«Callado como un muerto» (un relato de Sergio Berbel)

Ella sabe que fue justo ahí. Pudo haber sido en cualquier otro recoveco del conjunto monumental, pero no, fue justo ahí. Por eso siempre se sienta en ese banco y no en otro. Más de setenta años después, no queda rastro de sangre por ninguna parte, a pesar de que alguna vez no ha podido vencer a la tentación de agacharse y rebuscar algún resto que confirme su hipótesis. El tiempo lo borró todo, lo difuminó de forma irreversible. Quizás mejor así. Ojos que no ven… piensa ella. El implacable péndulo del paso del tiempo, con su movimiento cansino y ondulante, barrió para siempre el rastro de Él justo bajo la misma alfombra donde terminó la casa de Ella.

 

Él cayó muy pronto, de los primeros. Él calló demasiado tarde y de ahí el fogonazo precipitado que puso fin a sus ideas de un solo disparo a bocajarro. Ella no tiene casa. Él no tiene vida. En eso, piensa Ella que están empatados. Les separan más de setenta años a ambos, pero tienen un banco en común, con vistas a los bosques de la Alhambra, al picado que ofrece la ciudad abierta en canal a la vista de todos los que se atreven a darle la espalda al Palacio de Carlos V. Lo único que los separa de forma definitiva a ambos es que Ella calienta el banco con su maternal calor corporal y Él no, dejó de calentar nada hace más de setenta años, frío como siempre está, con la mirada perdida y un silencio cadavérico, tan blanco, tan gélido, tan callado.

 

Los de la Memoria Histórica tratan de encontrar los restos de Él, con una constancia encomiable a la que nunca ha acompañado el éxito. Pero a Ella la mente se le va a otra parte, divaga demasiado últimamente, piensa. Debe estar haciéndose vieja. Aquellas personas tan arregladas haciéndole firmar papeles incomprensibles, otros de uniforme dando golpes en la puerta, las vecinas (entonces el concepto vecinas aún significaba algo para Ella) mirando agazapadas detrás de sus mirillas, los de Stop Desahucios gritando desde la calle, insultando a un banco que Ella no recordaba de nada, y el pañuelo de papel sucio con el que se limpiaba las lágrimas. Eso es lo que más recuerda de ese día, justo eso, lo sucio que estaba el pañuelo de papel, qué vergüenza. Seguramente Él le habría regañado si hubiese estado allí, aunque no despega nunca los labios, aunque no ha escuchado el metal de su voz todavía, que seguro que sería grave y certero.

 

Él está muerto y no tiene ya nada que perder. Ella, a estas alturas de la película, tampoco. Él no tiene cuerpo, ella no tiene casa, ni muebles, ni electrodomésticos, ni esperanza alguna de volver a sentirse feliz y completa. Por tener, a veces piensa que no tiene ni vida, como Él. Él ya no se siente nada, dejó de sentir en apenas un segundo. Fue ruidoso pero indoloro. Sangriento pero inmediato. Un solo disparo, un solo gesto del dedo de su verdugo apretando el gatillo y todo dejó de girar, abruptamente, tal y como empezó en la gestación de su madre cuarenta años antes de un fogonazo de un arma. Ahora estás, ahora no estás. Un mortal truco de prestidigitador. Un instante.

 

Cuando presagió la detonación, lo único que pensó fue: “ya me decía mi madre que no me metiera en política, que iba a acabar mal.” Parece que la estuviera escuchando ahora mismo, con el gesto adusto que siempre tenía su madre desde que decidió que estaba harta de vivir para vivir como vivía. No era éste un país para señalarse, sino para ser discretos y pasar desapercibidos, un país donde la mediocridad era premiada y la genialidad una pena de muerte o destierro, un país gris como lleva estando más de setenta años el borde del orificio de su camisa blanca.

