«El hijo de Saul» es una arriesgada apuesta formal de László Nemes para contar de forma inédita el holocausto judío a través de una metáfora de la imposibilidad de la razón cuando impera el fascismo racista

El hijo de Saúl
El director húngaro László Nemes se metió en camisa de once varas y pretendió dar una vuelta de tuerca al agotado tema del holocausto judío en el cine. Y lo más apasionante de todo es que lo logró de forma mucho más que notable porque, en efecto, “El hijo de Saul” ofrece una visión inédita de la Shoah (aunque parezca mentira), aterradoramente inédita, motivo por el que era ineludible y obligatorio concederle premios allá por el festival por el que pasara, incluido el Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa.
 
El mérito indubitado del director húngaro no está sólo en tocarnos el alma con la narración de los horrores a los que el fanatismo, el fascismo y el racismo pueden llevar al mundo, quizás ahora casi tan de actualidad como entonces. Lo increíble es cómo lo hace, revolucionando el lenguaje cinematográfico.
 
Quiere jugar en la cancha más difícil del mundo, tomando riesgos estilísticos enormes llegando después de la definitiva “La lista de Schindler” de Steven Spielberg, obra maestra imperecedera y absoluta que cierra el tema para siempre.
 
Pero Nemes no tiene miedo, y se tira al vacío sin paracaídas y de cabeza: utiliza para ello una paleta de colores tenue y desvaída, rodando en 35 mm, en un formato 4:3 y una continua cámara al hombro para darle verosimilitud de documental, presenta extensos planos secuencia donde la violencia irracional fascista siempre ocurre fuera de plano porque la cámara se cierra hasta que te asfixia en torno al rostro o la espalda del protagonista, para que sepas sin ver, para que escuches sin saber, para aterrorizarte aún más y de esa forma acercarte a la pesadilla absoluta, el campo de concentración.
 
Se trata de un judío que pretende, en un último gesto para aferrarse a la vida y a la razón en un lugar donde no hay reglas que sirvan para saber si dentro de un minuto vas a estar vivo o no, enterrar con un rabino el cadáver de su hijo. Una peripecia absurda y suicida en un lugar donde la vida de un insecto es más valiosa que la de un ser humano. Un símbolo, una metáfora con la que Nemes juega con nuestros sentimientos hasta el límite de lo razonable, de lo que nunca nos deja ver, que es lo que más aterroriza.

«All that Jazz», la historia de un coreógrafo de éxito que entrega su vida en un más difícil todavía condenado al fracaso vital, pura autobiografía del dios Bob Fosse

All that jazz
Hablamos de los años 70, cómo no, la mejor década de la historia del cine (como insisto e insistiré hasta el infinito). Hablamos de Bob Fosse. Hablamos de “All that Jazz”, traducido surrealistamente en este país como “Empieza el espectáculo”. Hablamos de uno de los mejores musicales de la historia del cine. Simplemente se trata de Bob Fosse.
 
Sólo a un genio superdotado e iconoclasta como Bob Fosse se le pudo ocurrir hacer un musical dramático autobiográfico con la parte de su vida que cualquier otro ocultaría, ese final donde todo se va derrumbando y ya sólo queda la muerte como única salida digna. Eso tenía que hacerlo Fosse y nadie más en el mundo.
 
El musical perfecto. A la altura de “Cabaret”, que ya es decir, porque lo de Fosse era batir records establecidos por él mismo uno tras otro. Ese número musical final de más de cinco minutos es absoluta historia del cine, su adiós definitivo para un público que, 39 años después, seguimos estando enamorados de cada uno de los planos montados agitadamente hasta la extenuación del espectador, de cada escena surrealista, de cada diálogo con la muerte, de cada símbolo en imágenes para contar la obsesión por el sexo compulsivo como forma de aferrarse a la vida.
 
