«No tengas miedo» de Montxo Armendáriz es tan perfecta como necesaria, sostenida por una excepcional Michelle Jenner que nos muestra sin morbo pero con valentía el terror de los abusos sexuales a menores

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“No tengas miedo” es una película sencillamente perfecta. También necesaria. Ahora más que nunca hay que destapar los casos de abusos sexuales a menores de edad y descorrer todas las cortinas. Y Montxo Armendáriz lo hace de forma magistral y definitiva con esta cinta, gracias además a una interpretación de Michelle Jenner de esas que deben consagrar a una actriz para los restos en el olimpo de la interpretación, que es donde merece estar.
 
Una película dura, valiente, necesaria, honesta, certera, emocionante, un templo de la narración. Venida de un cineasta que, como Imanol Uribe («Plenilunio», «Días contados», («Lejos del mar»), están ambos infravalorados porque son piezas capitales de nuestro cine. Desde “Silencio roto” (hoy más imprescindible que nunca para entender qué fue vivir bajo el régimen de terror de Franco) hasta el mundo propio de “Obaba” o “Secretos del corazón”. “No tengas miedo” no está por debajo de ninguna de ellas. Todo lo contrario.
 
Es la historia de Silvia, desde la infancia a la llegada a la edad adulta pasando por la adolescencia. Es una chica con problemas, no es como las demás, su cabeza no está bien. Algo muy grave le pasa. Es obvio que el origen de su terror incontrolable procede de vivir en casa con el monstruo, con el catalizador de todos los terrores, con un padre abusador que se ha pasado la vida ganándosela para luego practicar sexo con ella.
 
Armendáriz lleva con un pulso magistral la historia sin caer en ningún momento en el exhibicionismo sentimental o el morbo fácil. Toda la violencia sexual siempre ocurre fuera de campo, nunca vemos nada. Y además lo logra bordeando el melodrama fácil para que no haya apelación simple a la lágrima, sino puñetazo en el estómago del espectador de una crudeza inusitada.
 
La película es profundamente perturbadora, y lo es sobre todo por la interpretación de Michelle Jenner. Lo de esta chica es algo innato que explota en esta cinta, en la que nos deja su mejor interpretación hasta la fecha. Contenida, compleja, llena de matices en sus miradas y en sus posturas corporales… MIchelle Jenner nos embauca y nos hace creíble la historia. Ella es la película, gravita a su alrededor y recae sobre sus hombros. Donde la película es una obra maestra simplemente lo es porque Michelle Jenner es en sí misma una obra maestra como actriz.
 
Lluís Homar está impecable (como siempre) en su recreación del monstruo de cara amable al que no le importa destrozar para siempre la vida de su hija por su mera satisfacción sexual. Y Belén Rueda salva con profesionalidad el papel de la madre que prefiere no saber y mirar para otro lado.
 
Michelle Jenner, en una conversación con su psiquiatra en una escena capital de la cinta, pronuncia la frase definitiva y definitoria de la película: “¿Cómo puede ser que la persona que más me ha querido sea la que me ha destrozado la vida?”. Ella quiere creer en su padre y le da una oportunidad tras otra, pero….
 
Una película, insisto, tan perfecta como necesaria.

Releer «Plenilunio» de Antonio Muñoz Molina es subrayar que fue uno de los 4 libros que cambiaron mi vida, narración cruda en clave noir de las distintas formas humanas de acercarse al asesinato de una niña

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Hay cuatro libros que cambiaron mi vida para siempre, que marcaron un antes y un después en mi relación con la literatura: “Némesis” de Philip Roth, “Los aires difíciles” y “El corazón helado” de Almudena Grandes y éste que acabo de terminar, “Plenilunio” de Antonio Muñoz Molina.
 
Nadie sale indemne de su lectura. Por su forma y por su fondo. Una obra maestra absoluta. Uno de los libros más grandes que se hayan escrito en castellano. Un asomarse al fondo del abismo sin precedentes.
 
El libro, desde una posición externa, va jugando a meternos en la mente de los distintos personajes que lo componen: un inspector de policía que es destinado a Andalucía cuando su mujer pierde la salud mental por las presiones y amenazas sufridas en Euskadi; un criminal que ha violado y asesinado a Fátima y que presiente que va a reincidir con la próxima luna llena; la maestra de la niña asesinada (inolvidable Susana Grey), atrapada en una vida vacía y un pueblo que jamás ha sentido como propio; un sacerdote exprofesor del inspector que le aconseja buscar los ojos del asesino por la calle; un forense atípico que compensa con su profesionalidad la carencia de vida privada.
 