 

Ideas. Ni que se comiera de las ideas, diría su madre harta de vivir. Pero Él solo tenía eso ideas, era ciudadano de la patria de las ideas. Así le fue, condecorado con un fogonazo final. Todo lo contrario que Ella, que hace muchos años que ya no vota porque el desencanto le devoró las entrañas a la par que las ilusiones. Una tenia voraz que se lo engulló todo para siempre. Si no tiene casa, no tienen voto, piensa siempre ella cada vez que ve por las teles de otros que ha vuelto la feria de las campañas electorales.

Dos almas en pena compartiendo el mismo banco cada tarde. Dando ambos sus respectivas espaldas, real la de Ella, etérea e imposible la de Él, al Palacio de Carlos V. Viendo al sol marcharse al mismo tiempo que a la gélida brisa granadina del anochecer desperezarse en apenas segundos, traidores segundos que producen siempre un escalofrío en Ella y nada en Él, que hace mucho tiempo que ni el calor ni el frío son capaces de hacer mella en su temperatura constante y muerta.

 

Ella le habla mucho. No le gustan los silencios, ni los cómodos ni los incómodos. Hila un tema con otro sin descanso. Él no dice nada, solo la contempla con postura de esfinge y ojos de pez, inexpresivo, inalterable, distante y frío, como la muerte que hace tanto que tuvo lugar en su cuerpo y de la que no hay marcha atrás posible por más que avance la ciencia.

 

Ella sabe que Él está llegando a su cita de cada tarde cuando la brisa agita de forma repentina el árbol que hay junto al banco, como despertándola del letargo en el que se consume durante el resto de un día sin casa. Entonces Ella debe cerrar los ojos y, cuando los vuelve a abrir, ya está allí él, con su mirada vidriosa de cada tarde y su agujero en el pecho ya cicatrizado pero aún quemado, con la camisa rota y una costilla asomando por esa boca abierta, muerto para siempre. Ese es el protocolo que hay que seguir: esperar que caiga la tarde, cerrar los ojos, escuchar la brisa abrazando las hojas más altas del árbol que hay junto al banco. Siempre el mismo, siempre igual, como deben ser los mejores protocolos.

 

Ella sabe que Él estuvo escondido durante semanas en la Alhambra, para que sus contrarios no lo encontrasen, intentando evitar el fogonazo y el ruido que al final fue convocado a su biografía. Jugaba al escondite en cada estancia del monumento que en ese momento estuviese vacía, reaccionando rápidamente cuando escuchaba el eco de los murmullos, nunca supo si reales o imaginarios, si de seres vivos o de algún fantasma de los muchos que dicen que pululan en las noches de la Alhambra.

 

A Ella eso le recuerda la comisión judicial que vino aquella mañana de los gritos y las lágrimas en un pañuelo de papel sucio, aporreando la puerta de casa. Ella pensaba que al final eso no ocurriría, que era demasiado castigo para el único delito cometido de ser pobre, que no había derecho. Pero escuchó también, como Él pero muy lejos de la Alhambra, murmullos fantasmagóricos antes de que un señor con uniforme azul echase la puerta abajo y acabase con sus sueños definitivamente, sin fogonazo pero de forma igualmente definitiva.

 

A Él le bordaron en rojo y negro un boquete en la camisa porque le sobraban ideas. A ella la empujaron fuera de casa porque le sobraban deudas. Ambos más bien estaban de sobra en el mundo, asilados de sí mismos y sus circunstancias.

 

A veces Ella piensa que Él la mira por encima del hombro, con desdén y superioridad, relativizando su drama, pensando que lo de pasear por la Alhambra con un agujero en mitad del pecho es mucho peor que dormir en la calle. Él a veces la menosprecia para hacerse el importante, para poder mirarla con altanería, para presumir de que es mejor morir de ideas que morir de hambre. Ella nota esa superioridad en su mirada fría y muerta. Él no entiende que a veces estar muerto es más fácil que estar pobre.