Porque lo mejor de la cinta, si es que hay algo que destaque por encima de un conjunto absolutamente perfecto, son esos dos tiempos que se van alternando durante su metraje: el de la narración real y el de sus diálogos con una bellísima muerte, como si de un Ingmar Bergman en versión rock psicodélico de los 70 se tratase, interpretada por una Jessica Lange que embellece el concepto de la muerte como nunca antes.
 
La historia de un coreógrafo de éxito que tiene que montar un nuevo espectáculo de una exigencia abrumadora en el eterno círculo vicioso del más difícil todavía, hasta entregar su vida en ello si fuera preciso. Una biografía interpretada de forma histórica por el gran Roy Scheider, marcada por el alcohol, las drogas, las infidelidades como forma de vida, el amor por una hija adolescente apasionante (en los pocas escenas en las que aparece se hace con el alma de la función) y la caída a los infiernos que precede a la tempestad definitiva.
 
Pura obra de arte inmortal que sabe a manjar de dioses esta tarde de julio.

«Barry Lyndon» es simplemente la mejor película de época de la historia del cine: por Stanley Kubrick, por su fotografía, por su música, por su guión, por su todo

Barry Lyndon
Simple y llanamente, «Barry Lyndon» es la mejor película de época de la historia del cine. Y lo seguirá siendo por los siglos de los siglos. Simple y llanamente hablamos de los años 70 (siempre volvemos a lo mismo) y de Stanley Kubrick, y la “Zarabanda” de Händel, claro, que es casi igual de importante para su consecución final.
 
Porque esta película se basa en 3 pilares fundamentales, referidos a la estética, la música y a un guión desesperanzado y nihilista:
 
1.- Posiblemente “Barry Lyndon” sea la obra cumbre de Stanley Kubrick, y eso lo dice todo. Su tono frío, sus lentos movimientos de cámara, sus primeros planos heladores, su distancia respecto a sus personajes…. Todo está aquí elevado a la enésima potencia. Pero además trasciende en cuanto a la iluminación, lo nunca visto y jamás superado hasta la fecha: Kubrick se hizo con unas lentes que se habían desarrollado para la NASA para rodar toda la película con luz natural, sin foco alguno, sean exteriores de día o sean interiores de noche con la única iluminación de las velas.
Y crea una textura única, jamás vista antes ni después en toda la historia del cine. Hace moverse los cuadros del Museo de Prado, cobran vida ante nuestros ojos, es pura magia, es puro cine, es pura pintura en movimiento, es puro Kubrick.
 
2.- Pero la película se perpetua en tu mente, especialmente, por su banda sonora, música clásica escogida con una pulcritud y profesionalidad insuperable jamás vista ni antes ni hasta ahora. Y, sobre todo, por esa “Zarabanda” de Händel, que pareciera compuesta para entrar en tu cabeza y quedar unida para siempre a “Barry Lyndon”. Es imposible evocar la película sin tararearla.
 
3.- Y la historia, qué historia, con guión del propio Stanley Kubrick basado en la novela de William Thackeray, la de un protagonista con el que es imposible empatizar porque es pusilánime, cobarde, real como la vida misma, desertor, estafador, vividor, adúltero, violento. Sólo con su hijo muestra un lado con el que el espectador puede simpatizar. Sólo Kubrick escogería para protagonista de una película de tres horas a un personaje que el espectador no traga.
 
Lo dicho, simple y llanamente, la mejor película de época de la historia del cine.

«Una vida a lo grande» es una distópica obra menor del director norteamericano más interesante actualmente, Alexander Payne, otra disección del alma humana en el tono tragicómico marca de la casa

Una vida a lo grande
Alexander Payne es, para mí, probablemente el director más interesante del cine norteamericano actual. Su forma amable de diseccionar el alma humana con bastante más mala leche de la que aparenta en principio, nos ha traído un buen puñado de obras maestras, de esas que se convierten en fundamentales desde que las ves por primera vez: “Entre copas”, “Los descendientes”, “Nebraska” y, muy especialmente y por encima de todas las demás, la piedra angular de su cine (y del mío), “A propósito de Schmidt”, aquella inmortal historia de un jubilado que se aferra a la vida con el nihilismo y el sarcasmo que da la edad.
 