El lector va a poder vivir todo lo que pasa por la mente de cada uno de estos personajes. Muñoz Molina va a jugar a hacernos ver qué pasa por la cabeza del policía sobre el que recae la investigación y por la del criminal que no puede controlar sus deseos y frustraciones. El noir como excusa para un profundo drama psicológico. Esa es justo la fórmula para el noir que a mí me apasiona.
 
Y la ciudad, una ciudad de interior, de provincias, asfixiante y conservadora, castigada por un crudo otoño de lluvias constantes, demasiado pequeña, plena de diferencias de clases sociales, de amarillismo de la prensa, de manipulación de masas. La vida misma.
 
Hasta que la novela te sorprende y te noquea con un final tan inesperado como lógico, tan sorprendente como coherente, que cierra el círculo de una novela perfecta.
 
Todo ello contado por la impresionantemente barroca escritura de Muñoz Molina, uno de los más grandes. Un libro plagado de reflexiones certeras y crudas, que arañan el alma. Una puñetera obra maestra cuando es releída un par de décadas después.

Con «Rojo», Krzysztof Kieslowski culmina (con algunos planos secuencia antológicos) la gran trilogía del cine, gracias a la candidez de Irène Jacob y al nihilismo de Jean-Louis Trintignant

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El director polaco Krzysztof Kieslowski ya había marcado mi vida de forma indeleble para siempre con su “Decálogo”, “La doble vida de Verónica”, “Blanco” y, sobre todo, “Azul”. Y, con el corazón mucho más que conquistado, me acercaba hace ahora 25 años a un cine a ver el estreno de la película que ponía el punto y final a su trilogía de los colores de la bandera francesa, la dedicada a la fraternidad, “Rojo”.
 
Previamente ya conquistado por la presencia como protagonista de la hipnótica Irène Jacob de nuevo tras “La doble vida de Verónica”, sabía que tras el episodio de respiro tragicómico de “Blanco”, “Rojo” volvía a retomar los senderos del drama pero sin la atmósfera desgarradoramente irrespirable de “Azul”. Y así fue, dejando en mi mente para siempre una obra maestra imperecedera, una partitura musical antológica y algunos de los mejores planos secuencia con los que he levitado en mi vida.
 
Y es que, curiosamente, Kieslowski se apunta al amor por mi debilidad cinéfila, el plano secuencia, en esta cinta, aunque no hubiera sido hasta ese momento una de las grandes características de su cine. Desde el arranque de la cinta, memorable seguimiento de la cámara por todos los cables por los que tiene que pasar una llamada telefónica desde que se marcan los números hasta que su receptor descuelga, ya sabemos que la apuesta esteticista de Kieslowski viene estéticamente fuerte en el remate de la trilogía.
 
Si la misma genialidad viene sucedida por un plano secuencia espectacular del barrio donde habita su protagonista, introduciendo la cámara por su ventana para acercarnos a la intimidad que se parapeta tras ella, entendemos que Kieslowski había llegado para trascender también en lo formal, más allá de lo sublime de su guión, con «Rojo».
 
Una cinta entonada cromáticamente en todo tipo de rojos que culminan en una visión cálida aunque tremendamente ácida y nihilista de nuestra sociedad, cuando una joven modelo cándida e inocente (atrapada en una relación a distancia tóxica) conoce por causalidad y a través de un perro a un juez jubilado, ateo de todo y de todos, nihilista y descreído, que pasa sus días espiando las conversaciones telefónicas de sus vecinos. La confrontación entre la inocencia y el agnosticismo general, entre la juventud y la vejez, entre tener una vida por delante y tan solo una tumba como futuro, está conformada en este fresco social no del todo desesperanzado con el que Kieslowski cierra la gran trilogía del cine.
 
Una película donde Kieslowski quiere incidir con maravillosa insistencia en el azar y la casualidad como motor de la mayor parte de las cosas que nos ocurren. Impresionante la forma de no coincidir jamás Irène Jacob con su vecino a través de las vidas paralelas que van viviendo a lo largo de toda la cinta. O cómo la vida del joven aspirante a juez va confirmando cada paso que vivió la de su colega ya decrépito.
 
