bloque se están muriendo de hambre delante de nuestros ojos, que no quieren mirar para no sentirse incómodos.
 
Película trabajada con una honestidad y una complejidad insuperables. Desde las entrañas. Haciéndonos partícipes del día a día y la desesperación de quien no encuentra trabajo ni salida a una forma de vida al borde del abismo a la que la han condenado a vivir.
 
No hay trabajo, las ayudas no llegan, la sociedad se hace la ciega y la sorda, la religión no sirve y demuestra su hipocresía en una escena durísima (la de la monja) que enseña la cara real de lo que se nos quiere vender, las administraciones son pura burocracia sin corazón… Tan solo la solidaridad de una vecina es el único rayo de luz en mitad de una oscuridad atroz y mortal. No hay más. Eso y el coraje de rebuscar en la basura.
 
Poderoso cine social andaluz ambientado en Jerez de la Frontera que recae sobre los hombros de una Natalia de Molina portentosa, única, insuperable, maravillosa. La andaluza borda una interpretación para la historia del cine llena de orgullo, fuerza, coraje, afán de superación e ira por la que ganó merecidísimamente el Goya a la Mejor Actriz.
 
Una radiografía perfecta de la crisis económica que sigue castigando con la misma intensidad a los mismos, por más que los políticos nos quieran hacer creer lo contrario y por la que unos cuantos han logrado ser aún mucho más ricos de lo que eran a costa del proletariado depauperado y hambriento cada vez más. La redistribución de la riqueza deviene en imposible si la juventud no tiene acceso al mercado de trabajo. Ello supone el fin de las posibilidades de supervivencia de un país que se encuentra en estado crítico.
 
Y el fútbol como opio del pueblo. Porque a la película no le falta un detalle como diagnóstico perfecto de nuestra triste realidad social. Un entretenimiento que embrutece a las masas y les impide levantar la vista para constatar la miseria absoluta y devastadora que les rodea en una escena final para la historia del cine.

Un ángel llamado Ángel

Cadena SER

Aquí os dejo mi columna de opinión que, como cada viernes, se emite en Cadena SER Radio Granada, a las 8:20 h:

Es difícil ser granadino y no vivir estos días con náusea vital al ver a Ángel Hernández detenido por consumar por amor el deseo de su cónyuge de morir, en el ejercicio legítimo de su decisión personal sobre su bien más preciado, su propia vida.

Y es que el granadino, inevitablemente, se retrotrae doce años atrás, cuando Inmaculada Echevarría decidió a medio camino entre dos mundos ubicados en la calle San Juan de Dios, que ya estaba bien, que viviera otro en sus circunstancias, porque el martirio debe ser voluntario, nunca por imposición estatal, legal ni religiosa.

Decía Karl Marx que la religión era el opio del pueblo porque no llegó a conocer el fútbol y su poder omnímodo, pero lo que es cierto es que sigue impregnando legislaciones, sentencias, políticas y a la sociedad como si nada hubiera cambiado. O quizás es que la Transición fue un sueño y nunca llegó a producirse realmente.

Yo, como nuestra Inmaculada o como el gran Ramón Sampedro, quiero poder decidir cómo, de qué manera y hasta cuándo quiero vivir. Como me de la gana a mí y no al estado. Y somos legión opinando así, y estaremos muy atentos al futuro judicial de ese ángel llamado Ángel.

«El regalo», thriller psicológico-fábula moral, tensa al espectador gracias a un magnífico guión que va de menos a más, pero falta chispa en la plana dirección de Joel Edgerton

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A veces encuentras una película con un buen y original guión y deseas que hubiera caído en manos de un gran director. El problema es cuando, como en el caso de “El regalo”, guionista, director y protagonista son la misma persona: Joel Edgerton.
 
Ese fantástico guión, que comienza con apariencia de telefilm de sobremesa sobre vecino inoportuno que se entromete demasiado en la vida de los recién llegados al barrio con aviesas intenciones, va mejorando paulatinamente en un crescendo sin fin hasta el paroxismo final y la moraleja de una fábula moral compleja y oportuna.
 
Si este guión hubiera caído en manos de Michael Haneke o Paul Thomas Anderson, les hubieran dado absoluta libertad para cambiar lo que quisieran de la historia, le hubieran quitado los sustos con golpes de música que sobran en una película tan serie e importante como ésta y hubieran implantado su personalidad visual, seguramente estaríamos hablando de una de las mejores películas de los últimos tiempos.
 
Algo parecido ocurrió con «El cabo del miedo» o «Shutter Island» en manos de Martin Scorsese y acabamos hablando de grandes joyas de la historia del cine.
 
Pero Joel Edgerton, actor mediocre (aunque hay que reconocer que en su película está muy bien), director primerizo (apuesta demasiado compleja para un debutante sin un estilo concreto que ofrecer) y guionista excelente (eso sí, porque el giro argumental que perpetra conforme el guión va evolucionando es digno de una gran y justa alabanza), no ha estado a la altura de su magna ocurrencia.
 
Que la pavisosa Rebecca Hall tenga que cargar con el peso de la trama y constituir el objeto de deseo tampoco es precisamente un acierto de casting que sume en el resultado final de la película.
 
