Todo lo que destroza Baz Luhrmann en «Elvis» con su insoportable onanismo ególatra, lo redime un guión extraordinario y una interpretación histórica de Austin Butler

Todo lo que destroza Baz Luhrmann en «Elvis» con su insoportable onanismo ególatra, lo redime un guión extraordinario y una interpretación histórica de Austin Butler

“Elvis” es tan poderosa, tan certera, tan buena, tan magistral, que ni tan siquiera los intentos reiterados de asesinarla por parte de Baz Luhrmann logran desactivar esta enorme pieza de cine contemporáneo. Este cineasta es ciertamente insufrible: lo ha sido siempre y lo vuelve a ser con “Elvis”.  Ególatra, narcisista, perpetrando prácticas meramente onanísticas con la cámara, barroco, insoportable, redundante, de una complejidad innecesaria que perjudica el desarrollo de la trama… Baz Luhrmann es insufrible, pero “Elvis” es una obra maestra del cine.

Porque todo lo que Baz Luhrmann viola con sus imparable cámara necesitada de Biodramina sin orden ni concierto, lo equilibra el guión, que es de una solidez, de una seriedad, de un sentido de la responsabilidad, de un ejercicio de biopic nada hagiográfico, ciertamente sobresaliente. El guión es tan absolutamente perfecto y maravilloso que compensa todo lo que nos hace tener que ver este presunto genio de la dirección que desde luego no lo es.

Bueno, el impresionante guión y la interpretación de Austin Butler porque eso es de otro mundo y palabras muy mayores. Este impresionante actor no hace de Elvis Presley, ES Elvis Presley, igual de creíble en todas y cada una de sus etapas. Y eso supone un mérito que sólo puede pagarse con un Oscar. No es para menos.

La historia es fidedigna, fiel, honrada y certera. Y resulta una genialidad a agradecer de por vida que se cuente a través de los ojos del Coronel Parker, ese auténtico sinvergüenza que vivió toda la vida de estafar a Elvis como su representante y del que abusó de todas las formas habidas y por haber. El tono y la perspectiva que le otorga al film ser contando desde tan peculiar óptica es uno de sus mayores aciertos. Por cierto, muy solvente Tom Hanks interpretando a semejante engendro humano.

La cinta explica de manera magistral la cuna negra en la que el Elvis adolescente se mece y de donde mama toda su capacidad interpretativa musical. Sin duda, la parte más apasionante es cómo es capaz de recoger toda la cultura afroamericana y convertirla en una manera única de ser interpretada por un blanco. Eso sí, un único pero: el adelgazamiento (para mí inexplicable) en el peso de la historia del personaje de la madre de Elvis, tan capital para entender su vida en su biografía real. Pero, por lo demás, la etapa “prebélica” de Elvis, antes de su estancia militar en Europa, me resulta absolutamente sublime.

Algo más liviana es la de su periplo posterior por el mundo del cine, protagonizando infames películas en las que todo consistía en colocar sus canciones a lo largo del metraje cuando su auténtica vocación siempre fue haberse convertido en el nuevo James Dean, algo que también sabe narrar la cinta.

Y brutalmente sincera y desgarradora en su tramo final, en la caída en picado al abismo, en el descenso a los infiernos de un Elvis manipulado por todos, utilizado por todos, destruido a mayor beneficio de todos. También con menos peso dramático del que esperaba la controvertida figura de Priscilla Presley y todo lo que supuso en la vida de su cónyuge.

La selección musical es maravillosa, como no podría ser de otra forma estando Elvis de por medio, aunque no puedo comprender ni se justifican determinados anacronismos a través de música contemporánea que no vienen al caso y que en nada ayudan a la narración.

Sus casi tres horas de metraje no cansan en ningún momento, y eso ya lo dice todo sobre la calidad del producto. Y ojo a la fotografía de Mandy Walker, porque también es de una prestancia insuperable.