Inolvidable por indeleble escena cuando el inmenso cartel publicitario con la cara de Irène Jacob es descendido de su pedestal bajo una intensa lluvia. Solo Kieslowski es capaz de crear imágenes tan perturbadoras de la nada.
 
Una película que gravita alrededor de la diosa Irène Jacob, intensa y bella, que va creando una tela de afectos con su propia antítesis conformada en ese juez delincuente que tan solo espera ya la muerte. La gama de matices que Irène Jacob ofrece a la virtuosa cámara de Kieslowski es de esas que se te clavan para siempre. Alguien que acaba descubriendo que no se puede salvar a la humanidad, porque ya está previamente condenada por sí misma, y que resulta inútil luchar contra las olas. Para ello, cuenta con un maestro privilegiado, excelso (como siempre) Jean-Louis Trintignant, alguien que ya ha visto demasiadas cosas para creer en la bondad humana, y que arrastra un pasado inconfesable que necesita ser contado.
 
Y, como siempre, elemento vital para que Kieslowski pueda ser Kieslowski, de nuevo una partitura antológica en la historia del cine de Zbigniew Preisner, con un tema principal que te acompañará para siempre por la paradójica oscura alegría que transmite.
 
Al igual que no puede faltar en el último episodio de la trilogía la señora mayor de espalda doblada por la edad, que casi no alcanza a introducir una botella en el contenedor verde, y que esta vez, y sin que sirva de precedente, es ayudada por la propia Irène Jacob. No olvidemos que “Rojo” está dedicada a la fraternidad.
 
La sorpresa que Kieslowski tiene reservada para el público que lo idolatra (que quiero encabezar yo) es la escena final donde se unen de forma definitiva las tres películas que conforman este bellísimo poema visual europeo y europeísta.
 
Hubo dos puntos álgidos en mi formación cinéfila que llegaron a mi vida en el instante preciso en el que yo era una esponja, un material moldeable, y que cambiaron mi vida para siempre: uno fue el descubrimiento de “Novecento” de Bernardo Bertolucci (motivo fundamental por lo que soy de izquierdas), y otro fue la trilogía de los colores de la bandera francesa de Kieslowski (motivo por el que soy europeísta).

Krzysztof Kieslowski muta el drama desgarrador de «Azul» a una tragicomedia inmortal sobre los límites del amor y la venganza en «Blanco», elevada por la presencia de Julie Delpy la partitura de Preisner

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El director polaco Krzysztof Kieslowski ya había entrado por la puerta grande a mi vida y para siempre con “La doble vida de Verónica” y “Azul”. Y, de pronto, apareció la segunda entrega de la trilogía “Tres colores”, “Blanco” al año siguiente. Y todo lo esperado cambió de forma radical: las tragedias desgarradoras absolutas de los títulos anteriormente mencionados dan paso a una fábula moral tragicómica recuperando el viejo espíritu de su “Decálogo” en su primigenia fase polaca.
 
Es obvio que “Blanco” es el divertimento, la hermana menor de la trilogía y, sin embargo, miles de peldaños de miles de escaleras por encima de la mayor parte del cine que existe y existirá. Una obra ligeramente menor de Kieslowski es una obra maestra en cualquier otro.
 
Aquel joven cinéfilo desgarrado por dentro por el drama desolador de “Azul” que era yo se veía obligado ahora a sonreír (aunque fuera tímidamente) ante el cuento nihilista y cargado de mala baba que Kieslowski nos entregaba como segundo episodio de su trilogía sobre los colores de la bandera francesa: si la protagonista de “Azul” tenía que conquistar su libertad superando el dolor, en “Blanco” se llega a la igualdad a través de la venganza.
 
Se trata de una historia rodada entre el blanco del mármol francés, el de la nieve polaca y el de la angelical y bellísima hasta cortar la respiración Julie Delpy. Un blanco que hiela la sangre y la sonrisa, porque una comedia de Kieslowski es gélida y sarcástica, cargada de un humor muy negro, por definición.
 
