«La redada» de Roselyne Bosch es una simplemente correcta (pero más necesaria que nunca) aproximación al horror de la Francia colaboracionista y al fascismo como la gran enfermedad social (hoy resucitado)

La redada
“La redada”, de la directora francesa Roselyne Bosch, es una película necesaria de ver en estos momentos históricos en los que el fascismo ha retornado a nuestras vidas con fuerza y como una seria amenaza de quedarse entre nosotros de forma permanente. Francia ajusta cuentas con su pasado más vergonzante (qué suerte tienen, porque aquí caminamos el sendero contrario) y nos muestra una feroz autocrítica a la criminal Francia colaboracionista del Mariscal Pétain, dispuesto en todo momento a agradar a los invasores nazis.
 
Es obvio que la película dista mucho de ser una obra maestra, que está a años luz de las palabras definitivas sobre el tema pronunciadas por “La lista de Schindler” de Steven Spielberg, “El pianista” de Roman Polanski o “El hijo de Saul” de László Nemes, pero es oportuna, rigurosa, nada tramposa, sutil y necesaria.
 
Nos narra, a través de la historia de una familia judía, sus vecinos, un médico y una enfermera el triste designio en el Verano de 1942 de los judíos parisinos, encerrados inicialmente sin comida ni agua en un velódromo, para ser trasladados con posterioridad a un campo de concentración francés, escala previa a su definitiva deportación a Auschwitz para su exterminio.
 
Sin cargar las tintas, de forma sutil, con la violencia casi siempre fuera de campo, la película trata de contarlo de una forma suave, aunque eso le haga perder enteros porque, narrar una atrocidad inhumana así, requiere de mucho coraje para poner delante de la cámara el horror en toda su magnitud, cosa que escatima esta bienintencionada cinta.
 
Bien interpretada, acertadamente fotografiada, no es un producto sobresaliente pero sí correcto y necesario en un país en el que se siente ahora más que nunca la presión del fascismo por hacerse con el poder.
 
Como curiosidad cinematográfica, decir que como actriz muy secundaria, aparece en apenas unas cuantas escenas una casi ni adolescente aún Adèle Exarchopoulos, una desconocida en esta cinta de 2010, antes de enamorar perdidamente a la humanidad entera para siempre y de paso cambiar la historia del cine protagonizando “La vida de Adèle” de Abdellatif Kechiche, una de las más grandes películas jamás rodadas.

«La vida de Adèle» es la mejor película de la historia sobre el amor. Abdellatif Kechiche, el director más valiente y rupturista. Adèle Exarchopoulos, un ángel etéreo en exhibición interpretativa.

La vida de Adéle
La he vuelto a ver. Ha vuelto a ocurrir, e incluso con mayor intensidad que la primera vez, con muchísima mayor intensidad. “La vida de Adèle” es la mejor película de la historia del cine sobre esa cosa llamada amor.
 
Abdellatif Kechiche es el director que más y mejor ha renovado el lenguaje cinematográfico en los últimos años apostando por una película de 3 horas basada casi exclusivamente en primerísimos planos rodados con cámara al hombro y renunciando a toda profundidad de campo.
 
Y, sobre todo y por encima de todo, Adèle Exarchopoulos, perdón, ADÈLE EXARCHOPOULOS, tiene la mayor fotogenia jamás vista en un ser humano y realiza, “a 20 centímetros de la cámara” durante todos los planos de toda una cinta de tres horas de duración, una de las mejores interpretaciones de la historia del cine, si no la mejor, cargada de autenticidad y sinceridad, de valentía y categoría.
 
La película, una de las mejores de este siglo y de toda la historia, se basa en la conjunción astral de dos fenómenos de la naturaleza ingobernables: Abdellatif Kechiche tras la cámara y Adèle Exarchopoulos enamorando al planeta entero delante de ella, porque sólo una diosa reina de tal manera.
 
Es SIMPLEMENTE una historia de amor iniciático, de una adolescente que despierta al sexo sin tener clara su orientación, que tiene que convivir con esa indefinición con sus amigas de instituto que no están por la labor, que descubre que los hombres le aportan menos de lo que esperaba y que, de pronto, descubre por primera vez el amor en una pintora mayor que ella. Pero el amor nunca es fácil, ni es capaz de resistirlo todo. La semilla del drama está sembrada.
 
No hace falta más para volcar la historia del cine. Con esa historia, cargada de verdad, de naturalidad, de pasión, de incertidumbres, de debilidades, de tragedia, de sexo… con eso ya se puede cambiar el corazón del espectador para siempre.
 
Pero si la dirige Kechiche y decide hacer tres horas de cine eterno (que nunca cansan, sino que descansan) rodando exclusivamente en primerísimos planos, para renunciar a cualquier alarde y centrar al espectador en las interpretaciones, que son lo que sostienen la historia, entonces el cinéfilo está al bordo del orgasmo y nunca una Palma de Oro de Cannes hizo más justicia.
 
Pero el milagro de lo eterno culmina gracias a Adèle Exarchopoulos, que no es una chica, es un ángel, es un ser etéreo que nació para cambiar la interpretación, que rezuma naturalidad y belleza por cada poro de su piel, que llora como nadie delante de la cámara, y que enamora con la media sonrisa más bonita del mundo. Estratosférica, perfecta, mágica. Junto con la Natalie Portman de “Cisne negro”, lo mejor que he visto en mi vida.