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Se puede decir lo que se quiera. Pueden decir lo que quieran. La crítica ha dicho mucho y mal de esta película. Desde la platea se la ha criticado y vilipendiado sin piedad. Incluso se la ha insultado. Y, desde luego, es pasto de la incomprensión y los prejuicios, de las mentes cerradas que no son capaces de ver más allá de sus dogmas confesos. Para mí, “Lejos del mar” de Imanol Uribe es tan brillante y sobrecogedora como necesaria y oportuna.
El cine ha tratado demasiadas pocas veces el mundo de ETA. Y mucho menos narrar los acercamientos entre víctimas y victimarios. Y es necesario e imprescindible. Imanol Uribe lo hace con valentía, con muchísima valentía, a través de un guión complejo y con saltos al vacío de enorme riesgo, quizás a veces de excesivo riesgo, pero del que sale absolutamente triunfante desde mi personal punto de vista.
Es la historia del encuentro fortuito de la hija de un militar asesinado por ETA con el asesino etarra, y de cómo sus vidas se cruzan a partir de ese momento en un descenso a los infiernos imparable, donde los sentimientos nieblan la razón hacia todas las direcciones sin remedio, donde el corazón confunde definitivamente a la mente en un sinfín de cruces de caminos imposibles de dilucidar todos con acierto.
Es una película necesaria en nuestros días, donde se están produciendo en la realidad encuentros entre etarras y víctimas de la banda terrorista tras el cumplimiento de las condenas de éstos y su reinserción social, donde hay que apelar con extrema urgencia al reencuentro y la reconciliación necesarios para que la sociedad pueda volver a articularse tras la tragedia insondable aunque imperdonable. En eso, esta película es una auténtica lección magistral.
Imanol Uribe es un enorme director de una osadía extraordinaria. Por eso siempre me ha encantado. La presencia de ETA en su cine ha sido recurrente en algunas de sus mejores obras, auténticas y absolutas obras maestras: “La muerte de Mikel”, “Días contados” o “Plenilunio”. Aquí cierra el círculo firmando una valiente y arriesgadísima joya.
Y luego está el Cabo de Gata, como un personaje más, cautivando y enamorando en cada plano, como no podría ser de otra forma, lugar dotado de personalidad propia, también en el cine.
Un film seco, monstruosamente melodramático en el mejor sentido del término, excesivo en el drama (incluso suspendiendo para ello las reglas de la lógica), duro y certero, difícil de tragar, incluso con aroma a western en la interpretación apabullante del gran Eduard Fernández, que te golpea en el estómago en varios momentos de su etéreo y maravilloso metraje.
Y el final. Ese final antológico. Ese plano final mágico, inolvidable.
Por último, plasmar mi indignación más absoluta: si uno ve la interpretación de Elena Anaya en este film y en “La memoria del agua”, jamás podrá entender cómo no fue ni nominada a los Goya. Su interpretación en esta película roza la perfección absoluta en numerosos y complejos momentos. Misterios insondables, como el Mediterráneo que da marco a esta obra maestra.