Ella sabe que fue justo ahí. Pudo haber sido en cualquier otro recoveco del conjunto monumental, pero no, fue justo ahí. Por eso siempre se sienta en ese banco y no en otro. Más de setenta años después, no queda rastro de sangre por ninguna parte, a pesar de que alguna vez no ha podido vencer a la tentación de agacharse y rebuscar algún resto que confirme su hipótesis. El tiempo lo borró todo, lo difuminó de forma irreversible. Quizás mejor así. Ojos que no ven… piensa ella. El implacable péndulo del paso del tiempo, con su movimiento cansino y ondulante, barrió para siempre el rastro de Él justo bajo la misma alfombra donde terminó la casa de Ella.
Él cayó muy pronto, de los primeros. Él calló demasiado tarde y de ahí el fogonazo precipitado que puso fin a sus ideas de un solo disparo a bocajarro. Ella no tiene casa. Él no tiene vida. En eso, piensa Ella que están empatados. Les separan más de setenta años a ambos, pero tienen un banco en común, con vistas a los bosques de la Alhambra, al picado que ofrece la ciudad abierta en canal a la vista de todos los que se atreven a darle la espalda al Palacio de Carlos V. Lo único que los separa de forma definitiva a ambos es que Ella calienta el banco con su maternal calor corporal y Él no, dejó de calentar nada hace más de setenta años, frío como siempre está, con la mirada perdida y un silencio cadavérico, tan blanco, tan gélido, tan callado.
Los de la Memoria Histórica tratan de encontrar los restos de Él, con una constancia encomiable a la que nunca ha acompañado el éxito. Pero a Ella la mente se le va a otra parte, divaga demasiado últimamente, piensa. Debe estar haciéndose vieja. Aquellas personas tan arregladas haciéndole firmar papeles incomprensibles, otros de uniforme dando golpes en la puerta, las vecinas (entonces el concepto vecinas aún significaba algo para Ella) mirando agazapadas detrás de sus mirillas, los de Stop Desahucios gritando desde la calle, insultando a un banco que Ella no recordaba de nada, y el pañuelo de papel sucio con el que se limpiaba las lágrimas. Eso es lo que más recuerda de ese día, justo eso, lo sucio que estaba el pañuelo de papel, qué vergüenza. Seguramente Él le habría regañado si hubiese estado allí, aunque no despega nunca los labios, aunque no ha escuchado el metal de su voz todavía, que seguro que sería grave y certero.
Él está muerto y no tiene ya nada que perder. Ella, a estas alturas de la película, tampoco. Él no tiene cuerpo, ella no tiene casa, ni muebles, ni electrodomésticos, ni esperanza alguna de volver a sentirse feliz y completa. Por tener, a veces piensa que no tiene ni vida, como Él. Él ya no se siente nada, dejó de sentir en apenas un segundo. Fue ruidoso pero indoloro. Sangriento pero inmediato. Un solo disparo, un solo gesto del dedo de su verdugo apretando el gatillo y todo dejó de girar, abruptamente, tal y como empezó en la gestación de su madre cuarenta años antes de un fogonazo de un arma. Ahora estás, ahora no estás. Un mortal truco de prestidigitador. Un instante.
Cuando presagió la detonación, lo único que pensó fue: “ya me decía mi madre que no me metiera en política, que iba a acabar mal.” Parece que la estuviera escuchando ahora mismo, con el gesto adusto que siempre tenía su madre desde que decidió que estaba harta de vivir para vivir como vivía. No era éste un país para señalarse, sino para ser discretos y pasar desapercibidos, un país donde la mediocridad era premiada y la genialidad una pena de muerte o destierro, un país gris como lleva estando más de setenta años el borde del orificio de su camisa blanca.
Ideas. Ni que se comiera de las ideas, diría su madre harta de vivir. Pero Él solo tenía eso ideas, era ciudadano de la patria de las ideas. Así le fue, condecorado con un fogonazo final. Todo lo contrario que Ella, que hace muchos años que ya no vota porque el desencanto le devoró las entrañas a la par que las ilusiones. Una tenia voraz que se lo engulló todo para siempre. Si no tiene casa, no tienen voto, piensa siempre ella cada vez que ve por las teles de otros que ha vuelto la feria de las campañas electorales.