Pudo haber sido un análisis sobre la vida lastrada de una mujer forzada a ser ama de casa, pero a «Mare» de Andrea Staka le falta profundidad y le sobran reiteraciones de situaciones para alcanzar la solidez necesaria

Pudo haber sido un análisis sobre la vida lastrada de una mujer forzada a ser ama de casa, pero a «Mare» de Andrea Staka le falta profundidad y le sobran reiteraciones de situaciones para alcanzar la solidez necesaria

Las intenciones de “Mare” son espléndidas, aunque los resultados de esta cinta suiza dirigida por Andrea Staka acaban resultando un tanto mediocres. La película, cámara al hombro adoptando todos los cánones propios del cine social europeo, bebiendo directamente de Ken Loach o de los hermanos Dardenne pero infinitamente de menor calidad que el cine de los referenciados, se pega al rostro y al cuerpo de la magnífica actriz Marija Skaricic para contarnos las dificultades de ser mujer a los 40 en la sociedad contemporánea.

Porque Mare, la protagonista cuyo nombre da título a la película, alcanzada dicha simbólica edad, es madre de tres hijos (un adolescente que empieza a sentir que lo pierde, una hija preadolescente que es en quien se refugia y uno pequeño al que siente más cerca de su padre que de ella). Tuvo que dejar de trabajar para ser ama de casa, otra víctima del capitalismo patriarcal que fue empujada al interior del hogar familiar siendo obligada a renunciar a todo lo que podría haber sido y no fue.

Y está casada con un buen hombre que no da para más, es corto de entendederas y trabaja de vigilante de seguridad de un aeropuerto, motivo por el que viven en una casa en mitad de un barrio marginal en los aledaños del propio aeropuerto entre atronadores ruidos constantes de aviones despegando y aterrizando que marcan el devenir de sus protagonistas y del propio film.

Su vida no tiene perspectivas, horizontes ni fronteras, está profundamente estancada, hasta que algo la hace despertar. Así contado el argumento parece intensamente interesante, pero finalmente no lo es tanto por falta de momentos dramáticos que eleven la tensión argumental, que acaba languideciendo en extensas repeticiones de situaciones que acaban cansando y anestesiando al espectador.

Extraordinario melodrama con tintes de compromiso feminista, «True things» es una obra maestra de Harry Wootliff fundada en un recital interpretativo de la diosa Ruth Wilson

Extraordinario melodrama con tintes de compromiso feminista, «True things» es una obra maestra de Harry Wootliff fundada en un recital interpretativo de la diosa Ruth Wilson

A “True things” he llegado conjurado por el nombre de Ruth Wilson. Porque en toda aquella producción en la que ella intervenga, allí estaré yo siempre. Cuando uno vive (más que contempla) la serie The Affair y descubre lo que Ruth Wilson es capaz de hacer en ella, hasta dónde impulsa los límites interpretativos, esa actriz se queda a vivir para siempre en tu corazón. Máxime si uno lee que en “True things” interpreta a una mujer frágil, inestable, de baja autoestima, excesivamente influenciable que se enamora de quien no debe… Suena tanto a The Affair, que resulta inevitable. Lo mejor es cuando descubres que la película de la directora británica Harry Wootliff no tiene menos nivel y que estás ante una eléctrica obra maestra, que va mucho más allá de Ruth Wilson.

Harry Wootliff es una cineasta a la que hay que seguir muy de cerca, porque “True things” es el broche a una corta pero intensa trayectoria que pasa por la miniserie “Dark water” y el largometraje “Only you”, protagonizado (dicho sea de paso) por la diosa Laia Costa. Si una directora ha rodado dos largos y uno lo protagoniza Laia Costa y el otro Ruth Wilson, es indiscutible que sabe lo que hace y que tiene criterio para dar y regalar. Seguramente estamos hablando de las dos mejores actrices en activo del mundo.

La propia Harry Wootliff y Molly Davies adaptan una novela bastante autobiográfica de Deborah Kay Davies que, sin duda, tras ver este peliculón, deja unas ganas de ser leía bastante considerables. Para acercarnos, para asomarnos con terror, a la realidad de Kate, una chica que trabaja en una agencia de colocación, que es tímida, carente de autoestima, solitaria, extraña, de decisiones inexplicables y asomándose al precipicio en cada paso que da. Sobre todo cuando se deja llevar para comenzar una relación con uno de sus clientes que busca trabajo tras haber salido de prisión. Porque muy insoportable debe ser la soledad de Kate para aguantar junto a un volcánico e imprevisible hombre interpretado por Tom Burke, que se sabe además con la capacidad y la posibilidad de dominarla y someterla a voluntad y que no deja de hacerlo en todo momento.