Porque se trata de la historia de un perdedor: un polaco que se fue a vivir a Francia por amor y del que su mujer se divorcia por su impotencia sobrevenida. A partir de ahí, su caída a los infiernos es tan paulatina como inexorable y acaba perdiéndolo todo. Convertido ya en mendigo, decide salir de Francia de forma ilegal y retornar con su familia a Polonia. Pero allí, su habilidad y su picardía harán que su suerte cambie y comenzará a mejorar de fortuna. A partir de ese momento, se comienza a fraguar la venganza.
 
Sin las frases lapidarias de “Azul”, el preciosismo estético de los blancos (y de algún fundido en blanco antológico) desgranan esta tragicomedia con mucho más fondo del que pareciere y miles de lecturas posibles.
 
Todo ello sostenido por la presencia omnímoda y continua de Zbigniew Bielawski y sobre esa ninfa francesa que eleva todo producto cinéfilo que toca denominada Julie Delpy.
 
Y, como no podría ser de otra forma, hacen acto de presencia en la cinta los elementos del lenguaje cinematográfico de Kieslowski más reconocibles, impresionante poema visual para la historia del cine tanto la escena de la boda como la que cierra la película, una de las más románticas jamás rodadas. La directora Paula Ortiz (“La novia”) afirma públicamente que es su escena favorita del cine la que cierra esta película y es fácil entender por qué: el universo poético de Kieslowski se despliega como un pavo real alrededor de la postrera aparición de sus dos protagonistas. Nunca unas lágrimas significaron tanto y tan contradictorio.
 
Y, como no podría ser de otra forma en una película del dios del cine polaco, la BSO de Zbigniew Preisner, más exquisita que nunca, especialmente en el “Tango”, una de las grandes partituras para el cine europeo.
 
Tampoco falta en “Blanco” la aparición de una persona anciana intentando introducir una botella en el contenedor verde, doblada la espalda por el peso de los años, metáfora que acompaña a todos los episodios de la gran trilogía de la historia del cine. Y a tener muy en cuenta el cameo durante apenas dos segundos de Juliette Binoche, infinitesimal detalle que conecta a “Blanco” con “Azul” para el espectador atento.

Y llegó «Azul» de Krzysztof Kieslowski y nada volvió a ser igual porque su trilogía nos cambió la vida, creando ciudadanos empáticos y europeístas

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El director polaco Krzysztof Kieslowski ya había entrado por la puerta grande a mi vida con “La doble vida de Verónica”, una película que decididamente perturbó mi adolescencia. Después, y gracias a la ventana al cine europeo (y en VOS) que ofrecía entonces La2 (aquellos tiempos…), pude ver que dicha obra maestra estaba precedida por un “Decálogo” que Kieslowski había creado para la televisión polaca que venía a marcar el devenir de la cultura europea.
 
Pero lo mejor estaba por llegar: el estreno de “Azul” llegó en el momento justo de mi vida donde todo lo que fue cayendo delante de mis voraces ojos cinéfilos me fue ayudando a conformar el amor al cine de la manera que lo entiendo en la actualidad y mi forma de entender el mundo: pero hubo dos puntos álgidos en mi formación cinéfila que llegaron a mi vida en el instante preciso en el que yo era una esponja, un material moldeable, y que cambiaron mi vida para siempre: uno fue el descubrimiento de “Novecento” de Bernardo Bertolucci (motivo fundamental por lo que soy de izquierdas), y otro fue la trilogía de los colores de la bandera francesa de Kieslowski (motivo por el que soy europeísta).
 
“Azul” fue la primera en llegar, en 1992, y la que abrió la puerta a cambiarme la vida. Esa historia permanentemente entonada en diferentes tonos de azul sobre una mujer que pierde a su esposo (ilustre y reconocido compositor musical al que se le ha encargado la creación de una Sinfonía para la Unión Europea) y a su hija de 5 años en un accidente de tráfico del que ella sobrevive tan solo con rasguños. Por delante, tiene una vida que reconstruir en absoluta y terrible soledad, secretos inconfesables que descubrir y una composición musical por rematar porque, y eso lo sabían muy pocos, la gran compositora era ella y no él. Solo culminando la partitura podrá recuperar la «libertad» para poder sobrevivir tras tanto dolor, primero de los grandes principios franceses sobre el que se asienta «Azul».
 