 

Ella nota que a veces él hace un gesto con su cara para hacerle notar que Ella no pasa hambre, que el hambre solo existió en la época en la que él no estaba tan frío y tan muerto. Él está anticuado, piensa Ella, es lo que tienen los muertos, que se vuelven anticuados quieran o no quieran, y dejan de entender que hoy día alimentarse no lo es todo.

Él, aunque lo niegue con sus gestos de muerto presumido, tenía una casa de la que tuvo que huir para desaparecer entre los laberintos alhambreños, jugando al escondite con la muerte, que al final nunca falla a su cita. Tenía una familia que lo lloró durante décadas, que pagó las consecuencias de su error en sus propias carnes, que no tuvieron jamás ni un mal cadáver al que dar sepultura. Por eso Él vaga señorialmente cada tarde por los bosques de la Alhambra, lugar donde encontró a la muerte que lo estaba buscando.

 

Pues ya es tener mucho más de lo que tiene Ella. Abandonada de sí misma. Hablando sola, sobreviviendo sola, rebotando de un lugar a otro a la caza de alguna ayuda social, de esas que le dan tras mirarla de arriba abajo.

 

Él dice que le duele el pecho, pero porque es un creído, no sabe que duele mucho más el bolsillo cuando grita desesperado para deshacer las telarañas.

 

A veces Ella piensa que él se está enamorando de Ella. Porque nota en su mirada apagada y muerta un cierto tono de dulzura cuando la mira. Apañado va éste con la suerte que tengo, piensa Ella, menos mal que a éste no hay que mantenerlo ya. Está tan muerto y hasta sin tumba que poco gasto hará este hombre. Desde luego, en ropa no invierte, porque lleva con el mismo traje ajado desde 1936, y con la camisa rota en el pecho, por la que ella no puede evitar que siempre se le desvíe la mirada a la costilla que asoma por la boca abierta de su camisa blanca, tiznada de negro y rojo seco, grisácea en los bordes que pregonan la muerte.

 

Es un poco raro este hombre, piensa Ella. Nunca tiene hambre ni quiere acompañarla al comedor social donde ella cena en el último turno, porque siempre se le hace tarde por culpa del muerto presumido, que a veces tarda en soplar la copa del árbol que hay junto al banco para anunciar su llegada. No la lleva a bailar, ni la invita al cine, ni siquiera le propone nada, callado siempre como un muerto.

 

Claro, como Él tenía familia, a lo mejor quiere respetar a su difunta esposa y no quiere dar lugar a malentendidos que hagan parecer sus encuentros citas amorosas. Por eso debe ser tan frío con Ella, además de porque está muerto. No obstante, ella tampoco es que se arregle mucho para la ocasión, dado que quien no tiene casa presenta siempre un fondo de armario de escasas posibilidades, y hace lo que puede con lo que hay, milagros que solo las mujeres bien enseñadas por sus madres como Ella pueden lograr.

 

Lo que a Ella no acaba de gustarle es la forma en la que Él se despide al caer la noche. Mudo como siempre está, a la francesa. Solo vuelven a moverse las hojas del árbol que hay junto al banco y desaparece hasta el día siguiente. Ella lo sabe porque a veces va por la mañana a ver si Él tuviera un rato de lugar dentro de su apretada agenda de muerto y se dejara caer por allí, pero jamás ha ocurrido hasta hoy. A veces los muertos están muy ocupados. Dicen que el estrés de los fallecidos es un fenómeno médico a estudiar en las próximas décadas. Alguna vez han discutido por eso. Ella le ha elevado el tono, aunque rápidamente después le ha pedido perdón. Y Él ha callado, como siempre. Bastante habló ya de política en vida, y bien caro que le salió.

 

Él solo viene por las tardes. Esa es una norma no escrita ni hablada entre ellos. Ya nota Ella el pellizco en el estómago porque se acerca la hora. Pero nada, oye, que la copa del árbol sigue inmóvil, no hay brisa que la haga cobrar vida esta tarde y mira ya la hora que es. Ya pasan cinco minutos. Hoy se retrasa. El autobús de los muertos debe estar atascado en alguna parte. Qué tráfico hay siempre en Granada. De mil demonios. Es para morirse.