Desde el punto de vista formal, me ha dejado anonadado la cineasta inglesa, porque en todo momento sabe jugar con el nervio de la cámara al hombro cuando es preciso, el clasicismo de encuadres perfectos cuando la historia lo requiere y algún alarde entre tormentas y fiestas nocturnas mucho más que notorio. Usa varias texturas a lo largo del metraje de la película y en todas ellas acierta.

Fábula moral y homenaje estético a Kubrick, «Little Joe» de Jessica Hausner pone el dedo en la llaga de la felicidad impuesta, la manipulación genética y la derrota del ser humano frente al sistema

Fábula moral y homenaje estético a Kubrick, «Little Joe» de Jessica Hausner pone el dedo en la llaga de la felicidad impuesta, la manipulación genética y la derrota del ser humano frente al sistema

“Little Joe” me ha defraudado parcialmente porque tiene la mitad del poder de perturbar que pensaba. Pero, por otro lado, me ha gustado, porque toca de una manera original y tangencial algunos de los problemas más graves de nuestra sociedad: la dictadura de la felicidad que nos obliga a sentirnos bien en sesión continua y proscribe y hasta prohíbe la tristeza; los peligros de la manipulación genética de la naturaleza que amenaza con ser la puntilla de la destrucción del orden natural por parte de la especie más nociva y destructiva jamás conocida sobre la faz de la Tierra, la humana; y la capacidad del sistema capitalista para fagocitarlo todo y esclavizarnos sin la más mínima oportunidad de salvación.

Y, sobre esos tres acertados y apasionados pilares, “Little Joe” gravita utilizando para ello la fórmula de la fábula, de la metáfora, del sugerir simbólicamente en lugar de atacar de manera directa. Y el resultado es un tanto apático y a ratos algo cansino pero sin duda interesante. La siempre sugerente cineasta austríaca Jessica Hausner utiliza un elegantísimo estilo formal basado en lentos y estudiados movimientos de cámara continuos evitando la sala de montaje (cuestión a agradecer ante la hipertrofia del montaje electrizante con el que suele castigarnos el cine contemporáneo) a través de una exquisita fotografía de colores muy contrastados firmada por Martin Gschlacht y eficientemente interpretada por Emily Beecham (aunque su galardón a Mejor Actriz en Cannes fue excesivo).

Eso sí, para los que creemos que Stanley Kubrick es una de las mejores cosas que le ha pasado al cine en toda su historia, visualmente debemos dejarnos cautivar por la propuesta de Jessica Hausner, porque la frialdad de los encuadres y la ambientación, así como determinadas soluciones en los planos, quieren y pueden ser referencia expresa al dios Kubrick, al que es imposible no referenciar viendo este film.

En “Little Joe” se nos cuenta la historia de Alice, madre divorciada con un hijo adolescente que está obsesionada con su trabajo como ingeniera genética en el que ha logrado modificar el ADN básico de una flor para convertirla en el ejemplar que más cuidados requiere del mundo. Debe ser regada, mimada e incluso se le debe hablar constantemente, además de mantenerla en en unas condiciones ambientales muy concretas. A cambio, su aroma es el más maravilloso jamás conocido por el olfato humano y, lo que es más importante, genera una reacción en las oxitocinas de sus propietarios que les crea una sensación de desapego a todo que los traslada a un tipo de felicidad provocada, boba y aséptica. ¿Acaso hay que dejar de sentir como única forma de alcanzar la felicidad?

Interesante, eso sí, que al finalizar el visionado de la cinta las dos interpretaciones posibles que baraja el espectador al respecto de lo que está ocurriendo en la misma se sostienen y tienen coherencia interna.

El siempre interesante cine rumano nos regala con «Lemonade», ópera prima de Ioana Uricaru, un duro y necesario retrato sobre el abismo de la mujer migrante en nuestras sociedades extremadamente racistas

El siempre interesante cine rumano nos regala con «Lemonade», ópera prima de Ioana Uricaru, un duro y necesario retrato sobre el abismo de la mujer migrante en nuestras sociedades extremadamente racistas

De los tres grandes temas que marcan el siglo XXI desde mi personal criterio (la lucha del feminismo contra el patriarcado, el apocalipsis de nuestro medio ambiente y el fenómeno migratorio), la interesante “Lemonade” abarca con seriedad y rigurosidad dos de ellos. Esta película de la cineasta rumana Ioana Uricaru, producida ni más ni menos que por el gran director también rumano Cristian Mungiu (autor de esa obra maestra imperecedera que ganó con justicia la Palma de Oro en Cannes contra los fanatismo de los antiabortistas titulada “4 meses, 3 semanas, 2 días”), es un valiente alegato sobre cómo se las gasta la administración del primer mundo (en este caso, los USA) con los migrantes que llegan a intentar sobrevivir dentro de sus fronteras (en el presente supuesto, una chica rumana).