Pero la tristeza infinita lo eclipsa todo, lo asfixia todo, puede con la protagonista. Inolvidable escena en la que Julie se desgarra la mano contra una pared conformada por piedras para poder sentir algo. O cuando es incapaz de afrontar matar a un ratón porque tiene crías. O cuando sus dedos recorren una partitura ya sin notas musicales. O sus largos infinitamente azules en la piscina en la soledad del que tiene la cabeza bajo el agua.
 
Todo ello sostenido por esa diosa de la interpretación que es Juliette Binoche, dueña y señora de la función, sobre la que recae todo el peso del dolor que acarrea esta cinta en, quizás, su mejor interpretación. A las órdenes de Kieslowski, el prócer del cine intelectual europeo, tuvo que ser.
 
Y luego se despliegan por su liviano metraje todos y cada uno de esos pequeños detalles visuales que hacen inmortal al director polaco: los planos subjetivos, las escenas reflejadas en la pupila de Juliette Binoche, los fuera de campo, los largos fundidos en negro, esa portentosa e inolvidable cámara en los bajos del vehículo, la pasión tras el cristal (esa escena de sexo pasa por ser una de las más originales jamás rodada) y el dolor que puede palparse, medirse, pesarse, expandirse. Puro dolor.
 
Y, claro, está la banda sonora, un personaje más en una película sobre compositores musicales a cargo de, cómo no tratándose de Kieslowski, el músico Zbigniew Preisner, absolutamente colosal de principio a fin, exquisita como pocas, una de las mejores que se hayan compuesto para el cine europeo.
 
Y, para bordar la obra maestra absoluta, esa señora mayor de espalda doblada por la edad, que casi no alcanza a introducir una botella en el contenedor verde, que nos acompañará de su cansada mano a lo largo de la gran trilogía del cine, absolutos poemas visuales que permanecerán para siempre a nuestro lado.

Todd Phillips y Joaquin Phoenix demuestran en «Joker» que Scorsese y Coppola tenían razón, pero que el género aún puede releerse en clave madura, honda y desasosegante

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No es la inmensa película absolutamente perfecta que me habían vendido, pero es una película inmensa y, sobre todo, meritoria, muy meritoria. Tiene un enorme valor para la cultura de nuestro tiempo haber inaugurado una forma madura, adulta y profunda de acercarse al mundo de los personajes de cómic y haberle dado la hondura y el calado que tiene “Joker”, el peliculón de Todd Phillips, o quizás mejor sería rectificarme a mí mismo y comenzar a hablar de “Joker”, la película de Joaquin Phoenix, a quien su director encomienda absolutamente el desarrollo de la misma.
 
En plena polémica abierta (cargados de razones) por Martin Scorsese y Francis Ford Coppola sobre que lo de Marvel no es cine, llega el paradigma que constata empíricamente que ambos genios inmortales tienen razón y que cabe otro tratamiento adulto, profundo y de calado del mismo tipo de personajes. Todd Phillips y Joaquin Phoenix demuestran que es posible. Y solo nos cabe celebrarlo. Qué falta hacía que el género al fin tuviese una orgía gozosa de calidad.
 
Una película que, mientras que la visionaba anoche, no paraba de traerme constantemente más que ecos de “Taxi Driver” de Martin Scorsese en cuanto a concepto visual y planteamiento gráfico y a “Cisne negro” de Darren Aronofsky en lo que se refiere a magistral retrato del descenso a los abismo de la enfermedad mental.
 
El protagonista escribe en su libreta la frustración que le causa que la sociedad pretenda que se comporte como si no tuviera una enfermedad mental. En otro momento, plasma por escrito que su vida produce más dolor que la muerte. Son momentos mágicos donde el film toca techo.
 
La película es grande, enorme, aunque por debajo de las expectativas que me habían creado, por varios motivos concurrentes:
 
1.- El primero, por encima de todo y de todos, JOAQUIN PHOENIX (así, en mayúsculas): no sé por dónde comenzar la catarata de elogios, pero se me ocurre uno que creo que resume perfectamente todos los laureles que impondría sobre una de las mejores interpretaciones jamás vista en la historia del cine: su retrato de la locura está a la altura del de Natalie Portman en “Cisne negro”.
Para mí, con eso ya está alabado todo. Portman y Phoenix nos han mostrado el rostro del desequilibrio mental como nadie, y ambos estarán en los anales del cine por ello. Omnipresente en prácticamente todos los planos de la película, el templo interpretativo que nos lega no es de este mundo.
Superándose a sí mismo en “The Master” de Paul Thomas Anderson o “Two lovers” de James Gray, aún parece más loco en esta cinta. No sé (y lo digo en serio) si Phoenix tendrá algún tipo de problema mental, porque es difícil estar bien y ser capaz de demostrar de forma tan cruda la locura.
 
