«Gallo rojo» es un grito cargado de melancolía sutil contra la agonía del mundo rural vaciado, una gran interpretación de Pino de Pablos, una adecuada dirección de Enrique García-Vázquez

«Gallo rojo» es un grito cargado de melancolía sutil contra la agonía del mundo rural vaciado, una gran interpretación de Pino de Pablos, una adecuada dirección de Enrique García-Vázquez

Puede que los resultados no sean magistrales, pero las intenciones, la frescura, la espontaneidad, la credibilidad y la empatía que genera “Gallo rojo” hace que valga la pena el viaje cinematográfico. Por encima de todo, por la interpretación de Pino de Pablos. Ojalá el destino me depare encontrármela en más pantallas en el futuro, porque su apuesta lo vale. Esta joven actriz hace fácil lo más difícil, se come la cámara en su dulzura susurrada, en su belleza pausada, en su saber estar y decir delante del objetivo, en encarnar la frescura espontánea al hablar, al cantar, al bailar. Pino de Pablos justifica por sí misma ver “Gallo rojo”, aunque el film ofrezca mucho más que ella.

Pino de Pablos interpreta a Ana, que vuelve al pueblo de sus ancestros, apenas cuatro calles en la Castilla profunda, en ese mundo rural que estamos asesinando mientras lo vemos expirar conformándonos con llamarlo “vaciado”. El grito que el propio cineasta Enrique García-Vázquez, autor también del guión, profiere contra dicha situación no es de ira, sino de una melancolía apenas susurrada, tamizada incluso de humor, pero amarga, porque al él le duele como a mí que ese mundo rural esté expirando delante de nuestros ojos. Pero aquí no hay drama, todo fluye plácidamente y a veces hasta de forma divertida.

Ana ha retornado para abrir un cine, una actividad a contracorriente en un lugar a contracorriente. Y lo hará con la ayuda de su amiga de toda la vida en el pueblo, Lucía, interpretada por la interesante y espontánea Lucía Lobato. Como es verano y alguna vida se hace en sus pocas casas, el invento cinematográfico triunfa y Ana pasa a ser una personalidad en la comarca.

La propuesta formal es tan sencilla como la argumental, e igual de sincera, directa y creíble, regalándonos algunos preciosos planos de los llanos castellanos con cierta vocación y tono documental y determinadas escenas divertidísimas, como la acontecida en el interior de la iglesia, sin duda, mi favorita.

Las canciones que usa el film, son pocas pero muy bien conjuntadas, destacando entre todas ellas la que cierra el film, sin duda inolvidable.

Vuelve a coincidir un texto de Tennessee Williams y la interpretación de Marlon Brando en «Piel de serpiente», lección magistral de lo que debe ser un drama psicológico sureño de perdedores por parte de Sidney Lumet

Vuelve a coincidir un texto de Tennessee Williams y la interpretación de Marlon Brando en «Piel de serpiente», lección magistral de lo que debe ser un drama psicológico sureño de perdedores por parte de Sidney Lumet

Para mí, resulta un hecho incontestable que Tennessee Williams es el mejor dramaturgo de la historia. Sus obras reflejan la náusea vital y la misantropía como elemento de supervivencia que me reflejan e identifican, a través de personajes que nacen y mueren perdedores porque la vida no les da ninguna oportunidad para dejar de serlo. Suponen siempre un grito contra el conservadurismo, el puritanismo, el racismo y a favor de las personas diferentes y “raras”. También definen como ningunas otras el concepto de la muerte en todas sus variantes, muertes reales y metafóricas pero, sobre todo, muertes en vida.

Justo de eso trata “Piel de serpiente”, de conocer la muerte en vida a la que está atada Lady (el personaje que interpreta magistralmente Anna Magnani), sin más horizontes vitales que cuidar de su marido enfermo y del negocio de éste, que jamás será suyo, como su propio machista cónyuge le deja claro en todo momento desde la cama a la que está atado y desde la que la humilla constantemente. La vida de Lady es una muerte diferida esperando el inminente fallecimiento de su marido que nunca acaba de llegar, deseándolo ansiosamente cada minuto de cada día. Justo en esa tesitura aparece un joven apuesto e irresistible de vida disoluta al margen de las convenciones con su chaqueta de piel de serpiente (un tal Marlon Brando, quizás el mejor actor jamás habido). Ella lo contrata para trabajar en la tienda como único recurso al que poder aferrarse para escapar de la muerte. Y para volver a sentirse viva.