 

Ahora sí, se mueven las hojas más altas. Ya está aquí. Menuda le va a caer por venir tarde. Estos hombres… siempre a lo suyo, sin pensar en los demás, como si el mundo solo girase a su alrededor. “Buenas tardes, llegas con retraso, cómo se nota que tú sí tienes un lugar desde el que venir…”. Él calla como un muerto, porque se siente culpable.

La historia se repite cansinamente

Ser
Aquí os dejo mi columna de opinión que, como cada Viernes, se emite en Cadena SER Radio Granada, a las 8:50 horas:
 
Vivimos en una sociedad donde nos sabemos el final de la historia por conocido, porque consiste en que siempre les toque perder a los mismos.
 
La conjugación del verbo dimitir no existe, y acaba recayendo el peso de la culpa sobre los que persiguen los delitos antes que sobre los que los cometieron, y a las últimas pruebas judiciales granadinas me remito.
 
Sufrimos un Estado al que, como le resulta imposible decirnos cuándo tenemos que nacer, se encarga de obligarnos a vivir y nos sigue privando del derecho a decidir cuándo poner punto y final a nuestras vidas, rebajando a mera muerte digna una propuesta necesaria de eutanasia.
 
Un país donde se condena a una tuitera por hacer viejos chistes sobre la muerte de un presidente de gobierno de una dictadura ilegal, sanguinaria y fascista, señalándonos el camino del fin de la democracia. Y por donde circula libremente un autobús con motor generador de transfobia.
 
Y un Ayuntamiento asfixiado por las deudas generadas por una pésima gestión durante décadas que nos va a tocar pagar a los que la padecimos, mientras los responsables de tan nefasta gestión se dedican a echarle la culpa a los que apenas llevan un año. Y es que la historia se repite cansinamente.

«Animales nocturnos», maravillosa conjunción obrada por Tom Ford de dos estilos cinematográficos diferentes para dos historias distintas

Animales nocturnos
Definitivamente, con tan solo dos películas en su aún (desgraciadamente para el cinéfilo exquisito y más exigente) demasiada corta filmografía, Tom Ford ya ocupa por derecho propio uno de los grandes espacios de la cinematografía actual.
 
“Animales nocturnos” no es tan cerradamente perfecta como “Un hombre soltero”, pero casi. El único pero posible a esta maravillosa cinta es que el estilo tan especial, personal y reconocible de Tom Ford (tan fácil de identificar como el de Almodóvar) luce más en una historia de los años 60 con el marchamo estético-temporal de “Mad Men” como es “Un hombre soltero” que en una historia ambientada en la actualidad como en “Animales nocturnos”.
 
Pero es poner pegas por ponerlas, porque “Animales nocturnos” es una perturbadora e inolvidable cinta propia de un maestro del cine en sus mejores momentos. Y lo que es más, son dos películas en una, a cada cual más magnética y hechizante.
 
Es la historia de la soledad más absoluta que ni el dinero puede curar en la que vive inmersa el personaje de la fantástica Amy Adams, ignorada y engañada por su marido actual y torturada mentalmente por el recuerdo de su anterior y frustrado matrimonio de enorme aliento trágico. El dinero no lo es todo, y el personaje de Susan (Amy Adams) y su negrura interior es la prueba palpable de ello, y de hasta dónde pueden llegar los remordimientos nacidos de la culpa.
 
Frente a esa historia, y por contraste, la aproximación al abismo de la violencia más desatada y baja en la historia de ficción literaria que acaba de trastornar definitivamente a su protagonista, víctima del insomnio y de la lectura compulsiva. Una historia rayana en el universo de Michael Haneke, de violencia extrema, inexplicable, fatalista y que golpea en el estómago por su falta de razón y su provocación. Inconmensurable contrapunto al esteticismo elitista propio de Ford y, para subrayar que es su polo opuesto, incluso el propio y magistral Tom Ford tuerce su caligrafía cinematográfica y se hace “indie” y violento, agresivo en el lenguaje fílmico de la plasmación en imágenes de esa obra literaria, ofreciéndonos también en lo estético (y no solo en el guión) un maravilloso y abrasador dos por uno.