Y el retrato no puede resultar más desolador por real y certero. Con una estética expresamente heredada del cine independiente norteamericano, Ionana Uricaru nos muestra de forma atrevida y honesta la desventura de Mara, una mujer rumana que trata de conseguir su permiso de residencia (la famosa “Green Card”) norteamericana) tras haberse casado con un paciente del que se ha enamorado y haber logrado traer desde Rumanía a su hijo de 8 años. Quizás el futuro le permita comenzar una nueva vida donde la supervivencia sea posible… hasta que se choca contra el despiadado, irracional e inhumano mundo de la burocracia y de un funcionario cruel y sin escrúpulos.

La interpretación de Mâlina Manovici es soberbia, sosteniendo a pulso todas las escenas de esta valiente e interesante ópera prima de Ioana Uricaru, igualmente autora del guión en el que engarza de forma notable sus propias vivencias sobre la extrema dureza en la que vive sumergida la mujer migrante.

Se trata, a la postre, de una necesaria denuncia del racismo latente en el Primer Mundo y del fascismo creciente como serpiente que ha depositado sus huevos en el corazón de la democracia y que amenaza con exterminar el medio natural, a las mujeres, a los migrantes y, sobre todo, a los pobres, que pasan a ser mera molestia para un sistema pensado exclusivamente para triunfadores.

«Shelley» es una obra maestra del danés Ali Abbasi sobre la perturbadora maternidad, homenaje excelso a «La semilla del diablo» de Roman Polanski, y casi a su nivel, prestigiando y elevando el nivel intelectual del género de terror

«Shelley» es una obra maestra del danés Ali Abbasi sobre la perturbadora maternidad, homenaje excelso a «La semilla del diablo» de Roman Polanski, y casi a su nivel, prestigiando y elevando el nivel intelectual del género de terror

Hay homenajes confesos que prestigian a la obra maestra a la que rinden pleitesía porque casi resultan estar a su altura. El paradigma de ello es la injustamente desconocida e infravalorada cinta danesa “Shelley” de Ali Abbasi. A esta película, que desconozco por qué tipo de maldición no es infinitamente más conocida, he llegado, no os engaño, por el nombre artístico que hay tras ella al tratarse de la ópera prima de Ali Abbasi, director de la perturbadora “Border” y miembro del equipo de una de las más grandes películas de género del siglo XXI, “Déjame entrar” de Tomas Alfredson. Pero también, lo confieso, por su cartel, homenaje expreso tanto por las imágenes que contienen como por la grafía del mismo a mi idolatrada “La semilla del diablo” de Roman Polanski, ni más ni menos.

Y esta revisión danesa contemporánea de la obra maestra del genial Polanski es igualmente un deleite exquisito para los sentidos y para la inteligencia, otra vuelta de tuerca a la “maravillosa” maternidad y al poder perturbador y enloquecedor de un embarazo.

Con guión del propio cineasta danés y una espectacularmente gélida y desorientadora música de Martin Dirkov, se nos cuenta la historia de una joven, Elena, que decide sacarse un dinero cuidando de una mujer llamada Louise que está enferma y que vive, junto a su pareja Kasper, en una casa aislada en un lago, sin medios tecnológicos, ni suministros de electricidad o agua, viviendo de lo que producen y en un estilo de vida vegetariano y en contacto con modos espirituales druidas. Pero algo terrible le ocurre a Louise: lo que más adoraría en esta vida sería poder ser madre pero no le es físicamente posible. Por eso cierra un pacto con la joven Elena, intercambiando una buena suma de dinero para que ésta última albergue en su cuerpo sus óvulos y sea madre de alquiler.

Lo de vender su cuerpo como si fuera un objeto que supone la maternidad subrogada no es lo único terrorífico, extraño e inexplicable que ocurre a lo largo del acertado y ajustado metraje de la cinta, porque el embarazo va a acabar siendo extraño desde el primer día, demasiado extraño.