2.- La estética de Gotham, directa y expresamente inspirada en la Nueva York de “Taxi Driver” de Scorsese: oscura, sucia, desasosegante, inhumana, agreste, profundamente peligrosa, repelente, incapaz de albergar bondad en el ser humano. La creación de la ciudad donde habita el Joker es uno de los grandes aciertos estéticos del cine de los últimos años.
 
3.- La dirección de fotografía de Lawrence Sher. No sé si es por haber ido a ver la película al cine acompañado de un director de fotografía, pero el virtuosismo de la paleta de colores utilizada, el juego con la luz sucia de la ciudad, los movimientos de cámara estudiados al milímetro y portentosos… Todo un espectáculo visual de primer orden.
 
4.- El certero reflejo de la pobreza que se hace en la cinta: lejos de caer en el miserabilismo al uso, la película navega por la estética del pobre que intenta sobrevivir con dignidad de una forma magistral. El retrato de la madre y de la casa del protagonista, son de un gusto exquisito a la hora de la ponderación y el equilibrio. Hay una escena con la madre (no especificaré para evitar spoiler) que es de un poder perturbador inquietante vista a través de unos planos totalmente quemados por la luz que entra por la ventana. Antológico.
 
5.- La carcajada involuntaria e incontrolable del Joker. Hiela la sangre, es piedra angular de la cinta y algo que se te clava en el alma y que jamás vas a olvidar. Una sublime marca de la casa que permanecerá indeleble con el paso de los años en sentido contrario a la de “Amadeus” de Milos Forman.
 
6.- La capacidad de Todd Phillips de coger un universo totalmente prestado y hacerlo propio bajo la inspiración expresa de Scorsese.
 
7.- Pero la película no es perfecta, sobre todo porque me deja sin explicación plausible sobre el por qué la ciudad termina arrasada por la furia de los payasos revolucionarios, porque ese aspecto de crítica al sistema queda demasiado difuso y al margen del devenir narrativo del film, porque no acabo de ver las lecturas prometidas que la habían convertido en una gran oda antisistema. La película es social, pero no es política, se pongan como se pongan.

8 reflexiones sobre cómo ayer ganaron los de siempre, los que permanentemente caen de pie sobre la espalda de los mismos

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1.- La familia Franco, que pudo enterrar a su genocida ascendiente con honores y en una permitida actitud constantemente chulesca y retadora no fue obligada a pasar en ningún momento por ningún tipo de homenaje a las víctimas a las que asesinó su criminal ascendiente a lo largo del tan extenso y erróneo protocolo.
2.- Lejos de ello, se les permitió provocar a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado dentro del recinto en un espectáculo chulesco dantesco.
3.- Se permitieron incumplir la Ley de Memoria Histórica gritando vivas a Franco en la misma cara de la Ministra (el gobierno ya ha anunciado que no piensa hacer nada al respecto… sin comentarios).
4.- Se hizo posible que la inhumación se convirtiera en una asamblea de fachas con Tejero de cuerpo presente incluido. en un homenaje al criminal fascista público y retransmitido en directo para el mundo entero.
5.- Se consintió que los militares se cuadraran ante la citada familia y que no vaya a pasarles nada.
6.- Se toleraron curas fascistas pronunciando sermones inconstitucionales con la Ministra de cuerpo presente.
7.- Se hizo posible que el sátrapa fuera inhumado de nuevo en ¡un espacio público propiedad del Estado!.
8.- La imagen internacional que dimos ayer es de lo que somos, una triste monarquía bananera de pandereta, no un país democrático de verdad. Los hechos lamentables permitidos ayer por el Gobierno fueron una nueva ofensa, un nuevo escupitajo en la cara a las víctimas del fascismo genocida de un ser despreciable que no merecía nada de lo mucho que recibió ayer. Igual que en la Transición, ganaron ellos, los de siempre, los que siempre ganaron, ganan y ganarán, por los siglos de los siglos, amén.