Dos almas en pena compartiendo el mismo banco cada tarde. Dando ambos sus respectivas espaldas, real la de Ella, etérea e imposible la de Él, al Palacio de Carlos V. Viendo al sol marcharse al mismo tiempo que a la gélida brisa granadina del anochecer desperezarse en apenas segundos, traidores segundos que producen siempre un escalofrío en Ella y nada en Él, que hace mucho tiempo que ni el calor ni el frío son capaces de hacer mella en su temperatura constante y muerta.
Ella le habla mucho. No le gustan los silencios, ni los cómodos ni los incómodos. Hila un tema con otro sin descanso. Él no dice nada, solo la contempla con postura de esfinge y ojos de pez, inexpresivo, inalterable, distante y frío, como la muerte que hace tanto que tuvo lugar en su cuerpo y de la que no hay marcha atrás posible por más que avance la ciencia.
Ella sabe que Él está llegando a su cita de cada tarde cuando la brisa agita de forma repentina el árbol que hay junto al banco, como despertándola del letargo en el que se consume durante el resto de un día sin casa. Entonces Ella debe cerrar los ojos y, cuando los vuelve a abrir, ya está allí él, con su mirada vidriosa de cada tarde y su agujero en el pecho ya cicatrizado pero aún quemado, con la camisa rota y una costilla asomando por esa boca abierta, muerto para siempre. Ese es el protocolo que hay que seguir: esperar que caiga la tarde, cerrar los ojos, escuchar la brisa abrazando las hojas más altas del árbol que hay junto al banco. Siempre el mismo, siempre igual, como deben ser los mejores protocolos.
Ella sabe que Él estuvo escondido durante semanas en la Alhambra, para que sus contrarios no lo encontrasen, intentando evitar el fogonazo y el ruido que al final fue convocado a su biografía. Jugaba al escondite en cada estancia del monumento que en ese momento estuviese vacía, reaccionando rápidamente cuando escuchaba el eco de los murmullos, nunca supo si reales o imaginarios, si de seres vivos o de algún fantasma de los muchos que dicen que pululan en las noches de la Alhambra.
A Ella eso le recuerda la comisión judicial que vino aquella mañana de los gritos y las lágrimas en un pañuelo de papel sucio, aporreando la puerta de casa. Ella pensaba que al final eso no ocurriría, que era demasiado castigo para el único delito cometido de ser pobre, que no había derecho. Pero escuchó también, como Él pero muy lejos de la Alhambra, murmullos fantasmagóricos antes de que un señor con uniforme azul echase la puerta abajo y acabase con sus sueños definitivamente, sin fogonazo pero de forma igualmente definitiva.
A Él le bordaron en rojo y negro un boquete en la camisa porque le sobraban ideas. A ella la empujaron fuera de casa porque le sobraban deudas. Ambos más bien estaban de sobra en el mundo, asilados de sí mismos y sus circunstancias.
A veces Ella piensa que Él la mira por encima del hombro, con desdén y superioridad, relativizando su drama, pensando que lo de pasear por la Alhambra con un agujero en mitad del pecho es mucho peor que dormir en la calle. Él a veces la menosprecia para hacerse el importante, para poder mirarla con altanería, para presumir de que es mejor morir de ideas que morir de hambre. Ella nota esa superioridad en su mirada fría y muerta. Él no entiende que a veces estar muerto es más fácil que estar pobre.
Ella nota que a veces él hace un gesto con su cara para hacerle notar que Ella no pasa hambre, que el hambre solo existió en la época en la que él no estaba tan frío y tan muerto. Él está anticuado, piensa Ella, es lo que tienen los muertos, que se vuelven anticuados quieran o no quieran, y dejan de entender que hoy día alimentarse no lo es todo.