«Westworld», el último caso de producto que va de más a menos hasta el desbarre final

Westworld
“Westworld” es un fracaso artístico de HBO, otrora madre y maestra que cambió para siempre la televisión y trajo la inteligencia y la creatividad a un mundo que, hasta entonces, demostraba electroencefalograma plano y que pasó a ser refugio de los grandes creadores ante el patetismo de la industria del cine.
 
Pero HBO está jugando a correr con los ojos cerrados por el filo del precipicio y, lo que es más grave, a tratar de vendernos como obras maestras meros artificios pirotécnicos sin profundidad real ni calidad contrastada. Es el caso de “Westworld” o de “Juego de tronos”.
 
HBO ya no es lo que era, aquella fábrica de sueños perfectos de la que salieron maravillas inmortales para el cinéfilo más exquisito como “A dos metros bajo tierra”, “Los Soprano”, “The Wire”, “Roma”, “Carnivale”, “Treme”, “Deadwood”, “Larry David”, “Boardwalk Empire” y tantas otras.
 
“Westworld” arranca con una propuesta de ciencia-ficción impecable, llamativa, atrayente, impactante: un parque temático donde los huéspedes pueden dar rienda suelta a sus más bajos instintos en el entorno propio del western gracias a anfitriones que son robots diseñados para ello.
Una dicotomía bien pergeñada que permite, por un lado, reflexionar sobre el peligro de que el ser humano se convierta en el moderno Prometeo y cree vida sin pensar que algún día pueda dejar de poder controlar su creación; en el otro lado, algunas interesantes correrías ambientadas en el Oeste americano dentro del parque.
 
Pero todo termina ahí, en sus 3 o 4 primeros episodios. A partir de ahí, todo es artificio pomposo y vacuo, puro esteticismo sin mensaje, entretenimiento palomitero sin contenido (y, a veces, aburrido, el fallo más imperdonable en el que puede incurrir el presunto entretenimiento).
 
Se agarra con desesperación a las interpretaciones de Anthony Hopkins y Ed Harris, pero ni con esas. Todo se acaba desmoronando como un aburrido y superficial castillo de naipes.
 
Es obvio que la edad dorada de la televisión ya ha pasado y, de todo lo que se nos vende como magistral (pareciera ya serlo todo solo porque proceda de esas grandes cadenas) solo salvo “Better Call Saul”, “The Knick” y “Narcos”. Los buenos tiempos han pasado, pero al menos han dejado mucha huella.

El mejor regalo que puedes hacerle a tu alma es ver una y otra vez «Once» de John Carney (y al infierno con los musicales «lalalandienses»)

Once Cartel
Piensas que has visto muchos musicales. Piensas que has visto muchas historias de amores imposibles. Piensas que conoces las miserias y la parte oscura de la creación musical. Estás muy equivocado si no has visto “Once” de John Carney. Porque nadie antes lo había contado así, con tal sensibilidad artística y tal perfección musical. Y posiblemente nadie volverá a lograrlo a ese nivel nunca más. Se tocó techo hace ahora una década con esta obra inmortal.
 
“Once” es maravillosamente perfecta. Sublime. Seguramente el mejor musical que se haya rodado en toda la historia del cine. Simplemente porque es exactamente lo contrario de lo que esperas de un musical.
 
Aquí no hay gente de situación social desahogada, que de pronto canta y baila en mitad de la calle o en el pasillo del supermercado entre magníficos planos llenos de cabezas calientes, grúas y colorines.
 