Es obvio que “Una vida a lo grande” no luce a esta altura, está un escalón por debajo de la genialidad de Payne, es una obra menor en su apabullante filmografía. Sería magistral en la carrera de un director más normal, pero insuficiente para un superdotado del análisis del alma humana como Alexander Payne. Sus historias siempre te arrancan sonrisas, pero congeladas en una mueca de sarcasmo ante la vulgaridad y elegoísmo del ser humano, que se irradia en cada escena de su privilegiado cine.
 
“Una vida a lo grande” es su primera incursión en el cine de ciencia-ficción. Nos cuenta un futuro distópico donde, para poder salvar el medio ambiente del planeta, muchos ciudadanos se prestan voluntariamente a ser reducidos a un tamaño de unos pocos centímetros para vivir una existencia en miniatura, mucho más sostenible ambientalmente.
 
Pero, que nadie nos engañe, no lo hacen por salvar el medio ambiente, que les trae al fresco, sino porque, con ese tamaño, el capital del que dispone el norteamericano medio, lo hace rico en ese mundo en miniatura dentro de una red de protección, tan falso como si de «El show de Truman» se tratase.
 
Y a ello se apunta un matrimonio más, a cuyo marido vamos a seguir la pista sobre el resto de su vida, interpretado magistralmente por el siempre solvente Matt Damon. Se trata de un buen hombre, motivo por el que nada nunca le sale bien, como acierta siempre a determinar su vecino, un oscuro y fantástico como siempre Christoph Waltz.
 
Un hombre perdido, sin rumbo claro, desorientado en su bondad, apocado y utilizado por todo el mundo. Tendrá que conocer a una mujer vietnamita a la que le falta una pierna con una personalidad desbordante, interpretada hipnóticamente por Hong Chau, para que algo le haga despertar del letargo, y de paso le enseñe que todos los muros siempre esconden la miseria que hay detrás de los mismos, la de los que no pueden entrar al paraíso, en una metáfora bastante explícita de nuestro mundo actual.
 
Es cierto que se hace larga por su metraje excesivo, y que no está ni de lejos a la altura de sus grandes obras maestras, pero… una película de Alexander Payne siempre debe verse, en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, todos los días de tu vida.

«Aprendiendo a conducir» nos ofrece la cara menos genial de Isabel Coixet, la que abandona su capacidad de crear obras maestras para dejarse acunar en los brazos de la nada cursi

Aprendiendo a conducir
Hay dos Isabel Coixet conviviendo en un mismo cuerpo. La gran directora creadora de obras maestras inmortales (“Mi vida sin mí”, “La vida secreta de las palabras” o “Elegy”) o la otra Isabel Coixet de la Cara B, perdida en naderías con tendencia a ser ñoñas, como “La librería” o “Aprendiendo a conducir”. A ratos se queda en tierra de nadie, entre un extremo y el otro, como en «Nadie quiere la noche» o «Mapa de los sonidos de Tokyo».
 
Esta última Coixet apagada se nos presenta llena de buenas intenciones que se acaban quedando en lo mismo que te produce en el paladar una cerveza o un vino sin alcohol, aquello que quiso ser y no pudo. Isabel Coixet versión light, por desgracia cuando estamos delante de una de las grandes cineastas de nuestro tiempo, cuando quiere.
 
Porque cuando la Coixet no coge una película de encargo para hacer taquilla y a otra cosa mariposa, como es este caso, es capaz de elevar al cine a las más altas cotas imaginables, y a “Mi vida sin mí” me remito, un mito del cine de nuestro tiempo.
 
Consciente de que su propuesta tenía aroma a telefilm de sobremesa, Coixet quiso jugar sobre seguro y dejar en manos de la diosa Patricia Clarkson y del siempre solvente Ben Kingsley todos los resortes de esta historia de amor imposible entre un profesor de autoescuela sij y una pija neoyorquina. Un amor maduro, irrealizaible y platónico. La historia prometía y daba para mucho, pero muere a manos de un guión previsible y demasiado convencional que, de no querer molestar a nadie, acaba causando bostezo en el espectador.