También existe un personaje femenino joven, alcoholizada y aparentemente de frágil salud mental, esos ángeles tan queridos en la obra de Williams y totalmente imprescindibles como esa salida a través de las experiencias enajenadas tan de su criterio, interpretada por una etérea y divina Joanne Woodward, que encandila a la cámara y al espectador como ninguna otra, sobre cuyo espíritu libre ha caído sin piedad todo el peso del asfixiante sur de los USA y su irrespirable sociedad fascista.

Aunque las adaptaciones cinematográficas de las obras de Williams han dado obras maestras por doquier, es cierto que pierden cierta fuerza por los convencionalismos por los que la industria hacía pasar a tan contundente material nihilista y misántropo. En este caso, es el propio Tennessee Williams, junto con Meade Roberts, quien adapta al cine su texto dramático “La caída de Orfeo”.

Mientras, Sidney Lumet hace lo que mejor supo hacer siempre y por lo que se convirtió en un maestro del cine: poner la cámara en el lugar exacto y preciso para que su elenco actoral se luzca como merece. En ello, “Piel de serpiente” es una obra maestra. En todo lo demás, también.

Impresionante, sobre todo en su tramo final, la dirección de fotografía en un portentoso blanco y negro de Boris Kaufman, así como la música de Kenyon Hopkins. Ojo a la canción que se incorpora a la BSO del film, compuesta por el propio Kaufman con letra de Tennessee Williams, “Blanket Roll Blues”.

Sobresaliente muestra del mejor realismo mágico en torno a la sublimación de un culebrón venezolano, «La noche de las dos lunas» es una exquisitez formal y argumental de Miguel Ferrari en torno a la maternidad

Sobresaliente muestra del mejor realismo mágico en torno a la sublimación de un culebrón venezolano, «La noche de las dos lunas» es una exquisitez formal y argumental de Miguel Ferrari en torno a la maternidad

De esta cruda realidad en la que intentamos sobrevivir más que vivir a veces sólo se puede escapar a través del realismo mágico. Si éste además está servido con una historia sensible, exquisita en todo momento, lo suficientemente edulcorada como para enamorar, su poquito de inverisimilitud de culebrón y el buen hacer del cineasta venezolano Miguel Ferrari en el aspecto plástico, el resultado es un dulce exquisito llamado “La noche de las dos lunas”, un original producto equidistante de casi todo en su medida exacta sobre adultos que alguna vez fueron hijos no deseados y sobre la potencia de la mujer y la maternidad.

Para enfrentarse a este precioso guión del propio Miguel Ferrari y Lupe Gehrenbeck, se tiene que venir de casa con la suspensión de la credibilidad bien aferrada. Por supuesto que es increíble todo lo que ocurre en pantalla, como no podría ser de otra forma, en esta amalgama entre culebrón venezolano sublimado y un realismo mágico profundamente poético. Todo deviene en irreal de principio a fin, sí, y ahí justo es donde reside la magia de este duelo ante dos lunas entre dos mujeres por una única maternidad, todo ello adornado con exquisitas imágenes creadas con un mimo plástico visual por parte del gran Miguel Ferrari y fotografiadas por Alexandra Henao ante las que hay que rendirse sin posibilidad de resistencia.

Este canto a la maternidad comienza enamorándonos del personaje de la joven Federica, interpretado de una manera rotunda y eterna por la maravillosa Prakriti Maduro (de la que quiero ver más, mucho más). Esta chica ha decidido que no hay hombre a la altura adecuada para ser el padre en su futura maternidad y decide solicitar los espermatozoides a su mejor amigo homosexual para engendrar un hijo “in vitro”. Pero, una terrible confusión en la clínica reproductiva, hará que se produzca un cruce de embriones y que otra pareja (inmensa Mariaca Semprún, casi a la misma altura que Prakriti Maduro) termine siendo inseminada con el suyo y ella con el de la pareja. Pero resulta que a la citada pareja se le malogra el embarazo y, a partir de ahí, la tragedia está servida y el duelo maternal preparado.

Un grito desgarrado y desgarrador en torno a la maternidad y a la feminidad como origen de la humanidad se va desplegando en torno a este duelo matricida entre dos mujeres que son puramente centrípetas y que devoran todo lo que se acerque a las mismas.

