«Donnie Darko», la magia de un film con dos relecturas radicalmente opuestas que siempre concuerdan

Donnie Darko
Este año decidí revisar por Halloween “Donnie Darko”, esa obra maestra del cine indie norteamericano firmada por Richard Kelly. Sigue siendo tan fascinante como infravalorada en las diferentes dimensiones que ofrece, quince años después.
 
Porque eso es lo que hace a “Donnie Darko” diferente a cualquier film al uso, que permite visionados diferentes con formas de verla diferentes y conclusiones diferentes. Y son compatibles todas ellas gracias a la magia inabarcable de su guión. Y ahora me explico.
 
1.- Si quieres, puedes ver una soberbia película sobre un adolescente con esquizofrenia paranoide y alucinaciones visuales que intenta sobrellevar su adolescencia con la mayor naturalidad y normalidad que su perturbación mental lo permita. En esa dimensión, el film es redondo, demostrando que para crear una cinta de terror no son necesarios monstruos, sustos, casas encantadas, golpes de música, puertas chirriando al abrirse o telarañas.
 
Como ocurría en “Take Shelter” del maestro Mike Nichols, asomarse al mundo de las perturbaciones mentales es lo más aterrador que se puede contar en el cine.
 
2. Ahora bien, cuando llegas al final del film y todo se desencaja de dicha forma de ver la cinta, la película te abre una segunda posibilidad y una relectura completamente diferente: porque podría no ser (no lo es de hecho) una película de terror psicológico sobre un adolescente esquizofrénico, sino una cinta de ciencia-ficción sobre viajes espacio-temporales a través de agujeros negros. Y, si optas por entenderla así, encuentras una explicación a su final y puedes releerla en esa otra clave donde ya todo encaja y cobra el sentido definitivo.
 
Mucho cuidado con esta segunda opción, porque no es apta para todos los públicos ni el director pone a nadie fácil sacar las conclusiones de su muy perturbador, desasosegante final, que deja fuera de juego a la mente más sublime.
 
Por eso es un film de culto a pesar de su pequeñez y escasa proyección histórica. Por eso la conocen pocos pero la aman mucho. Por eso es una de las pelis indies a la que más culto se le rinde y más se respeta, porque son dos pelis en una. O más.
 
Y todas ellas funcionan gracias a un guión milimétrico y muy original y a una interpretación insuperable de un jovencísimo entonces Jake Gyllenhaal, y una pequeña pero jugosa participación de mi idolatrada y amada Drew Barrymore.

«The Meyerowitz Stories»: ni Netflix salva a Noah Baumbach de no poder ser Woody Allen

The Meyerowitz Stories
De la conjunción entre la todopoderosa Netflix y un paradigma del cine de autor neoyorquino como Noah Baumbach (cada vez más en horas bajas tirando a subterráneas a pesar de la filmografía que hace un tiempo lo avalaba como un genio del cine de autor) debió nacer una maravilla, pero acabó siendo aborto y no llegó a nada bueno.
No sé qué más se le puede pedir a la vida para que el otrora interesantísimo Noah Baumbach hubiera tocado el cielo: Netflix poniendo la pasta, actores de la talla de Dustin Hoffman o Emma Thompson, un escenario muy Woodyalleniano con artistas e intelectuales de la Gran Manzana atribulados y en horas bajas… Ah, espera, ya sé por qué se hunde la cinta: es que, para hacer cine, sobre todo y por encima de todo, se necesita un buen guión y, claro, de eso “The Meyerowitz Stories” está totalmente vírgen, inédito.
Porque ese es el único problema que tiene la cinta, la única causa de que muera de inanición sin acercarse siquiera a la orilla pretendida, sin pena, ni gloria, ni nada por lo que recordarla, que carece totalmente de historia que contar, que nunca acabas de saber si pretende ser un drama con toques de comedia sin gracia o, lo que es peor, una comedia sin gracia con ribetes de drama. O sea, que pretendía ser el mejor Woody Allen pero sin su chispa, sus diálogos y sus hilarantes historias.
Acaba siendo un enorme desperdicio del que solo se salva el personaje y la actuación de Grace Van Patten, cuya interpretación como nieta alocada y con pretensiones artísticas de Dustin Hoffman e hija de Adam Sandler (sobre él no voy a hablar si no es en presencia de mi abogado, como de la patética intervención en el film de Ben Stiller) es lo único que pinta una especie de mueca como sonrisa en la cara del espectador. Mal asunto para Netflix arrancar su producción fílmica así.