«Ciudad de Dios» o el triunfo absoluto de Fernando Meirelles jugando a ser Martin Scorsese en la creación de un «Goodfellas» en mitad de las favelas de Río de Janeiro

Ciudad de dios
He tenido la suerte de revisitarla hoy. La apuesta del brasileño Fernando Meirelles era de altísimo riesgo. Intentar hacerse un Scorsese en mitad de las favelas de Río de Janeiro, con actores no profesionales y un montaje propio del mejor tito Martin , puro nervio italoamericano, no era nada fácil. Brillar lográndolo es el sinónimo de escalar el Everest para un director de cine. Y con éxito.
 
Más de dos horas de historias cruzadas en una película coral por definición y vocación (como el libro en el que se inspira de Paulo Lins). La violencia, desde la infancia hasta la prematura muerte, impregna el aliento vital de cada uno de sus múltiples personajes. La delincuencia como única forma de vida si vives en Ciudad de Dios. La muerte como un ingrediente diario. La imposibilidad de buscar una salida honrada y digna si vienes marcado desde el barrio en el que naciste. El estado que ha perdido las riendas y ha dejado a su suerte a una población que termina reducida a meros súbditos de las distintas bandas de narcotraficantes.
 
Realista y cruda radiografía del Brasil que no ven los turistas, desde los años 60 hasta principios de los 80, “Ciudad de Dios” no escatima en verosimilitud y crudeza para contarlo todo, sin dejarse ni un detalle atrás, por muy escabroso que resulte ser.
 
Pero donde más brilla es en cómo lo cuenta, con un tratamiento preciosista y esteticista para plasmar en belleza lo más sórdido del ser humano (como si de Francis Ford Coppola se tratase, pero lejos de su clasicismo, con nervio y cámara al hombro) y, sobre todo, con un frenético y acelerado montaje propio del mejor film de Martin Scorsese (otra vez vuelvo a nombrarlo como referencia para describir esta película porque es inevitable recordar en cada momento a “Uno de los nuestros”) para contar esta historia iniciática en el mundo de la violencia mafiosa que tiene un lugar propio en el cine de nuestro siglo.

Epitafio precataléptico

Ser

Aquí os dejo la última columna de opinión de este curso que se emite, como cada viernes, en Radio Granada Cadena SER, a las 8:50 horas:

Antes de comenzar a ser pasto de los gusanos del ocio, que amanceban la carne y adormecen el espíritu, quiero dejarles mi postrero epitafio hasta que la catalepsia me devuelva ante ustedes de nuevo, más creíble que la resurrección.

Disfruten de un verano desesperanzado y lúcido, porque el calor no debe ser necesariamente instigador de la siesta de las neuronas. No crean todo lo que lean, oigan o vean. No esperen que vayan a mejorar las cosas en nuestra ausencia.

Granada seguirá siendo lánguida y conformista, mientras echa la culpa a sus ficticios enemigos dándose media vuelta plácidamente en su jergón. El tren no va a llegar en este tiempo, ni en el próximo. El empleo seguirá siendo la misma basura que ha sido hasta ahora, y los trabajadores seguirán perdiendo derechos hasta en las afamadas cadenas de supermercados.

El turismo seguirá sodomizando a los aborígenes y colonizando nuestras calles y casas, ahora envejecidas por desiertas de universidad. La sociedad seguirá involucionando hacia posiciones cada día más conservadoras y reaccionarias. Nuestros políticos seguirán pensando en las próximas elecciones antes que en nuestros intereses. La sanidad empeorará y la justicia expirará en nuestra ausencia.

No habrá nada nuevo bajo el sol mientras las aceras, como canta el maestro Lapido, “sueñan con llegar al mar”.

