«La memoria del agua» o el puzzle de sentimientos definitivo de Matías Bize para tocarnos el corazón con la historia de una pareja que pierde a su hijo pequeño

El lenguaje, que tiene palabras para expresarlo todo, carece de un término concreto para definir a los padres a los que se les muere un hijo. Esa conceptualización, tan dolorosa que ni el castellano ha encontrado cómo definirla, la lleva a cabo de forma magistral el chileno Matías Bize en esa inmensa obra maestra atemporal titulada “La memoria del agua”, una de las piezas cinematográficas más imprescindibles de este siglo. Junto con la belga “Alabama Monroe” de Felix Van Groeningen, la palabra definitiva sobre tan aterrador tema.

A Matías Bize hay que seguirlo de cerca siempre por el interés de su filmografía, pero logra sublimar su cine con esta joya para la historia del Séptimo Arte. Todo es sutil, susurrado, jamás cae en el precipicio del dramón fácil y barato, jamás se muestra sensiblero ni explicativo. Poco a poco, el inteligente espectador de Bize va armando el puzle de lo que ha pasado, cómo y por qué, y de las consecuencias arrasadoras de todo ello para los protagonistas y para su relación, imposible de sostener tras perder a Pedro, su hijo de 4 años de edad.

Y, de camino, nos empuja al abismo de la destrucción de una pareja por el dolor y de la imposibilidad de rehabilitarse como seres humanos completos después de que la catástrofe se cebe en con ellos de forma despiadada. No hay respiro ni posibilidad de esperanza en la pareja protagonista, arrasada por la muerte de su hijo pequeño. Y no hay nada ni nadie que logre salvar eso, ni tan siquiera ellos mismos.

Matías Bize afronta un drama tan insondable como éste a través de una caligrafía visual esteticista y cuidada a la par que moderna, combinando maravillosos planos plásticos con cámara al hombro cuando la escena lo requiere, demostrando su maestría.

La genialidad de Bize, eso sí, no se sostendría con credibilidad si no fuese por la lección magistral interpretativa, siempre dejando traslucir y nunca sobrepasando la línea de lo melodramático, de una genial Elena Anaya (es lo mejor de la película sin lugar a dudas) y de un soberbio Benjamín Vicuña dándole la réplica.

Todo encaja en este puzle de sentimientos arrasados que tiene un hueco necesario en el corazón de todo cinéfilo que se acerque al mismo, gracias a una música ciertamente emocionante de Diego Fontecilla y una dirección de fotografía exquisita de Arnaldo Rodríguez.

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