Este culebrón esteticista y profundamente increíble ocupa 117 minutos etéreos que vuelan ante el entusiasmo de cualquier espectador sensible. Sin olvidar la interpretación como actriz secundaria de María Barranco, encarnando de manera divertida pero igualmente emotiva a la madre de la protagonista, la voz de una experiencia difusa que quizás necesite ser más aconsejada por su hija que emisaria de lo ya vivido.

Para un film de vocación estética y delirio formal, la música de Sergio de la Puente, siempre muy presente durante el metraje, resulta exquisita y exacta.

Con una premisa minimalista de tres personajes y un solo espacio, Roman Polanski crea una metáfora universal en su ópera prima «El cuchillo en el agua»

Con una premisa minimalista de tres personajes y un solo espacio, Roman Polanski crea una metáfora universal en su ópera prima «El cuchillo en el agua»

Un joven cineasta polaco cobró notoriedad planetaria en 1962 al estrenar su ópera prima titulada “El cuchillo en el agua”. Desde entonces, el nombre de Roman Polanski no ha dejado de sonar entre los amantes del Séptimo Arte. Su aterrizaje en el cine no fue susurrado ni con una obra menor. Mezclando géneros, utilizando el drama psicológico para hacer cine social y algunas notas de noir, el guión del propio Polanski junto con Jerzy Skolimowski y Jakub Goldberg, utiliza una premisa minimalista para crear una metáfora universal.

Se sirve para ello de tan sólo tres personajes y un único espacio, al que Polanski sabe dotar de entidad propia y, a pesar de tratarse de las estrecheces propias de rodar todo el film en un pequeño velero, innova el planteamiento visual hasta entonces visto para dotar al film de gran cantidad y calidad de planos que lo convierten en portentoso.

Un matrimonio burgués de clase alta, interpretados por Leon Niemczyk y la maravillosa Jolanta Umecka, recogen a un joven autoestopista (Zygmunt Malanowicz) y lo invitan a pasar 24 horas a bordo de un velero de su propiedad. La tensión entre este improvisado trío, en todos los sentidos posibles, la lucha de egos masculinos y la ridiculez de la competición innata de testosterona ante la mujer presente irá haciendo aumentar la presión sobre la cubierta de tan pequeña embarcación.

Si la capacidad de Roman Polanski para crear encuadres es brutal, se ve perfectamente acompasada por una pletórica fotografía en blanco y negro de Jerzy Lipman y una inquietante música que subraya lo ominoso del conjunto de Christopher Komeda. El resultado es mucho más que notable para una ópera prima que ya señala todas las señas de identidad que irá desarrollando su genio creador a lo largo de su extensa filmografía.

La explosión de libertad setentera dejó en Inglaterra films como «Domingo, maldito domingo» en el que John Schlesinger muestra gráfica y expresamente una relación triangular bisexual

La explosión de libertad setentera dejó en Inglaterra films como «Domingo, maldito domingo» en el que John Schlesinger muestra gráfica y expresamente una relación triangular bisexual

La explosión de libertad cinematográfica que se produce con el Nuevo Hollywood en los años 70 (para mí, la mejor década de la historia del cine) se contagia desde sus inicios al resto de cinematografías. Por ejemplo, en la británica, en 1971 se estrena “Domingo, maldito domingo” de John Schlesinger. Si bien ha envejecido mal, su mérito en lo formal y en lo argumental es impresionante, dado que estamos ante una cinta que gira en torno a la bisexualidad de su protagonista y se cuenta de manera abierta, expresa y gráfica.  No es para menos teniendo en cuenta que estamos ante el cineasta que un par de años antes había dado a luz una obra maestra atemporal e igualmente rupturista como “Cowboy de medianoche” y con posterioridad, en 1976, firmaría “Marathon Man”.

Estamos, en efecto y aunque parezca mentira en esas fechas, exponiendo abiertamente la relación triangular bisexual conformada por el personaje que interpreta Murray Head, que mantiene desde hace tiempo una sólida relación secreta con un médico encarnado por un espectacular Peter Finch,  y a su vez una más convencional con Glenda Jackson. Todos saben de la existencia de todos y conforman un triángulo de fuerza esperando a que su protagonista se acabe decantando por alguno de los dos.

Valiente guión de Penelope Gilliatt que se transforma en imágenes vocacionalmente setenteras por parte de un Schlesinger dispuesto a dinamitar las reglas del cine clásico y hacerlas saltar por las costuras, como ya hiciera en su anterior, infinitamente superior, “Cowboy de medianoche”.

Una pena que el resultado final haya envejecido mal y que ni estética ni argumentalmente la cinta haya resistido bien el paso del tiempo.

