El cine francés centrado en su sistema educativo se ha convertido en un género cinematográfico en sí mismo con notables aportaciones en su haber. Muchas (algunas realmente geniales y otras quizás un tanto sobrevaloradas como suele ocurrir con el cine galo) películas sobre el tema nos han llegado desde el país vecino.
Sin duda, de las más originales, por no decir la más, es esta “La última lección” de Sébastien Marnier, una cinta a la que quizás le cuesta arrancar, que no engancha demasiado por ser una mezcla de géneros excesiva para su metraje girando en torno al drama, el thriller, el cine de denuncia ambiental y hasta con toques de terror pero que… cuando piensas que no te ha entusiasmado de forma absoluta y que no era para tanto, llega su escena final, se encaja la última pieza del puzzle y entonces comprendes que has visto una gran película que va a permanecer en tu mente durante el resto de tu vida, justo cuando se despliega ante tus atónitos ojos “La última lección”.
La nueva película de Marnier es una cinta con aroma a fábula moral que se inicia con el suicidio de un profesor en mitad de clase ante sus alumnos con alta capacidad intelectual. Se trata de un grupo de estudiantes un tanto especial, un experimento de la administración educativa francesa consistente en unir a todos los alumnos superdotados en una sola clase. Tras el suicidio, un joven profesor interino sin demasiada experiencia tiene que hacerse cargo del grupo de raritos sabiondos que no le van a poner nada fácil la supervivencia anímica y la salud mental.
Es en ese momento donde el film torna de tesis educativa a thriller psicológico, porque el profesor se obsesiona con sus maquiavélicos alumnos y se siente vigilado y observado por los mismos hasta perturbarse mentalmente. Algunas pinceladas incluso directamente sacadas del género de terror enriquecen la cinta más que estorban, aportándole texturas diferentes en esa caída a los infiernos del desequilibrio mental del profesor (o no).
Y conforme se desarrolla el thriller, quizás la cinta pierde algo de fuelle por falta de originalidad (a pesar de algunas escenas oníricas muy logradas), pero… el final, ese final, uno de los mejores que he visto en los últimos tiempos, esa última escena que hace encajar cada pieza en su lugar y que cierra definitivamente la historia, haciéndonos ver (como ocurre en todo producto cultural inteligente que trata al espectador como adulto) que los malos no eran tan malos ni los buenos tan buenos (o sí). La última escena es el culmen de una cinta que va calando poco a poco en el espectador por decantación. Como si de las «Heridas abiertas» de Jean-Marc Vallée se tratase, el giro final en el último suspiro es brutal y es lo que hará mantener la película viva en la mente.
Algo que parecía derivar en una versión francesa de “¿Quién puede matar a un niño?” de Chicho Ibáñez Serrador, con cierta tendencia al cine de hordas de niños asesinos, pero… nada más lejos de la realidad, la película tiene una última intención ambientalista parapetada en todos los poros de su metraje que espera agazapada su momento oportuno.
Y entonces es cuando entiendes que los jóvenes se saben sin futuro, ni personal ni mucho menos ambiental, porque el planeta ya no resiste más y la naturaleza está en peligro de extinción por una acción depravada del ser humano que está asesinando vilmente a la Tierra. Un film de atmósfera enrarecida, de pesimismo lúcido, que deja al final un sabio poso que nos marca un camino sin futuro, el que estamos recorriendo ya sin querernos dar cuenta.