Douglas Sirk sublima el melodrama en «Imitación a la vida», un portentoso homenaje a la mujer y a la maternidad con un material que, en manos de otro, hubiera sido un mero culebrón

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Días De Cine Clásico emitió el pasado miércoles “Imitación a la vida”, la gran obra maestra de Douglas Sirk, el auténtico creador del melodrama de calidad tal y como lo conocemos. Con su fotografía preciosista de impactante colorido, las grandes interpretaciones de sus actores y actrices por bandera y los argumentos sensibles que jamás caen en la sensiblería, el melodrama se redefinió como género con Sirk.
 
Un estilo que ha tenido discípulos, pero ninguno tan aventajado como Todd Haynes, que ha sublimado en nuestro tiempo las características propias del género en obras maestras inapelables como «Carol» (el culmen de su cine y del melodrama de nuestro tiempo), «Lejos del cielo» la miniserie de HBO «Mildred Pierce».
 
“Imitación a la vida” es la historia de cuatro mujeres que, por cuestión del mero azar, ven pasar su vida juntas. La historia de dos madres y dos hijas. La historia de dos luchadoras que harán lo que sea menester para lograr que sus hijas triunfen en la vida. La historia de una actriz en horas bajas con una hija pequeña necesitada de cariño que conoce casualmente en la playa a otra mujer afroamericana con una hija mestiza que aparentemente parece de raza blanca y las acoge en su casa hasta que se convierten en imprescindibles.
 
Pero la cuestión racial subyace como tragedia ineludible en el seno de una sociedad marcadamente racista como la norteamericana de los años 50 y 60 durante la que se desarrolla la cinta, y la hija mestiza reniega de su raza y no tiene más objetivo en la vida que sentirse blanca y actuar como tal. Un tema que sería posteriormente tratado de forma magistral por el mejor escritor de nuestro tiempo, Philip Roth, en su novela “La mancha humana”, que muy dignamente llevara al cine Robert Benton en su película homónima.
 
Y los espejos como metáfora, como seña de identidad del cine de Douglas Sirk, unos personajes poliédricos que no paran de reflejarse en los espejos de sus casas, de sus lugares de trabajo, de su vida.
 
Un material narrativo que, en manos de otro, no pasaría del culebrón, pero que Douglas Sirk entierra en toneladas de calidad para conformar la quintaesencia del melodrama clásico con una escena final antológica. Y un encendido homenaje a la maternidad y a la mujer por encima de todo.

En apenas 20 minutos, Elena Moray nos lega una obra maestra con «Suc de síndria», minimalista retrato del abismo terrorífico que puede ocultarse tras la aparente y necesaria fortaleza femenina

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Gracias a las indicaciones que me ha dado muy amablemente su propia directora, la catalana Irene Moray, al fin he logrado ver “Suc de Síndria”, el corto catalán y en catalán que está dando la vuelta al mundo recolectando todo tipo de merecidísimos premios y reconocimientos en festivales y que ahora opta a todo en su categoría en los próximos Premios del Cine Europeo.
 
No se puede contar más con menos. Una propuesta minimalista con prácticamente tan solo dos protagonistas y apenas cinco escenas para desarrollar un drama con vocación optimista, de reconciliación con el mundo, de firmes convicciones humanistas sobre que la fuerza del ser humano se acaba imponiendo a la humillación sufrida y que la cicatrización es posible.
 
“Suc de síndria”, que se podría traducir al castellano como “Zumo de sandía”, es la breve historia sexual de una pareja de jóvenes. Se quieren, se respetan enormemente, se entienden a la perfección, se compenetran, se divierten juntos, pero… algo ocurre que se proyecta como una ominosa sombra sobre su vida sexual y que les impide que la misma se desarrolle con normalidad. Algo que pesa sobre ella y que él no acaba de valorar suficientemente en la dimensión real que supone para la pareja.
 
Desde la primera escena, asomarse a los ojos de su protagonista femenina es entender la magnitud del problema. Un problema que se repite en el lago donde van a bañarse en lo que parece ser un fin de semana de desconexión en la montaña con un grupo de amigos.
 