Riguroso y prolijo trabajo de periodismo literario y un acercamiento exacto al origen del conflicto entre Palestina e Israel, «Oh, Jerusalén» es también una carta de amor a la ciudad más compleja del mundo por parte de Dominique Lapierre y Larry Collins

Riguroso y prolijo trabajo de periodismo literario y un acercamiento exacto al origen del conflicto entre Palestina e Israel, «Oh, Jerusalén» es también una carta de amor a la ciudad más compleja del mundo por parte de Dominique Lapierre y Larry Collins

Prolijo hasta la extenuación, preciso y profundo hasta decir basta, documentado como ningún otro, determinado y conciso cuando es menester, riguroso siempre, “Oh, Jerusalén” es paradigma de la literatura periodística y, sin duda, el magistral resultado de un trabajo ímprobo de Dominique Lapierre y Larry Collins para mostrar los orígenes del terrible conflicto entre la preexistente Palestina y un estado creado en su seno con tendencia expansiva que se acabó llamando Israel.

Resulta impensable posicionarse en dicho debate sin la lectura de esta obra magna y exacta. Estamos ante un trabajo a medio camino entre la novela y el género periodístico que no duda en señalar culpables cuando es menester y que, lejos de posiciones maniqueas, y a pesar de lo que ya sabemos sobre todo ello a estas alturas de nuestras vidas, sin duda hunde sus raíces explicativas, sobre todo y como siempre, en la deplorable actividad de las colonias europeas en estos territorios, en este caso concreto, una Inglaterra temeraria, irresponsable y apática que lo incendió todo justo antes de marcharse. Obviamente, la otra parte de la culpa recae en unas Naciones Unidas que tuvieron dos ideas terroríficamente destructivas e inoportunas: el reparto territorial que dio lugar a la creación de un estado dentro de otro y, otro fallo no menor, la internacionalización de la ciudad de Jerusalén. Con semejantes mimbres, el cesto tan sólo podía arder. Aún lo sigue haciendo, al menos mientras queden palestinos vivos, lo cual no sabemos cuánto recorrido tendrá.

También estamos ante una carta de amor a la ciudad más querida, sagrada y conflictiva del planeta, Jerusalén, donde la historia habita más que en ninguna otra y la sangre más repartida está por cada una de sus esquinas.  Riguroso y documentado como ninguno, “Oh, Jerusalén” es la pieza literaria necesaria para acercarse al origen del conflicto.

El espléndido cineasta alemán Christian Petzold actualiza el melodrama clásico de Douglas Sirk con la interesante «Phoenix», donde ubica en la Alemania de posguerra algunos elementos de «Vértigo» de Alfred Hitchcock

El espléndido cineasta alemán Christian Petzold actualiza el melodrama clásico de Douglas Sirk con la interesante «Phoenix», donde ubica en la Alemania de posguerra algunos elementos de «Vértigo» de Alfred Hitchcock

El melodrama clásico de colores saturados que elevó a la categoría de género mayúsculo Douglas Sirk cuenta con discípulos contemporáneos soberbios como Pedro Almodóvar o Todd Haynes. El alemán Christian Petzold es sin duda otro de ellos. Éste último, además, gusta de utilizar la clásica fórmula del melodrama romántico como método de buceo en la vergonzosa historia de la Alemania nazi (cada día más necesaria por actual). “Phoenix” supone justo esa apuesta y, sin duda, sus resultados son espléndidos.

A pesar de que pudiera parecer un tanto alambicada la historia que cuenta, digna deudora de “Vértigo” de Alfred Hitchcock, aunque el guión del propio Christain Petzold y Harun Farocki, adaptando la novela de Hubert Monteilhet, pudiera dar alguna vuelta de más sobre sí mismo y someter al espectador a cierta crisis de poca credibilidad, lo cierto es que la historia engancha y conmociona, sobre todo, fundándose en tres elementos ganadores:

1 Su preciosista apuesta plástica, cargada de movimientos  de cámara y encuadres elegantes y de sabor clásico de Petzold, los cuales se sostienen sobre una magistral dirección de fotografía de época “a lo Sirk” de Hans Fromm. Lo visual en este film está sublimado hasta el detalle y convierte la cinta en una experiencia cinéfila exquisita, sostenida en un clasicismo que rezuma buen gusto por todos los poros de su celuloide en una fantástica partitura musical de Stefan Will.