“Once” es el reverso tenebroso pero maravilloso de esa idea preconcebida que tienes del musical. Es gente que no llega a fin de mes, inmigrantes, asfixiados por su realidad social, que cantan en mitad de la calle para poder sacar algún dinero para comer. Las canciones no surgen solas de la nada como las setas: en “Once” se sufren, se van creando con sudor y lágrimas, con esfuerzo, ante la indiferencia de todos.
 
La música de “Once” es real, está viva, sufre, siente y padece. Es creíble. Es cruda como la vida misma.
 
Y luego está la relación entre sus dos protagonistas, Glen Hansard y ese ángel etéreo llamada Markéta Irglová, que derrochan magia, complicidad, química, respeto, sensibilidad, empatía, belleza… Pocas veces una historia de amor imposible fue tan imposiblemente maravillosa.
 
Ya he usado demasiadas veces la palabra maravillosa, porque junto con perfecta, califica esta cinta para la historia del cine. Da igual las veces que la hayas visto (yo la he vuelto a ver esta tarde), siempre te acerca las lágrimas a la superficie de tus ojos como pocas, siempre te pellizca el corazón, siempre te llena de dolorosa magia el alma, siempre acabas tarareando su sublime banda sonora, especialmente ese “Falling Slowly” que acaba incorporándose a tu vida musical quieras o no quieras porque es simplemente irresistible y eterna.
 
Porque esa es otra: “Once” no solo es una de las más grandes películas de la historia del cine en su modestia “indie” rodada cámara al hombro (modestia cargada de grandeza y honestidad), sino que deja un puñado de canciones para el recuerdo (eso es lo que hace de verdad grande a un musical) y un par de canciones que ya te van a acompañar durante el resto de tu vida: la citada “Falling Slowly” y “If you want me” (sublime plano secuencia magistral en esta canción).
 
Lo mejor que puede producir el cine en tu alma y en tu vida, lo derrocha a manos llenas “Once” de John Carney.
 
Como muy bien determinaba el New York Times aclamando a esta obra maestra: «Otra película podría tener una producción mucho mayor, pero ninguna otra podría haber llegado al nivel de encanto y satisfacción de ONCE. La fórmula es muy simple: dos personas, unos instrumentos, 88 minutos, y ninguna mala nota.”

¿Qué le han dejado al pueblo llano?

Ser
Aquí os dejo mi columna de opinión que, como cada Viernes, se emite en Cadena SER Radio Granada, a las 8:50 horas:
 
Al pueblo llano que pisa la calle y no los grandes áticos de los edificios lujosos, los que tienen que coger tres autobuses o un autobús y un tren para ir a cualquier parte, se lo han robado todo.
 
Robaron el dinero público, esquilmaron las instituciones, se llevaron el futuro, hicieron desaparecer el empleo digno, borraron los salarios justos, desmontaron el Estado del bienestar justificándolo con la crisis con la que algunos se pusieron las botas, lo desahuciaron de sus casas, le cobraron por prestarle dinero quince veces más que lo que le daban por depositarlo, se llevaron la credibilidad de todos los poderes públicos.
 
Solo le prestaron la calle y con condiciones, siempre que no la utilizara para protestar por sus míseras condiciones, y para eso crearon una Ley de Seguridad Ciudadana.
 
Solo le quedaba pasear al cielo raso, lo único que seguía siendo suyo que para eso paga impuestos. Pero ahora ya tampoco: le han birlado las calles para privatizarlas con terrazas y veladores, agostando el espacio por el que se puede pasar, taimadamente como colonos en territorio palestino, poniendo vallas de serigrafiados cristales y forjados que cada día limitan el paso un poquito más, adueñándose impunemente de lo único que aún le quedaba al pueblo llano.

Mad Men Season 6: el trazado sublime del camino hacia el abismo de Don Draper

Mad Men Temporada 6
Mad Men es la cumbre de la televisión (junto con A Dos Metros Bajo Tierra, Los Soprano, The Wire y Breaking Bad). La sexta temporada de Mad Men es la cumbre de la serie a su vez. Vivirla (volver a vivirla por segunda vez, mejor dicho), paladearla, degustarla como lo que es, el mejor de los manjares para cinéfilos exquisitos, es un privilegio de dioses que no tiene parangón posible.
 