A veces no hace falta nada más que una buena premisa argumental para crear el mejor terror, sin fenómenos paranormales, sin sustos baratos, sin necesidad de pirotecnia visual ni golpes de música, utilizando tan sólo la inteligencia y la creatividad para poner los pelos de punta a cualquier sabio espectador que pase por delante de esta cinta.

Y mucho ojo a la interpretación de la actriz y periodista rumana Cosmina Stratan como la joven que se presta a tan espantosa operación comercial, porque su actuación es de esas que se te pegan a las entrañas y no se olvidan. La química con la noruega Ellen Dorrit Petersen es absoluta y brutal y no puede dejar indiferente a nadie. Ambas están extraordinarias y se meriendan ellas solas el film, pero lo de Cosmina Stratan va más allá de lo humano. Sencillamente colosal.

La fotografía intencionadamente gélida de Nadim Carlsen y Sturla Brandth Grovlen es la guinda de un pastel absolutamente exquisito que prestigia un género tan devaluado en la cinematografía contemporánea como el terror, porque “Shelley” está casi a la altura de “Déjame entrar”, “A ghost story” o “Thelma”, e incluso al nivel de su homenajeada “La semilla del diablo”.

Anodina y falsamente intelectual, «Le fils de Joseph» adolece de comercialidad disfrazada tras un discurso aparentemente trascendente propia de cierto cine francés que Eugène Green ha adoptado, desgraciadamente

Anodina y falsamente intelectual, «Le fils de Joseph» adolece de comercialidad disfrazada tras un discurso aparentemente trascendente propia de cierto cine francés que Eugène Green ha adoptado, desgraciadamente

La casi siempre sobrevalorada cinematografía francesa (con algunas excepciones calidad extrema como el cine de mi idolatrado Jacques Audiard) con todos sus defectos recurrentes la viene a ejemplificar “Le fils de Joseph”: darnos mucho menos de lo que se nos promete, gato por libre, tomarnos el pelo y querer insuflar un poso de intelectualidad donde sólo hay comercialidad y mediocridad aburrida. Este film fallido de Eugène Green es insulso casi siempre y roza la vergüenza ajena en ocasiones al tratar de actualizar los tres personajes de Joseph, Marie y su hijo (Vincent, no Jesús, en este caso, vaya por Dios, nunca mejor dicho) a una historia en el París contemporáneo que pretende ser una tragicomedia donde el drama no aparece por ninguna parte y la comedia brilla por su ausencia. Que venga con ese marchamo de superioridad intelectual francesa o que produzcan la cinta los mismísimos hermanos Dardenne no garantiza nada, porque el resultado es bastante inocuo para el espectador y a ratos soporíferamente cansino.

Eugène Green hubiera necesitado la mitad de su extenso metraje para contar la misma simple y tontaina historia, con guión de él mismo (no esperaba menos) y, eso sí, una excelsa fotografía de Raphaël O´Byrne cono único aliciente de este huevo sin sal. La interpretación del joven actor Victor Ezenfis me resulta muy mediocre, lo que se convierte en un mal asunto dado que el film gravita alrededor del mismo, y ni el inevitable Mathieu Amalric ni la demasiado angelical Natacha Régnier salvan de la quema esta tontería con vitola intelectualoide que se hace bola.

Por cierto, la manía de Eugène Green de hacer recitar los diálogos a sus personajes en un primer plano fijo mirando a cámara en lugar de hacerlo entre ellos, sinceramente, me pone de los nervios. Este cineasta de origen norteamericano pero formación y vocación francesa no hace cine para mí, está claro.

La aburrida historia que se nos cuenta es la del joven Vincent, que vive desde siempre solo con su madre, la cual nunca quiso revelarle el nombre de su padre. El adolescente, que es tan buenazo como listo, acaba descubriendo que éste es un editor literario ególatra, misógino, obsesionado con el sexo y despiadado con su hermano. Y es éste precisamente, Joseph, su tío inesperado, el que despierta en el joven un plan con tintes bíblicos y nulo interés para el sufrido espectador de la cinta.

Porque así ab initio el planteamiento me consta que suena fatal, pero los resultados son aún peores, lo prometo por mi conciencia y honor, con algunos momentos de absoluto relleno inexplicable, como los generosos diez minutos de metraje en el interior de una iglesia parisina, tan bellos artísticamente como innecesarios a la hora de hacer avanzar la trama hacia alguna parte concreta, cosa que no logra jamás.