2 La interpretación colosal de una de las grandes actrices europeas contemporáneas, Nina Hoss, a quien Petzold tanto gusta (con razón) de entregarse. La lección magistral interpretativa en dos líneas paralelas diferentes que sostiene brillantemente dentro de un mismo personaje a lo largo de los muy correctos 94 minutos de metraje, es de esas que no pueden dejar indiferente a ningún espectador.

3 La dureza de la historia que se cuenta: Nelly vuelve a Berlín como milagrosa superviviente de Auschwitz con el rostro bajo una venda, totalmente desfigurada a consecuencia de haber regresado de la muerte al haber sido capaz de sobrevivir a un tiro de gracia nazi. En una ciudad, que tendrá que reconstruirse de sus cenizas al igual que ella misma, le espera la herencia de toda su familia asesinada, pero también la necesidad de reencontrarse con su marido, con el que habían quedado algunas cuentas pendientes antes de ser secuestrada por los nazis. El melodrama al que dará lugar ese encuentro es la clave de bóveda de este interesante film.

«La heredera» es la obra maestra de William Wyler, un terrible cuento misántropo, nihilista y lúcido sobre la muerte de la inocencia a manos del egoísmo que domina el mundo

«La heredera» es la obra maestra de William Wyler, un terrible cuento misántropo, nihilista y lúcido sobre la muerte de la inocencia a manos del egoísmo que domina el mundo

Hay cine eterno por el que el tiempo ni pasa ni puede pasar. Incluso enclavado en el corazón del propio “star system” de los estudios de Hollywood había espacio para las obras maestras. Y tratándose de un artesano propio de la época como William Wyler, al que algunos tienen como tal, pero que resultó ser el genio creador de obras maestras de semejante dimensión. Porque el triángulo formado por Wyler, Olivia de Havilland y Montgomery Clift en “La heredera” es de esos que nacieron formando parte de la historia del cine por definición.

Historia desgarrada y desgarradora, muy pocas veces se ha retratado la soledad de quien no se siente querido por nadie como en esta obra maestra en la que una solterona será escupida en su orgullo de manera simultánea tanto por un cazador de dotes sin escrúpulos como por su padre, que no sabe protegerla (o más bien a él mismo) sin atentar contra su dignidad. Cuando ella recorra el periplo que la lleva a constatar que toda persona está sola en la vida y que no puede esperarse nada jamás de nadie, llegará la escena final, ¡y qué escena final!, una de las más portentosas de la historia del cine.

Porque esa es la conclusión certera, lúcida y cruda a la que llega “La heredera”: estamos solos, no podemos esperar ser valorados o apreciados por nadie, porque nadie jamás mira más allá de sus propios intereses y deseos. Y “La heredera” lo explica como quizás nunca se haya explicado en el cine, basada en una obra de Henry James. Es obvio que nada podía salir mal mezclando todos los elementos citados.

La otra reflexión final es que, o aceptas que la vida es así y abrazas el nihilismo generalizado, o estás muerta entre la concurrencia de los egoísmos que te rodean. La heredera sabe que no hay más camino, y lo recorre de forma gloriosa. Todo ello contado con la elegancia estética propia de William Wyler, absolutamente electrizante sabiendo que está rodando una película inmortal (sólo observando el juego de reflejos en los espejos de la película ya es posible levitar). Porque la sociedad es así, puro sepulcro blanqueado, bello y educado por fuera pero totalmente corrupto y repugnante por dentro. Cuanto antes lo aprendas, mejor, y en eso “La heredera” es también una lección magistral.

Y que ofrece una frase para la historia del cine: “Sí, tienes toda la razón, puedo llegar a ser muy cruel, he tenido muy buenos maestros”. Por cierto, en la conversación definitiva entre padre e hija veo la semilla de una escena imborrable de “La cinta blanca” de Michael Haneke, y es que los genios son así, se complementan unos a otros.

En la madurez de su proceso creativo sin ataduras, Joel y Ethan Coen conquistaron Cannes con «Barton Fink», su particular homenaje a la literatura de Franz Kafka

En la madurez de su proceso creativo sin ataduras, Joel y Ethan Coen conquistaron Cannes con «Barton Fink», su particular homenaje a la literatura de Franz Kafka

En la madurez de un proceso creativo libre y sin ningún tipo de cortapisas, los geniales Joel y Ethan Coen arrasaron en el Festival de Cannes de 1991 con “Barton Fink”, quizás un homenaje al universo de Franz Kafka y, desde luego, una historia enloquecida por sus ansias de creatividad y ruptura de todos los convencionalismos. Quizás menos brillantemente misántropa que algunas de sus grandes obras maestras y un poquito menos oscura, pocas veces se ha indagado mejor en el proceso creativo literario que en esta portentosa cinta.