«La seducción» o Sofía Coppola como la marca más reconocible de la exquisitez cinéfila absoluta, también con luz natural

La seducción

Olvidada en esta edición de los Oscars, lo cual ya lo dice todo y bien de ella, Sofía Coppola derrocha a manos llenas lo que otros matarían por tener: un estilo propio y reconocible, una firma en cada uno de sus planos que los identifica como suyos al primer vistazo, un sentido estético de enorme personalidad, cuidado exquisito y encuadre académico, un sello indeleble en su cine que ha convertido a su nombre en una marca de exquisitez absoluta para el más exigente de los cinéfilos.

Eso en cuanto a la forma. Porque en lo que se refiere al fondo, igualmente tiene una forma de narrar aún más particular y aún más reconocible, lo cual tiene aún más mérito si cabe. Sofía Coppola no juzga, no saca conclusiones, no ofrece soluciones, no toma partido. Todo su cine pretende ser aséptico, equidistante, equilibrista respecto a sus personajes, para que sea el espectador el que tome partido, dicte sentencia y condene o absuelva.

En ambos aspectos, “La seducción” es una absoluta obra maestra dentro de la intocable filmografía de mi Sofi. Por algo la elegí yo hace muchos años como mi novia platónica. Porque Sofi es tan ecléctica, tan equidistante, que incluso puede provocar discusión tras el visionado del film en cuanto a quién ejerce la seducción y quién es su víctima en la cinta, porque todo es maravillosamente abierto en su cine, sin juzgar ni prejuzgar a sus muy perfilados y extraordinarios personajes, dejando esa faceta al espectador siempre.

“La seducción”, dentro de una plástica pastel exquisita, barnizada por una técnica visual totalmente tenebrista con el uso exclusivo de la luz natural en el interior de la casa, lo cual crea un juego de sombras a la luz de las velas ciertamente aterrador y portentoso visualmente, es una historia muy oscura, sobre las fauces abiertas con dientes sanguinarios que hay dentro de cada ser humano, siempre dispuesto a manipular a los demás para conseguir sus objetivos más inconfesables.

De una forma suave y cinematográficamente expresionista pero certera, Sofía Coppola utiliza una historia de señoritas sureñas obligadas a convivir con un soldado del Norte por circunstancias concretas, para fraguar toda una parábola del egoísmo y la no existencia de nada que pueda ser desinteresado en el ser humano, siempre ávido de manipular para sus más inconfesables objetivos.

Y todo es magistral en la metáfora, rodada prodigiosamente en sus escenas de interiores exclusivamente con la luz natural o de las velas, en un alarde técnico similar al de Stanley Kubrick en «Barry Lyndon».

Dicho sea de paso, atención a la interpretación de Elle Fanning, siempre Elle Fanning, la gran seductora de la cámara de nuestro tiempo, un portento y prodigio de la naturaleza, una secundaria a la que le bastan un par de escenas ante la cámara para comerse a todo y todos sin tapujos. Sigue siendo para mí una de las promesas más inmensas que nos presagia en el futuro el mejor cine, y con la que ya se encariñó para siempre Sofía Coppola desde su lección magistral de interpretación en «Somewhere», apenas una niña.

Y si alguien piensa que exagero con esta directora prodigiosa de apellido Coppola (ni más ni menos), recuerdo que de su mano llegó aquella “Lost in traslation” que cambió el cine en 2004, así como “Las vírgenes suicidas”, “María Antonieta” o “Somewhere”, para entender la magnitud de la cineasta de la que estamos hablando. Puro cine eterno.

«Luna de papel», la obra maestra de la road movie de supervivencia picaresca, obra excelsa de Peter Bogdanovich, el director más infravalorado del cine y uno de los que más idolatro

Luna de papel
No es la película favorita de MI Sofía Coppola por casualidad. Peter Bogdanovich puede ser el director más infravalorado de la historia del cine. Su filmografía es excelsa, propia de un genio insuperable, de un prodigio del cine, de un superdotado del celuloide, y normalmente no se le recuerda como tal por puro error imperdonable. Él fue piedra angular de mi cine favorito, el de los 70, y “Luna de papel” es paradigma perfecto de ese cine que amo. Y además es una road movie, mi gran debilidad, el género de mis entrañas. Es imposible pedir más.
 