Don Dinero nunca pierde el tren

Ser
Aquí os dejo mi columna de opinión que, como cada Viernes, se emite en Cadena SER Radio Granada, a las 8:50 horas:
Don Dinero es anciano pero está en plena forma. Sus pupilas ajadas y un tanto vidriosas por la edad, no han perdido ni un ápice de la fuerza de su mirada sostenida, la que da el poder, porque él sabe que tiene en sus diestras manos las riendas del destino, y que nada se escapa al campo magnético de su voluntad.
Pone y quita gobiernos a placer, sube o baja primas de riesgo con un mero gesto de su mano, salva bancos con una leve subida de cejas, decide quién vive o quién muere con su romano pulgar.
En Granada, lo conocemos bien. Porque hace mucho más de mil días que decidió dejarnos sin tren al pueblo llano que usa los Media Distancia para forjar la obra de ese tren pijo para pijos llamado AVE. Desde entonces, los pobres cogemos el bus para que los ricos algún día viajen muy rápido. Y puede que en el futuro decida que, una vez llegado el AVE, habrá que reducir los trenes de desarrapados, pero por su bien.
Don Dinero cerró a cal y canto la vía de Moreda para que los pobres no usen el tren, pero por ella sí pasa el más derrochador de los trenes ricachones, el Al-Andalus, porque solo para él, Don Dinero decidió que sí había vía de tren hasta Granada.

«Mi vida sin mí», la conjunción astral de Isabel Coixet y Sarah Polley

Mi vida sin mí
No creo que venga a descubrir nada ni a poner luz sobre vuestras vidas afirmando que Isabel Coixet es una de las grandes directoras del planeta. Su filmografía está cuajada de obras maestras plenas de sensibilidad, madurez, equilibrio y belleza intrínseca e interna. Es una directora certera, madura y valiente que ha sido capaz de crear un estilo propio y reconocible y de demostrar que pocos seres humanos pueden superarla tras la cámara.
“Mi vida sin mí” es el paradigma de ello y probablemente su mejor film. Revisitado anoche 15 años después de aquel estreno que me hizo salir anonadado y superado por las circunstancias de la sala de proyección, golpeado en el estómago y sin aire para poder respirarlo, como los grandes clásicos, no pasa el tiempo por ella, sino todo lo contrario, parece rodada ayer mismo, y con la misma eficacia de entonces. O puede que más.
Donde cualquier otro director se hubiera embarrado en la sensiblería cursi y en la lágrima dulzona fácil, Isabel Coixet sobrevuela, como la gran maestra del cine que es, sobre todo ello para contar de la forma más cercana, real, creíble y honesta que haya existido, el drama de la muerte. Sin ningún elemento peliculero de telefilm, simplemente se acerca a los últimos meses de vida de una chica que es demasiado joven para morir, y a la que le quedan aún demasiados deseos por cumplir antes de que llegue el momento.
Por eso Ann se hace una lista con las cosas que debe hacer antes de morir. Y pone todo su empeño en no saltarse ninguna en el breve tiempo que le resta de vida. Ese es el argumento. No se necesita más para confeccionar en manos de Isabel Coixet un clásico inmortal.
Porque su protagonista no es una chica cualquiera, es Ann, un personaje que ya será eterno para nosotros. Y ella no es convencional. Antes de morir, quiere dejar el futuro de sus seres queridos atado y bien atado, para que su temprano paso a la nada absoluta que es la muerte (sobre todo para los que no nos tragamos lo de la vida eterna, como le pasa a Ann), no sea un recuerdo doloroso para los que la rodean.
Pero la dirección de Coixet jamás hubiera obrado el milagro de la peli perfecta que es si no hubiera sido por una tal Sarah Polley, que hace una de las interpretaciones más viscerales y maravillosas que haya visto en todos los días de mi vida.
Pocos actores o actrices han sabido perfilar un personaje con una sola mirada o un mero gesto, sin palabras, como Sarah Polley en esta cinta, creando a una Ann que, una vez que conoces, acompañará tu vida y el mejor de tus recuerdos para siempre.

Big Little Lies, obra maestra para ambos géneros, imprescindible para las mujeres

Big Little Lies
Uffffffffffff, otra vez. Soy consciente que de la última serie que os hablé comencé con un Ufffff dicho análisis. Y lo vuelvo a hacer de nuevo. No es porque tenga el paladar vago y ya me sepa a caviar todo, sino porque dos platos del mejor manjar que nunca se haya cocinado se me han unido uno tras otro para suerte de mi alma. Si “El cuento de la criada” era uffff, “Big Little Lies” es igual de uffffffffffff. Y dije igual, ni tan siquiera un poco menos.
 