Obra maestra en la filmografía del imprescindible John Cassavetes, «Una mujer bajo la influencia» es otro clásico incontestable que hizo de la década de los 70 la mejor de la historia del cine, beneficiada por una antológica interpretación de Gena Rowlands

Obra maestra en la filmografía del imprescindible John Cassavetes, «Una mujer bajo la influencia» es otro clásico incontestable que hizo de la década de los 70 la mejor de la historia del cine, beneficiada por una antológica interpretación de Gena Rowlands

Es imposible sostener una charla con gente que realmente entiende de cine y que no acaben hablando de John Cassavetes. Es improbable que no hagan referencia a lo largo de la conversación a “Una mujer bajo la influencia”. Es extraño que no señalen la interpretación que hace en ella Gena Rowlands como una de las mejores de la historia del cine. Todo es así, todo es con causa, todo es cierto.

La revisiones cuando la revisiones, “Una mujer bajo la influencia” constata que ocurre con ella lo mismo que con el resto de obras maestras de la década de los 70, para mí, la mejor de la historia del cine, que se trata de un clásico incontestable que jamás envejecerá. Algo mágico ocurrió en dicha década que dio lugar a una pléyade de maestros que revolucionaron el lenguaje cinematográfico, convirtieron el cine norteamericano en adulto y dotaron de enorme intelectualidad incluso a las propuestas más comerciales.

Francis Ford Coppola, Arthur Penn, Stanley Kubrick, Sydney Pollack, Peter Bogdanovich, Martin Scorsese, Sergio Leone, Bernardo Bertolucci, Woody Allen, Roman Polanski, Michael Cimino, George Roy Hill, Bob Fosse, Milos Forman… y John Cassavetes, como no podría ser de otra forma.

“Una mujer bajo la influencia” contiene todo el manifiesto experimental de este extraordinario cineasta, todas las ansias de facturar cine independiente, toda la revolución visual que ello supuso, ahora habitual y a la que estamos acostumbrados, pero que en su momento significó una ruptura total con lo conocido hasta el momento: largos planos secuencia con cámara al hombro, nerviosos movimientos de cámara persiguiendo a los personajes, ausencia de banda sonora instrumental, sencillez en torno a una evidente economía de medios, factura casi de documental, temas controvertidos y polémicos… Todo lo que en nuestra época fue el Dogma danés ya estaba apuntado en esta propuesta de Cassavetes en 1974, ni más ni menos. Ahí es nada su capacidad para ser un adelantado a su tiempo.

Y todo alrededor de Gena Rowlands, que hace una de las mejores interpretaciones de la historia del cine como una esposa y ama de casa que padece graves desequilibrios mentales que trata de sobrellevar con su monótona vida como buenamente puede. Pero su marido, un irreconocible por maravilloso Peter Falk (más allá de su estereotipada interpretación televisiva de Colombo), no colabora, no sabe, ni puede, ni quiere llevar de forma adecuada a su mujer y el choque de trenes entre ambos es apabullante, electrizante y deja al espectador sin aliento en numerosas escenas inolvidables.

Con guión del propio John Cassavetes y fotografía de Mitch Breit, la película perturba y violenta al espectador constantemente como si hubiera sido rodada hoy mismo e, insisto, estábamos en 1974. Una imposible familia disfuncional donde cada uno de los miembros del matrimonio trata de sobrevivir como mejor puede y con tres hijos pequeños que son auténticos náufragos sin posibilidad de salvación. Nadie está a la altura de las circunstancias, tampoco los padres de los cónyuges, igualmente sobrepasados por las circunstancias, excediéndose a veces, mostrando cierta indolencia otras, desasistiendo a sus nietos de una forma palmaria. La tragedia está servida y nadie la ha contado como John Cassavetes.

Con «Sole», Carlo Sironi nos muestra la cara real de los vientres de alquiler, el triunfo definitivo del capitalismo que logra permitir a los ricos comprar hasta los hijos de los pobres

Con «Sole», Carlo Sironi nos muestra la cara real de los vientres de alquiler, el triunfo definitivo del capitalismo que logra permitir a los ricos comprar hasta los hijos de los pobres

Encontrándome como me encuentro en mitad de la gestación (nunca mejor dicho) de una novela sobre los vientres de alquiler, es obvio que tenía especial interés en acercarme a “Sole”, el primer argometraje firmado por el prestigioso cortometrajista italiano Carlo Sironi.