Él, aunque lo niegue con sus gestos de muerto presumido, tenía una casa de la que tuvo que huir para desaparecer entre los laberintos alhambreños, jugando al escondite con la muerte, que al final nunca falla a su cita. Tenía una familia que lo lloró durante décadas, que pagó las consecuencias de su error en sus propias carnes, que no tuvieron jamás ni un mal cadáver al que dar sepultura. Por eso Él vaga señorialmente cada tarde por los bosques de la Alhambra, lugar donde encontró a la muerte que lo estaba buscando.
Pues ya es tener mucho más de lo que tiene Ella. Abandonada de sí misma. Hablando sola, sobreviviendo sola, rebotando de un lugar a otro a la caza de alguna ayuda social, de esas que le dan tras mirarla de arriba abajo.
Él dice que le duele el pecho, pero porque es un creído, no sabe que duele mucho más el bolsillo cuando grita desesperado para deshacer las telarañas.
A veces Ella piensa que él se está enamorando de Ella. Porque nota en su mirada apagada y muerta un cierto tono de dulzura cuando la mira. Apañado va éste con la suerte que tengo, piensa Ella, menos mal que a éste no hay que mantenerlo ya. Está tan muerto y hasta sin tumba que poco gasto hará este hombre. Desde luego, en ropa no invierte, porque lleva con el mismo traje ajado desde 1936, y con la camisa rota en el pecho, por la que ella no puede evitar que siempre se le desvíe la mirada a la costilla que asoma por la boca abierta de su camisa blanca, tiznada de negro y rojo seco, grisácea en los bordes que pregonan la muerte.
Es un poco raro este hombre, piensa Ella. Nunca tiene hambre ni quiere acompañarla al comedor social donde ella cena en el último turno, porque siempre se le hace tarde por culpa del muerto presumido, que a veces tarda en soplar la copa del árbol que hay junto al banco para anunciar su llegada. No la lleva a bailar, ni la invita al cine, ni siquiera le propone nada, callado siempre como un muerto.
Claro, como Él tenía familia, a lo mejor quiere respetar a su difunta esposa y no quiere dar lugar a malentendidos que hagan parecer sus encuentros citas amorosas. Por eso debe ser tan frío con Ella, además de porque está muerto. No obstante, ella tampoco es que se arregle mucho para la ocasión, dado que quien no tiene casa presenta siempre un fondo de armario de escasas posibilidades, y hace lo que puede con lo que hay, milagros que solo las mujeres bien enseñadas por sus madres como Ella pueden lograr.
Lo que a Ella no acaba de gustarle es la forma en la que Él se despide al caer la noche. Mudo como siempre está, a la francesa. Solo vuelven a moverse las hojas del árbol que hay junto al banco y desaparece hasta el día siguiente. Ella lo sabe porque a veces va por la mañana a ver si Él tuviera un rato de lugar dentro de su apretada agenda de muerto y se dejara caer por allí, pero jamás ha ocurrido hasta hoy. A veces los muertos están muy ocupados. Dicen que el estrés de los fallecidos es un fenómeno médico a estudiar en las próximas décadas. Alguna vez han discutido por eso. Ella le ha elevado el tono, aunque rápidamente después le ha pedido perdón. Y Él ha callado, como siempre. Bastante habló ya de política en vida, y bien caro que le salió.
Él solo viene por las tardes. Esa es una norma no escrita ni hablada entre ellos. Ya nota Ella el pellizco en el estómago porque se acerca la hora. Pero nada, oye, que la copa del árbol sigue inmóvil, no hay brisa que la haga cobrar vida esta tarde y mira ya la hora que es. Ya pasan cinco minutos. Hoy se retrasa. El autobús de los muertos debe estar atascado en alguna parte. Qué tráfico hay siempre en Granada. De mil demonios. Es para morirse.
Ahora sí, se mueven las hojas más altas. Ya está aquí. Menuda le va a caer por venir tarde. Estos hombres… siempre a lo suyo, sin pensar en los demás, como si el mundo solo girase a su alrededor. “Buenas tardes, llegas con retraso, cómo se nota que tú sí tienes un lugar desde el que venir…”. Él calla como un muerto, porque se siente culpable.