Big Little Lies es una serie sencillamente perfecta. Y cualquiera lo diría viendo su tontorrón episodio piloto, que presagia la peor de las catástrofes. El primer acercamiento parece querer llevarte hacia una comedieta tontorrona de madres pijas que se conocen de llevar a sus hijos al colegio y que están muy consternadas por sus problemas de ricas como si no existiesen problemas reales en el mundo.
 
Y es que los ricos dan asco. Y sus problemas risa. Y lo que suelen producir es gana de exterminarlos para poner fin a su sufrimiento y al nuestro. Y todo comienza fatal. Pero… amigo, no abandones, persiste hasta el episodio 3, porque la sorpresa que se te está cocinando a la vuelta de la esquina a partir de ese momento es inmensa, es la serie del año sin duda, es colosal.
 
A partir del citado episodio, se decide poner fin a la comedia y nos zambulle de cabeza en un drama de profundidad inabarcable y de tensión insoportable, de magnitud, de los que ya jamás vas a olvidar. Cualquiera lo diría al principio, pero ahí está.
 
La serie gira alrededor de dos misterios cuyo desenlace no se conoce hasta los últimos minutos de la serie. Y trata de mujeres y de ricos sin piedad hacia ninguno de los dos colectivos. Porque todo va de mujeres ricas, que también ocultan bajo los brillos de la náusea profundos dramas insondables donde es mejor no mirar por el terror que produce echar tan solo un simple vistazo.
 
Es cierto que, de sus cuatro protagonistas, la serie se desequilibra (por nuestro bien) y se centra especialmente en dos que acaban merendándose toda la atención del boquiabierto espectador entre tanto derroche de intensidad y que acaban reduciendo a la categoría de anécdota a las otras dos: el personaje de Celeste especialmente (Nicole Kidman, ahí es nada) y el de Jane (Shailene Woodley). Ambas mujeres ocultan tras su máscara social un pozo insondable de amargura y desolación total, piedra angular de toda la serie.
 
Donde se analiza sin piedad la diferencia de clases, el desprecio de los ricos hacia los pobres, la violencia doméstica, los abusos sexuales, la discriminación por razón de género, el adulterio, los problemas familiares, los hijos como herederos forzosos de las miserias de los padres, la infancia como momento vital para el desarrollo de la personalidad, las entradas y salidas de los colegios como vivero repugnante en las relaciones entre padres…
 
Todo eso y más es Big Little Lies. Y además sabe jugar al despiste como pocas veces en la historia del cine: porque comienza con la investigación de un crimen cuya víctima no conoces hasta los últimos cinco minutos de la serie. Porque trata de un caso de acoso escolar cuya autoría no conoces hasta su último episodio. Porque derrocha mala leche con las clases altas y su forma de vida injusta, artificial e insoportable. Porque analiza el género femenino desde las vísceras como pocas veces.
 
Es una obra maestra para ambos géneros, pero imprescindible para las mujeres.

«El cuento de la criada», utópica en su perfección en la narración distópica

El cuento de la criada
Ufffffff. No sé por dónde empezar. Porque no soy capaz aún de valorar lo que he visto, porque es demasiado inmenso para creer que es posible que sea cierta una tele así.Terminada “El cuento de la criada” es obvio que es algo más que la serie del año. Acaba de alumbrarse una franquicia que está llamada a continuar a mayor gloria de la historia del cine para pasar directamente al olimpo de lo inolvidablemente sublime.
Es un pavoroso relato terrorífico que no es de terror. Es una distopía futurista que no es tan complicada de hacerse realidad. Es un grito desgarrador ante una sociedad cada vez más ultraconservadora, misógina y fundamentalista que abrasa desde su silencio. Es un relato desgarrador que va calándote los huesos en pequeñas dosis y a su propio ritmo, como hacen las series perfectas, y ésta vaya si lo es.
Decir que la historia es de las que te captan para siempre es obvio. Yo, más que en la genialidad de un guión que embelesa, sabia mezcla del “1984” de Orwell con “Hijo de los hombres” o con algunos relatos distópicos de Cormac McCarthy, me voy a fijar en otros dos aspectos ciertamente subyugantes.
El primero de todos, por encima de absolutamente el resto de cosas, su estética. Visualmente es la serie más impactante que haya visto en muchísimos años. La caligrafía visual de un futuro en el que la lluvia y la gélida nieve siempre están acompañadas de planos achicharrados por la contaminación ambiental, de perfectas escenas de interior donde la luz cegadora se cuela por todas las rendijas posibles y… el rojo.
Porque la serie es el rojo. Un rojo que impacta y que derrite pupilas en cada perfecta y preciosista escena que es cine puro, que es oro para el cinéfilo más exigente.
Y tras lo estético, claro, Elisabeth Moss, porque no hay palabras. La Peggy Olson de Mad Men lleva la interpretación a las cotas más altas jamás vistas. Una mirada, un solo gesto, un solo movimiento de ojos se convierten con ella en la mejor línea de guión. Lo que Moss hace en esta serie no es de este mundo. Ella sí que es utópica en su interpretación distópica. Una diosa.

