Lo mejor que le pueden pasar a un cinéfilo es que Woody Allen retome la senda del drama, bien sea por la vena de su pasión cinematográfica por Ingmar Bergman, bien sea por su fascinación por la dramaturgia de Tennessee Williams. Y pocas veces como con “Blue Jasmine”, homenaje expreso, confeso, medido, trabajado, profundizado y enamorado del cineasta neoyorquino (el más importante en mi vida) a la que es para él la mejor obra de teatro de la historia, “Un tranvía llamado deseo”, de mi dramaturgo favorito (en esto y en tantas otras cosas mi pensamiento camina parejo al de Allen), Tennessee Williams.
El insuperable Woody Allen nos deja un retrato desolador de la soledad, de la caída a los infiernos, de la locura, de la desesperación, del alcoholismo, de la adicción a los medicamentos que nos evitan tener que pensar, de abismo insondable entre clases sociales, del duro aterrizaje en la realidad que la vida siempre nos tiene preparado en el momento más inesperado, de que las cuentas de la felicidad nunca salen…
Y todo ello a través de una interpretación para la historia del cine justamente premiada con Oscar para la diosa Cate Blanchett, tocando techo en su carrera en esta cinta como igualmente lo lograra en “Carol” de Todd Haynes. Porque Cate Blanchett es mucho más que una actriz, es una diosa tocada por la plenitud del Olimpo para la interpretación, pero también es un ser derrochador de clase, elegancia, profesionalidad, belleza, saber hacer, ser y estar. Un ser sobrehumano en suma.
La enésima incursión en el drama desgarrador por parte de Woody Allen (a él siempre lo amaré mucho más por sus dramas que por sus comedias) es la historia de una mujer pija, rica, acostumbrada a vivir en la opulencia y a la que le molestaba hasta su hermana, pobre y con poca formación cultural. Pero ella está casada con un banquero estafador como tantos otros y lo pierde todo, viéndose obligada a trasladarse desde Nueva York a San Francisco cuando su marido se suicida en prisión después de ser condenado y quedar en la más absoluta miseria. Y con ella arrastra una enfermedad mental de la que ya será imposible salir, consecuencia de haber ardido en el infierno de la pobreza su superficialidad consumista y todos sus vínculos afectivos con ella.
Cate Blanchett destripa ante la cámara el abismo de quien lo ha perdido todo y no estaba preparada para perder nada. Solo la locura, el alcohol y los tranquilizantes le quedan como salida a quien ya está desorientada dentro de un laberinto vital irresoluble. Las escenas en las que se asoma cada vez con más insistencia al abismo definitivo se suceden, algunas de ellas gloriosamente inspiradas de forma directa en las propias de la obra teatral homenajeada y otras jugueteando con las situaciones y los posicionamientos del brillante elenco de personajes secundarios en una capacidad como demiurgo omnisciente de Woody Allen genialmente perturbadora para lograr el círculo perfecto de una obra maestra absoluta.
Una portentosa dirección de fotografía de Javier Aguirresarobe baña en tonos cálidos un drama gélido, de forma cruelmente paradójica. Dos líneas temporales que van apoyándose y explicándose la una a la otra para conformar una obra maestra indiscutible del nivel de “Match Point”, “Delitos y faltas”, “Wonder Wheel” o “El sueño de Cassandra”.
Una película para la historia nihilista, censuradora de la diferencia de clases, certeramente misántropa, descarnada, desesperanzada, sin compasión alguna hacia el espectador, sin un atisbo de esperanza ante una tragedia arrasadora que hace resultar ridícula a su víctima, o quizás simplemente sujeto de compasión, sin olvidar contarnos que los ricos siempre logran serlo estafando y robando a los pobres incautos. O sea, el mejor Woody Allen, que es como hablar de lo mejor del cine. Seguro que Tennessee Williams sonreiría socarronamente (como tan bien sabía hacer) satisfecho del nivel estratosférico del homenaje que le/nos regala Woody Allen en “Blue Jasmine”.