Pero, como es obvio, lo más llamativo de la propuesta es la capacidad visual de los Coen, creadores de imágenes perturbadoras por su originalidad y ruptura de moldes establecidos, que se subliman en el universo de la habitación del hotel donde se desarrolla la mayor parte de la trama, a base de picados, contrapicados, travellings y todo tipo de encuadres imposibles. Desde el papel pintado que se despega de la pared por el efecto del calor (es una película calurosa y acalorada) hasta el cuadro que pende de la pared, la máquina de escribir con la que trabaja el protagonista y la chirriante colchoneta. Pero, sobre todo, el pasillo, ese pasillo de hotel infinito que nos evoca directamente al de “El resplandor” de Stanley Kubrick, con el que acabará teniendo algún punto de conexión.

El guión de los Coen nos sumerge en el Hollywood de 1941, en el sistema de estudios, que ficha a un dramaturgo neoyorquino (encarnado por el siempre excesivo John Turturro) con buenas críticas para que escriba un lamentable guión comercial sobre una película de lucha libre. Semejante bajada de nivel intelectual supone un bloqueo absoluto para el autor, que no encuentra más refugio en la soledad de Los Angeles que con su vecino de habitación, un comercial de una compañía de seguros que interpreta magistralmente John Goodman. Pero, claro, nada será lo que parece.

Como no podría ser de otra forma, el cuento de horror se mece con la música del compositor de cabecera de los Coen, Carter Burwell, así como con la “vintage” dirección de fotografía, de alma setentera, de Roger Deakins.

Mar Coll demuestra que la especialidad del cine catalán es el drama intimista familiar con la magistral «Tres días con la familia», mito fundacional del género

Mar Coll demuestra que la especialidad del cine catalán es el drama intimista familiar con la magistral «Tres días con la familia», mito fundacional del género

El cine catalán ha alcanzado cotas “cum laude” desarrollando como ninguna otra cinematografía el drama intimista familiar. Uno de sus grandes hitos históricos en este terreno es la maravillosa “Tres días con la familia”, ópera prima de la enorme cineasta Mar Coll en 2008, paradigma de lo que debe ser una cinta capital de este subgénero donde absolutamente todo funciona a la hora de radiografiar las miserias de una familia de la burguesía catalana y todos los trapos sucios que esconden debajo de tan aparentemente sólidas apariencias.

Tanto la dirección (Premio Goya a la Mejor Dirección Novel en 2009) como el guión de la propia Mar Coll y Valentina Viso, son sobresalientes en la consecución de dicho objetivo pero, además de ello, la cinta juega con una baza ganadora infalible, el elenco actoral que atesora. Porque esta cinta contiene fantásticas interpretaciones de una (entonces) jovencísima generación de actores y actrices catalanas que después marcarían su cinematografía y que aquí ya parecen estar en su salsa a tan temprana edad (incluso participa una niña llamada Greta Fernández en un pequeñísimo papel).

Todos resultan prodigiosos pero, por encima del elenco, hay tres nombres que brillan con luz propia: por supuesto, Nausicaa Bonnín, protagonista de la función encarnando a Léa y que aparece en todas las escenas de la misma, interpretando a una chica catalana que vive en Francia y que se reencuentra con su familia varios años después en el funeral de su abuelo paterno; un tal Eduard Fernández (a estas alturas, está todo dicho sobre semejante genio) como el padre de la protagonista; y una portentosa Aida Oset como la prima más cercana a Léa, derrochando una sutileza inconmensurable y sorprendiéndome hasta niveles incalificables.

Todas las miserias de la hipocresía, falsedad, apariencias, recelos, odios enquistados, cuentas por saldar, secretos inconfesables, herencias por repartir y amores frustrados que contienen cualquier familia, en los Vich está multiplicado por diez e irán haciendo acto de presencia de manera magistral durante los demasiado breves 79 minutos de su metraje.

La fotografía de vocación naturalista que firma Neus Ollé otorga carta de credibilidad al conjunto como resulta francamente sobresaliente la mezcla de ópera y música original de Maikmaier que se va desgranando a lo largo de un film al que resulta imposible no adorar en su sencillez.