La peculiar y necesaria teoría de los vasos comunicantes

Ser
Aquí os dejo mi columna de opinión que, como cada Viernes, se emite en Cadena SER Radio Granada, a las 8:50 horas:
Tahúres a este lado del Genil, vendedores ambulantes en mercadillos, gitanas que te leen la mano o te venden romero en la puerta de la Capilla Real, conductores de trenes disfrazados de autobuses por carnaval perpetuo, abogados del todo a cien mal pagados por la Junta y hasta médicos manifestantes o no de refusiones o disfusiones fusionadas, son conscientes y dominan la teoría de los vasos comunicantes, especialmente necesaria en la física que estamos atravesando estos días.
Porque cuando un problema que todo el mundo cree que es meramente jurídico acaba evacuando a más de tres millones de personas a la calle con poco que perder y todo el tiempo del mundo para asumir las consecuencias de sus actos de independencia, entonces el mago, desde su ajada chistera, acaba de convertir un problema jurídico en uno político, que ya no tienen que resolver jueces sino políticos.
Y si un problema político, que nos hace arder por los cuatro costados desertizándonos a nosotros mismos, no hay político profesional que lo extinga mientras las llamas nos devoran las entrañas, entonces el problema político debería convertirse en jurídico para atajarlo por las más malas de todas las malas que fueran posibles.

«Hachiko», constatación empírica de que Lasse Hallström es el Emperador de los Ojos Húmedos en la platea

Hachiko

De vez en cuando se nos está permitido por los dioses del olimpo cinéfilo una pequeña dosis de placer culpable. Sobre todo si te sientas a ver una película por cierto compromiso obligado para que no siempre se tengan que ver las que uno ordena, buscando consensos mucho mejor que los políticos. Confieso que no tenía ni el más mínimo interés por ver “Hachiko”, un film del otrora prometedor director Lasse Hallström, con un arranque de filmografía prometedor, pero perdido para la causa del buen cine hace ya demasiado tiempo.

Se trata de un director que nos cegó a todos por su capacidad para manejar sentimientos inmortales con una historia conmovedora y maravillosa titulada “¿A quién ama Gilbert Grape?”, que nos resultó coherente y digno adaptando al cine “Las normas de la casa de la sidra”, que ya comenzó a saturarnos un poco por diabetes incipiente en “Chocolat”, que se redimió algo con “Atando cabos” o “Una vida por delante” y que, desde entonces, decidió ser el Emperador de Todas las Lágrimas de la platea y su cine abandonó la calidad en la búsqueda del ideal de que no quedara un solo ojo seco por el planeta Tierra.

En esta última línea se encuentra “Hachiko”, una conmovedora y arrebatadora historia real de fidelidad perruna a su dueño que emociona al más pétreo de los espectadores, por poco corazón que le quede o por mucho que odie a los seres no humanos.

Estuve durante todo su metraje intentando no sucumbir al imperio de la lágrima fácil y la bondad humana repartida a manos llenas en que suele convertirse el cine de Lasse Hallström, cual Frank Capra 2.0 de nuestra sociedad. Pero, seamos sinceros, ¿acaso el cine no es justo eso, creación de sentimientos colectivos en el público?

Casi lo consigo, pero casi. Al final, a pesar de las interpretaciones mediocres (Richard Gere cada vez me parece peor actor), el guión blando y sin dobleces, los personajes cargados de buenismo sin reverso tenebroso alguno y sensiblería y almíbar por doquier, tengo que confesar que el placer culpable funcionó, y que te acabas emocionando descubriendo que, si los seres humanos de las películas de Lasse Hallström son buena gente, los animales los superan por goleada.

Si quieres hurgar en la emoción sin comerte el tarro, ésta es tu película, amig@.

«T2 Trainspotting», la fascinación a la par que el hastío siguen inoculándose en nuestras venas por obra y gracia del irregular Danny Boyle

T2

En “T2 Trainspotting” se acentúa el dilema de su predecesora hace ya la friolera de 20 años, cuando todos éramos más jóvenes y crédulos: la fascinación corren por las venas (nunca mejor dicho) de sus protagonistas a la par que el hastío y el tedio. La forma sigue sin estar acorde con el fondo sino al contrario. El desfase psicotrópico sigue sin tener la explicación necesaria y el guión sigue sin impactar en el estómago como debiera. 20 años después, tras todo lo que han consumido nuestras pupilas cinéfilas mientras tanto, el resultado nos sabe aún a bastante menos.