Pero será en la tercera escena del corto donde todo se descubrirá, mientras cenan con el resto de ocupantes de la casa, y entonces entenderemos que el problema entre ellos es de una profundidad insondable.
 
Con elementos mínimos, el cortometraje se sostiene prácticamente sobre el rostro de sus protagonistas, casi siempre en primer plano. De un Max Grosse muy profesional que mantiene el tipo ante una de las grandes diosas de la interpretación de este país, Elena Martín, además en absoluto estado de gracia en esta cinta. Porque ella puede, sabe y lo hace.
 
Una Elena Martín que puso nuestra vida patas arriba protagonizando “Les amigues de l´Ágata (Las amigas de Ágata)” de las directores noveles catalanas Laia Alabart, Alba Cross, Laura Rius y Marta Verheyen, un film que vino a cambiar la perspectiva de la cinematografía de este país para muchos y que nos enamoró para siempre a otros, y que incluso llega a superarse a sí misma protagonizando “Suc de síndria”. Una Elena Martín que también es directora (“Julia ist”). Una Elena Martín que parece tener el don de la ubicuidad y que eleva el nivel de todas las propuestas artísticas a las que se acerca.
 
El corto se cimenta en primeros planos sobre Elena Martín, algunos que hielan la sangre, como el de la penúltima escena, donde es imposible saber si ríe, llora o simplemente explota.
 
Se trata de una obra maestra de la que, cuanto menos se sepa sobre su argumento, tanto mejor, y que en apenas 20 minutos disecciona el abismo terrorífico que puede ocultarse tras la aparente normalidad de una mujer, porque ellas son mucho más fuertes que nosotros y pueden esconder con enorme naturalidad oscuros secretos.

«Cuando dejes de quererme» de Igor Legarreta es un fallido cruce de géneros mal conjuntados, de tratamiento superficial y resultados, como noir, discretos y, como drama, anodinos

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“Cuando dejes de quererme” es una película totalmente fallida. Amalgama de varios géneros diferentes, no llega a permitir arrancar con credibilidad a ninguno de ellos y la mezcla no reposa. Además, la película exige una suspensión de la lógica excesiva, porque su argumento detectivesco tiene demasiados agujeros y el tono cómico por el que se desliza a ratos no funciona en ningún supuesto y más impide que ayuda a avanzar la trama.
 
Una pena, porque con un guión consistente, la cosa hubiera podido funcionar. Cuenta la historia de una chica argentina hija de vasca que tiene que retornar acompañada de su padrastro argentino a Euskadi porque ha aparecido el cadáver de su padre biológico, asesinado 30 años antes y sobre el que siempre habían creído que se había fugado.
 
Su regreso al silencio ominoso de Euskadi no es fácil, y menos cuando el cadáver aparece enterrado junto a un zulo de ETA. La fórmula promete sobre el papel, pero no funciona en la práctica, porque va derivando hacia el noir estereotipado y reiterativo en lugar de hacia el drama familiar que subyace a dicha muerte, y porque el cierto trasunto divertido que se le quiere impregnar a la historia acaba por resultar impostado y esquivo.
 
Si lo que pretendio fue emular a esa obra maestra del argentino Juan José Campanella titulada «El secreto de sus ojos», la misión fracasó estrepitosamente.
 
Igor Legarreta no se hace con el control de la cinta en ningún momento, que va navegando sin rumbo fijo ni destino conocido de un género a otro sin fijar la vista en un objetivo concreto, y el personaje de Miki Esparbé molesta más que ayuda al desarrollo de la narración, aderezo totalmente prescindible para mí y absolutamente increíble.
 
En el aspecto positivo de la cinta, eso sí, destacar la inmensa interpretación de la actriz Flor Torrente, único elemento creíble de la cinta, que nos regala una escena brutal de lágrimas bajo la lluvia, la única que redime a tan anodina película de la quema.
 
El fantástico actor argentino Eduardo Blanco le da la réplica como su padrastro con la profesionalidad que le caracteriza, aunque el tono de bufón que le obligan a desarrollar por imperativo del guión lo hace difícil de tragar en determinados pasajes necesariamente olvidables.
 
Al final, el film termina siendo un quiero y no puedo, una amalgama de géneros demasiado compleja y de tratamiento superficial que resulta no haciendo recomendable esta película.