A medio camino entre otras dos obras maestras de la época, “El golpe” de George Roy Hill y “Bonnie & Clyde” de Arthur Penn, Bogdanovich toca el cielo del mejor cine posible con esta historia ambientada en tiempos de la Gran Depresión y la Ley Seca en la que una niña de apenas 10 años tiene que cruzar el país con un timador de poca monta que va y viene por el mundo sin destino fijo, a la espera del próximo incauto que caiga en sus redes para poder timarlo y seguir adelante en una búsqueda sin destino posible.
 
La convivencia acaba convirtiéndose en proceso iniciático para la niña, en la vida y en la carrera delictiva, que acaba resultando que no se le da nada mal, mientras que una relación paterno-filial, nunca se sabe si real o no, se desarrolla entre ambos.
 
Un guión tan adorable como inolvidable, una fotografía en blanco y negro que es pura magia poética (como ya utilizara también el propio Bognanovich en “La última sesión”, con la que esta película comparte muchísimos aspectos, hijas ambas del mismo magistral padre) y, sobre todo y por encima de todo, su pareja protagonista: Ryan y Tatum O´Neal.
 
No quiero ser yo el que peque de exagerar con la dimensión de la interpretación de la niña, pero baste decir que ganó el Oscar a los 10 años y que, a día de hoy, nadie lo ha logrado aún con menos edad. Una interpretación de esas que marca una etapa en la historia del cine. Pura road movie de supervivencia y picaresca de uno de los más grandes directores que haya dado el cine.
 
A lo mejor son cosas mías, pero siempre que la vuelvo a ver, pienso que Clint Eastwood la homenajeó a lo grande en «Un mundo perfecto».

«Como el viento entre los almendros» de Michelle Cohen Corasanti es una novela que permite contemplar cómo se vive el genocidio palestino a manos del todopoderoso ejército israelí a través de la historia de un niño especial

Como el viento entre los almendros
A estas alturas, lo que más valoras de un libro o una película, es que sea capaz de golpearte en el estómago, provocarte y ayudarte a crear una nueva visión de las cosas. Y, para eso, pocos libros en los últimos años para mí como “Como el viento entre los almendros” de la escritora Michelle Cohen Corasanti.
La propuesta es sencilla pero implacable: la narración de la vida de un niño palestino que es especial por su inteligencia desmedida, por su facilidad para las ciencias, pero que vive en un poblado palestino asediado y masacrado continuamente por la todopoderosa máquina genocida israelí. Así es complejo llegar lejos y estudiar,, porque lo difícil es sobrevivir cada día en mitad de unas fuerzas de ocupación judías que ahogan hasta la asfixia total a un pueblo al que sólo le quedan las piedras o los atentados suicidas para responder al ejército más poderoso del planeta en invasión constante y sin tregua.
La vida familiar es imposible, la educativa inalcanzable, la del crecimiento personal insostenible, todo aplastado por la bota israelí, siempre ansiosa de sangre palestina para ganar más y más terreno. Y el libro, sin cargar las tintas, de forma tranquila pero segura, te va haciendo entender esta realidad dantesca que parece mentira que estemos permitiendo mirando para otro lado.
Dividida en tres partes y en tres décadas a través de las mismas, acompañamos al protagonista en su fase infantil, en la adolescencia y en la madurez, y vamos comprobando también de paso las ataduras morales que las familias árabes crean en sus hijos para que sostengan a una familia devastada por la infama israelí, condenados a ser adultos demasiado pronto
Profunda, certera, honesta, sencilla, es una novela que se lee tan fácil como enamora y hace ganar adeptos a una de las causas más justas del planeta, la palestina.