La historia es clara, certera y directa: una chica polaca embarazada de varios meses llega a Italia para vender al hijo que crece en su vientre a una pareja italiana acomodada que es estéril. El neoliberalismo convirtiendo el cuerpo de la mujer en un mero horno donde cocer un niño para venderlo como si de una hogaza se tratase una vez debidamente cocido. La operación está muy bien diseñada por la abogada de la familia: la chica vivirá hasta el nacimiento del bebé en el piso del sobrino de él, Ermanno, un chaval huérfano que sobrevive con pequeños hurtos y que tiene un problema de adicción a las tragaperras. A cambio de cuatro mil euros, cuidará de la chica embarazada, reconocerá al niño o niña cuando nazca como suyo, ella desaparecerá después y él, incapaz de cuidar y criar a un niño pequeño, cederá judicialmente la tutela del mismo a sus tíos. La jugada perfecta.

Y digo la jugada perfecta porque funciona todo como siempre en este sistema ultracapitalista en el que vivimos: los ricos se compran los hijos del proletariado, como la propia vida de los pobres, porque el dinero lo puede todo, no tiene límites.

Como no podría ser de otra forma, una cinta que se sostiene en una convincente interpretación de su pareja protagonista, los jóvenes Sandra Drzymalska y Claudio Segaluscio, especialmente en el caso de la actriz, que tiran de gelidez y hieratismo para mirar de frente a la cámara y mostrar el vacío interior de su generación, sin futuro, sin referentes, sin destino, sin ilusiones.

Pero… a la propuesta le falta algo de valentía y atrevimiento para trascender los lugares comunes propios de este tipo de cine con pretensiones socailes y llegar a calar realmente en el espectador, algo que debería haber logrado alcanzar si pretendía ser un acercamiento novedoso y contemporáneo al neorrealismo italiano clásico leído con los códigos del cine del siglo XXI.

La pesadilla de la maternidad en la Rusia fascista de Putin es narrada descarnadamente por Sergei Dvortsevoy en «Ayka», interesante película que acaba siendo víctima de la falta de síntesis y el abandono de la elipsis del cine contemporáneo

La pesadilla de la maternidad en la Rusia fascista de Putin es narrada descarnadamente por Sergei Dvortsevoy en «Ayka», interesante película que acaba siendo víctima de la falta de síntesis y el abandono de la elipsis del cine contemporáneo

Es imposible que la vida te pueda ir peor. Ser una migrante sin papeles de Kazajstán en la Rusia fascista de Putin, no tener un rublo en el bolsillo pero sí acreedores que te amenazan por todas partes, no encontrar trabajo por más que lo intentes y te esfuerces en buscarlo, dedicarte a quitar las plumas a pollos creyendo que te van a pagar por ello y que el suministrador desaparezca con tu dinero, dar a luz y entender que no te queda más salida que abandonar a tu hijo recién nacido en un hospital y fugarte por una ventana de dicho centro médico por el bien de tu hijo y del tuyo propio sencillamente porque no lo puedes criar. Es la vida de “Ayka” que tan dura y crudamente nos cuenta el cineasta de Kazajstán Sergei Dvortsevoy.

Sin embargo, una cierta distancia, una cierta frialdad, un cierto desapego del autor por su protagonista hace que la película y demasiadas reiteraciones de situaciones que alargan su metraje en exceso, que tiene semejante e impactante planteamiento inicial, no se desarrolle con la misma intensidad a lo largo de su metraje. Es víctima del gran mal que aqueja al cine contemporáneo: el exceso de metraje, la ausencia de síntesis y el abandono de la elipsis narrativa.

Perturbadora fotografía de Jolanta Dylewska a través de una nieve constante que se convierte en un personaje amenazante más y en la antítesis que impide sobrevivir a Ayka. Fantástica interpretación de la su protagonista, Samal Yeslyamova, premiada con justicia en la edición de Cannes de 2018. Rodada con una necesidad de realismo documental que lleva a su equipo técnico a utilizar largos planos secuencia con cámara al hombro alrededor del periplo de su protagonista rodados en Super 16 mm para lograr dicha apariencia verosímil con, quizás, excesivos ecos a la “Rosetta” de los hermanos Dardenne, con la que tiene quizás demasiadas coincidencias.