Siempre me gustó “Trainspotting” del perpetuamente irregular Danny Boyle, pero nunca me entusiasmó. Eso justo me sigue ocurriendo con su secuela, con su revisitación 20 años después, que es agradable de ver para el cinéfilo pero no deja poso (aún menos que en su primera parte).
Hacer secuelas es altamente peligroso para un cineasta. Solo una vez en la vida (la excepción que confirma la regla) la secuela le ganó a su predecesora: el caso de “El Padrino II” de mi suegro. Pero no se conocen más casos. Tampoco en este caso estamos ante el caso. No hay caso.
Me gusta la parte en la que se centra en la evolución psicológica de los personajes, e incluso cuando usa imágenes de la primera cinta para contrastar ante nuestros ojos el cambio de deseos, problemas, aspiraciones y vaivenes emocionales que los personajes han sufrido durante 20 largos años, largos para protagonistas y espectadores.
Pero todos tenemos dos décadas más sobre nuestro cuerpo y sobre nuestra alma cinéfila. Y la fórmula ya no funciona como antes, sobre todo si no se sustenta sobre una trama suficiente y seriamente elaborada, como ocurre en esta peli, que adolece de cosas que contar.
Solo el personaje femenino de Anjela Nedyalkova (al que se le saca mucho menos partido del que pudiera haber tenido) brilla con luz propia en la función gris en la que participa. Sobre todo habiendo relegado en esta secuela a Kelly MacDonald (maravillosa protagonista de Boardwalk Empire) a una sola escena.
No son tiempos para la lírica, ni para la heroína.

«Death Proof» es Tarantino, placer culpable, palomita sangrienta, gozosamente superficial y básica

Death Proof
La guardaba como oro en paño desde hace una década hasta que llegara el instante preciso. Porque sabía que iba a ser un placer culpable, muy culpable, porque sabía que iba a ser maravillosamente básica y que, justo por eso, me iba a hacer levitar en el sofá. Justo por eso la compré en su momento y… esperé que llegara el día, justo el día, o sea, hoy. Porque sabía que el “peor” Tarantino es el que más me apasiona. Por eso llevo diez años esperando el momento, y ha tenido que ser esta mañana: al fin vi “Death Proof”.
Y todas las profecías se han cumplido: continente y contenido estaban directamente diseñados para que yo viviera el placer culpable de este momento. El saber que algo tan gamberramente mediocre me iba a entusiasmar y dar botes y aplaudir desde el sofá. Es Tarantino, es dios, es el más bizarro, gamberro, terrorista e impresentable de los directores que en el mundo han sido. Por eso lo adoro. Justo por eso soy TARANTINIANO hasta las trancas. Por los siglos de los siglos.
Este proyecto a medias con Robert Rodríguez que ambos pretendieron que fuera un homenaje al peor cine del mundo, el de serie Z que se estrenaba en los sesenta y setenta en sesiones dobles para consumir palomitas a falta de calidad, está cojo. Grindhouse es un proyecto desigual y desequilibrado porque Robert Rodriguez defrauda (como siempre para mí) y Tarantino goza de la gloria de la fastfood, el olimpo inconfesable, puro placer culpable (uso la expresión una vez más de forma consciente).
En esta historia maravillosamente impresentable de persecuciones de coches y violencia gratuita, brillan todos los elementos con los que los tarantinianos tenemos orgasmos cinéfilos: diálogos absurdamente brillantes mientras que la cámara gira y gira a su alrededor, música deliciosamente elegida y mejor incorporada a la historia como un elemento más, violencia excesiva e innecesaria por doquier, mucha sangre, un sentido del humor negro inimitable, bellas mujeres, alcohol y drogas, poca ropa y mucha carne…
Y lo visual: firmado en cada plano por Quentin. Reconocería un plano de Tarantino sin saberlo previamente entre mil. Y esa dirección de fotografía de esta gozada de peli, del propio Tarantino, llena de imperfecciones formales para hacerla parecer una auténtica peli mala de serie Z mal conservada y peor proyectada. Una gozada total.
Y un final justo a mitad del metraje que tiene la gran ventaja de dejarte boquiabierto durante 5 minutos, pero que lastra la segunda parte de la cinta, como es normal, que no está a la brutal altura de la primera.
Pero qué mas da: gocemos, desparramemos palomitas, sintámonos mal riendo a carcajadas de la violencia… Seamos tarantinianos de por vida. Gloria eterna a Quentin.