Todo es perfecto en la sexta temporada de Mad Men. Lo estético y el contenido. En lo estético, se sumerge en cuerpo y alma en la esencia ya cercana a lo setentero cuando las etapas de los 60 (rodadas como si del mejor Todd Haynes se tratasen), ya van tocando a su fin.
 
En lo que cuenta, no se puede hilvanar de forma más perfecta. Tiene varias escenas que pueden ser las mejores de la serie, lo cual ya es mucho decir, es decirlo todo más bien, porque la serie es lo mejor que se puede ver. Bueno sobre bueno. Sublime sobre sublime.
 
Es el relato del descenso paulatino a los infiernos de quien lo tiene todo pero se deja llevar sin poder evitarlo. Del cielo al precipicio viaja Don Draper en la mejor temporada de Mad Men que, tras lograr la fusión de su agencia con otra aún mayor del sector, va perdiendo suelo tanto en lo personal como en lo profesional en una caída imparable y sin paracaídas.
Pero, especialmente, lo que más me apasiona de esta joya para la historia del cine que es la Temporada 6 de Mad Men, es el papel cada vez mayor y más fundamental de Sally Draper. La hija de Don va a ser quien le haga cambiar radicalmente de vida, afrontar lo imposible y dejarse llevar hacia un futuro incierto. Ninguna mujer pudo con Don Draper, salvo su hija.
 
Sin duda, la creación del perfil del personaje de Sally Draper es el gran triunfo de Matthew Weiner, dibujando un carácter para la historia de lo más sublime de la televisión. Ella y un regreso por todo lo alto de Betty Draper, uno de los personajes femeninos más complejos que haya dado el cine, marcan un punto de inflexión definitivo.
 
El último episodio, abriendo en canal de forma sangrienta el futuro de Don Draper, está en los anales de la televisión para siempre. Una pena que ya solo me quede por revisitar la última temporada de este mito inmortal.

«Old Boy» de Park Chan-Wook, un nuevo caso en el cine oriental de gato por liebre

Old Boy
Sinceramente, a estas alturas me pregunto si es que la sesuda e intelectualoide crítica (con ínfulas de superioridad cerebral no cierta ni probada) va a medias con los resultados de taquilla de cierto cine oriental en general, y de Corea del Sur en particular, porque otra explicación no le encuentro.
 
Parece que te autodefines como cateto o trasnochado si no levitas en la butaca con el cine oriental, con todo él, aunque sea la misma basura de Hollywood pero con rasgos orientales, que lo homologan todo como si de obras maestras se tratase en todo caso.
 
Sabiendo que en este tipo de cine ya me han dado gato por liebre más veces de las que mi intelecto puede resistir, he necesitado más de una década para armarme de valor y decidirme a ver “Old Boy” de Park Chan-Wook. Sinceramente, se trata de una esteticista, artificial, vergonzante, desorientada y deleznable tomadura de pelo.
 
Mezclando géneros sin solución de continuidad y sin una concatenación lógica plausible, como si el guionista estuviese bajo los efectos de una grave intoxicación de sustancias psicotrópicas, Park Chan-Wook mezcla el drama familiar con las pelis de violencia versión orientalista con escenas de cine de serie Z de las que producen vergüenza ajena en ocasiones, a las que adereza con un humor autoparódico realmente estúpido desde mi perspectiva que asesina todo trazo de tomarse en serio la trama (de por sí confusa y casi imposible de seguir en algunos tramos concretos) y creando una nada artificial y estética que solo en sus últimos minutos cobra sentido y algo de emoción con él (y es que no hay nada como entender lo que estás viendo para poder valorarlo).
 