Pero no quisiera que de mis palabras se desprenda que “El regalo” es una mala película. Todo lo contrario. Funciona como thriller psicológico con la precisión de un reloj suizo y te engancha, y te tensa, y te entretiene, y te perturba. Pero… le falta esa pizca de genialidad en la dirección que los genios tienen y de la que Joel Edgerton es obvio que carece.

Nadie ha contado mejor el período entre la I Guerra Mundial y la Gran Depresión como Dennis Lehane en «Cualquier otro día», una de las más grandes novelas con las que me haya topado

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Dennis Lehane (para mí, el culmen de la literatura de nuestro tiempo junto con Philip Roth y Almudena Grandes) consuma con “Cualquier otro día” una novela que es la radiografía perfecta de una época concreta (el tiempo que transcurre entre la finalización de la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión) en un lugar muy concreto (Boston, especialmente sus barrios italianos e irlandeses). Y no se me ocurriría ninguna lectura mejor para zambullirse en las convulsas aguas de ese misterio histórico de una forma tan certera como amena. Cosas de las obras maestras apasionantes.
 
El fin de la primera gran contienda mundial trajo la gripe a los EE.UU., una cepa epidémica y mortal, pero también trajo el despertar del proletariado explotado que vivía en régimen de esclavitud y en condiciones ínfimas e inhumanas. Aparecieron (aunque la historia haya tratado de ocutárnoslo siempre) los movimientos marxistas, anarquistas y obreros con gran fuerza revolucionaria e incluso terrorista, al calor de la revolución soviética, que fueron dura y sanguinariamente reprimidos por el sistema sin piedad alguna a través de las matanzas que fueren menester para mantener el orden establecido.
 
Cuando quien finalmente decide organizar una huelga es la propia policía de Boston, el caos está servido. Y no puede ser literariamente más apasionante. Porque el comunismo existió, y mucho, en los EE.UU., como esta novela o «Me casé con un comunista» de Philip Roth nos has desvelado al fin.
 
Pero la sensibilidad y genialidad de Dennis Lehane hace que nos cuente todo ello tamizado por el periplo vital de dos personajes inolvidables: Danny Coughlin (hijo de un mandamás de la policía de Boston, de origen irlandés y profundas convicciones sociales) y Luther Lawrence (un afroamericano que llega a Boston huyendo de un pasado turbio por haberse mezclado con el mafioso más peligroso de Tulsa y que necesita una nueva identidad y una nueva vida partiendo de cero).
 
Y todo ello observado a distancia por un famoso jugador de baseball (Babe Ruth) que aparece poco en la novela pero para remarcar determinados momentos, a modo de intermedios de la narración principal, la amistad de estos dos personajes tan lejanos como incompatibles (en principio).
 
Más de 700 páginas subyugantes, apasionantes, vibrantes y que, esa es la mejor noticia de todas, forman parte de una trilogía que completan “Vivir de noche” y “Ese mundo desaparecido”.

Jamás volverá a existir cine como el de los 70, ni directores como George Roy Hill, ni actores como Paul Newman y Robert Redford, ni actrices como Katharine Ross, ni películas como «Dos hombres y un destino»

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Los años 70 trajeron el mejor cine de la historia. Hollywood se hizo adulto (hasta que los 80 lo infantilizara ya para siempre). Llegó el momento de revisitar los géneros y hacerlo con cierto tono maravillosamente vintage para transformarlos y dinamitarlos desde dentro y con todos sus cánones respetados.
 
“Dos hombres y un destino” giró el western, dándole un barniz de dioses inmortales a los forajidos y, sobre todo, introduciendo el humor como un elemento capital de la trama.
 
Para llevar al cine la vida de los míticos asaltantes de bancos y trenes Butch Cassidy y Sundance Kid, se eligió uno de los grandes directores de los 70 (George Roy Hill), dos de los mejores actores de la historia (Paul Newman y Robert Redford), una de las más míticas actrices para mí (Katharine Ross), una canción mítica que permanecerá para siempre en nuestra mente hasta el último de nuestros días (“Raindrops keep fallin´on my head”) y un guión de William Goldman que sabe combinar las escenas de acción con reflexiones acertadas y un ácido sentido del humor que rezuma cada situación y cada diálogo de una exquisitez cómica absoluta. Una soberbia obra de arte la mires por donde la mires.
 
Momentos de tensión rotos por diálogos cómicos entre los dos grandes mitos de la interpretación como ese que jamás olvidaremos en el que ambos solo pueden sobrevivir a sus perseguidores saltando a un río y Robert Redford se ve obligado a confesar a Paul Newman que no sabe nadar.
 
Escenas míticas, paisajes maravillosos, situaciones de gran tensión, acción sin respiro, humor por doquier y esos tres personajes protagonistas que te atraparán y te ganarán para siempre.
 
Y esa manera maravillosa de romper el ritmo narrativo por parte de George Roy Hill con la superposición de fotos que marca la transición de los EE.UU. a Bolivia; o la perfecta e histórica escena final congelada para cumplir la promesa que el personaje de la diosa Katharine Ross promete al espectador: que no queremos ver a dos bandidos míticos muertos. Pura historia del cine.
 
¿La apuesta era superable? Por supuesto, pero para eso tenían que volver a reunirse Paul Newman y Robert Redford bajo la dirección de George Roy Hill en “El golpe” cuatro años después.