Esta cinta no debe ser pasto de la llamas porque sus escenas finales la redimen del ostracismo absoluto, cuando el film gana en carácter dramático y el argumento tiene algún sentido plausible, pero el resto es, simple y llanamente, pura basura y artificio vacío, hueco y con mucho eco y mera finalidad visual.
 
Que la crítica sea unánime en un film que me da vergüenza ajena en algunos fragmentos de su metraje, que ganara el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes una peli que tiene parte de sus escenas basadas en peleas y mamporros, me acaba de desconectar de la crítica común, con la que cada día comparto menos y peor.
 
Sinceramente, todo cine oriental no es bueno por el hecho de serlo, aunque sea muy cool y elitista hablar bien de él. Hay cintas realmente históricas, como “In the mood for love” de Wong Kar-Wai o “Hierro 3” de Kim Ki-Duk, pero a veces nos toman el pelo “como a chinos”, nunca mejor dicho y con perdón de la expresión.

«Múltiple», pirotecnia mojada del insoportable Shyamalan en lugar de una visión aterradora sobre la enfermedad mental

Múltiple
Ya puedo afirmarlo sin tapujos: M. Night Shyamalan es un timador nato, un director especializado en tomarnos el pelo y estafarnos, un auténtico impostor, un contador de la nada venido a más, alguien que se cree genial pero que es mediocremente palomitero, un mal imitador de Hitchcock (incluidos cameos en sus propios films, o el no va más de la cara dura en la capacidad de copiar), un mentiroso compulsivo sin fondo ni historia que contar que insiste en tomarnos el pelo una y otra vez.
 
Es cierto que creó una obra maestra absoluta que está por derecho propio en los anales del cine: “El sexto sentido”. Pocas cintas de género tienen su altura y su perfección, muy pocas, casi ninguna. Pero ya está. En ese punto magistral comenzó y terminó su filmografía interesante. Es como esos cantantes que cierran una canción brutal pero que jamás vuelven a brillar a esa altura durante el resto de su esperpéntica carrera.
 
Las Ketchup tuvieron el “Aserejé” y nada más nunca más. Shyamalan tuvo “El sexto sentido”. Lo demás, es una aberración sin pies ni cabeza (con cierta excepción que respeto con “El bosque”, que sí ofrece algo al menos).
 
“Múltiple” pudo haber sido una gran obra, haberse tomado en serio a sí misma y haber penetrado en el fascinante mundo de la mente humana enferma, capaz de crear múltiples personalidades dentro de un mismo cuerpo, capaz de multiplicar la fuerza humana hasta lo irracional, capaz de destruirlo todo desde el abismo de la locura. Destripar el mundo de las enfermedades mentales hubiera sido sublime, pero Shyamalan es un palomitero de principio a fin y él prefiere la pirotecnia a la ciencia.
 
Pero hablamos en este caso de pirotecnia mojada que aburre. Soporífera, sin capacidad para enganchar o empatizar con unas adolescentes víctimas que no dan pena alguna sino a ratos ganas de que el malo acabe con su sufrimiento de una vez por todas, una cinta de terror sin terror, en fin, un auténtico esperpento que no deberías ver si sabes lo que te conviene.
 
Pero lo peor no es tragarse sus casi dos horas insufribles y anodinas. Lo peor es su final, esa última escena que está introducida con una cierta intención del director de no poner un punto y final a su historia e invitar a algo más en el futuro. Esa posibilidad es la única que me produjo auténtico terror. Eso sí, será sin mí.

«Paterson», la aportación personal de Jim Jarmusch al misterio de la creación poética

Paterson
Es difícil hablar de “Paterson”, porque es más una experiencia que una peli. E imposible hablar mal de ella, ni aunque te empeñes. Lo mejor que puedes hacer es dejar de leerme y aceptar el reto que te propone el siempre especial, único, reconocible, personal, complejo y genial Jim Jarmusch. “Paterson” está a la altura del resto de su filmografía, lo cual no es precisamente un dato menor, sino todo lo contrario.
 

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