Compendio de la filmografía de Ingmar Bergman, «Fanny y Alexander» (serie o película) es la perfección cinematográfica que trasciende los géneros y la realidad con tintes autobiográficos. El mejor testamento de la historia del cine.

Compendio de la filmografía de Ingmar Bergman, «Fanny y Alexander» (serie o película) es la perfección cinematográfica que trasciende los géneros y la realidad con tintes autobiográficos. El mejor testamento de la historia del cine.

Seguramente “Fanny y Alexander” sea la obra definitiva y absoluta de Ingmar Bergman, el cineasta europeo definitivo y absoluto. Bergman, en el ocaso de su filmografía, decide legarnos su testamento cinematográfico rodando una serie para la televisión sueca (simultáneamente convertida en película para su exhibición en cines, con la que ganó 4 Oscars cuando dichos galardones aún tenían sentido y criterio) donde compendia toda su carrera y sus temas fundamentales en torno a los que su cine magistral y preclaro había girado desde siempre, desde la oscura realidad, a la filosofía o la teología más allá de lo tangible.

El resultado es excelso, una obra cumbre imprescindible para poder entender la historia del cine donde, a través del niño protagonista, Alexander, el genio sueco bucea a pulmón por su propia biografía y por toda la sabiduría atesorada a lo largo de décadas como cineasta de referencia en Europa. Y lo hace, y esto es lo más notable de todo, atravesando para ello varios géneros que conforman una cinta transversal como la vida misma: desde la comedia al drama más desgarrador, pasando por momentos de cine de terror psicológico o de escenas filosóficas y teológicas de primera magnitud, y resultando ganador “cum laude” en todos ellos. Ese hito sólo podía estar al alcance de Ingmar Bergman.

La historia, ambientada en la Suecia de comienzos del siglo XX, de la amplia familia burguesa Ekdahls, dedicada al teatro y a las artes, liberal en las costumbres y en los usos privados, vive en una especie de limbo libertario (sublime la primera parte de la cinta en torno a la Nochebuena), cuando todo se rompe al perder a uno de sus miembros, Oskar. Su viuda, Emilie, y sus dos hijos, Alexander y Fanny, tienen que salir de ese entorno hedonista cuando Emilie se casa con el Obispo, un terrible dictador sádico y fundamentalista religioso que los someterá al yugo de una vida insoportable, máxime para quienes han conocido otras formas y maneras.

Pero destaca sobre todo, además de los impagables diálogos propios de Bergman, la estética del film, especialmente en los tramos en los que roza el género de terror de forma excelsa y que marcan de manera indeleble a todo espectador que los atraviese cuando el film toma aliento precursor del realismo mágico y traspasa la frontera de la muerte para filosofar sabiamente sobre la vida.

Resulta pasmosa su actualidad cuatro décadas después de su estreno, resultando una obra magna tanto en formato serie como en película gracias a un guión del propio Bergman sencillamente insuperable y un elenco actoral para este film coral a una altura inconmensurable.

La música de Daniel Bell resulta siempre acertada y justa para subrayar las emociones necesarias y de la dirección de fotografía ni hablamos, dado que estamos ante otra obra magna del fotógrafo de cabecera de Bergman, Sven Nykvist, un absoluto mito.

En 1973, Ingmar Bergman estrenó en la televisión sueca la serie «Secretos de un matrimonio», relato desmitificador de la institución matrimonial de una misantropía necesaria

En 1973, Ingmar Bergman estrenó en la televisión sueca la serie «Secretos de un matrimonio», relato desmitificador de la institución matrimonial de una misantropía necesaria

Hay que ser un genio de la dimensión de Ingmar Bergman, quizás el gran nombre del cine europeo, para plantear en 1973 una serie de 6 episodios diseccionando las miserias de una de las instituciones más complejas creadas por el ser humano: el matrimonio. Lo más increíble de todo es que, tantas décadas después, “Secretos de un matrimonio” sigue resultando lúcida en el análisis de la descomposición de una pareja, aunque el tiempo haya resultado implacable con ella y algunas escenas ya resulten afortunadamente intolerables en nuestra sociedad actual.

Con largos planos fijos, fuera de campo y demás señas autorales propias del genio sueco, relegando la caligrafía visual a un segundo plano (o   directamente a la nada) para otorgar todo el protagonismo a su elenco actoral, Ingmar Bergman nos cuenta la historia de un matrimonio que tiene diez años de existencia y que, aparentemente, resulta modélico en su forma de entenderse, en su vida acomodada y burguesa y en sus dos preciosas hijas preadolescentes.

Pero todo matrimonio, como toda familia, oculta graves secretos bajo una epidermis modélica y éste no es menos. Porque, con el paso del tiempo, el amor se va convirtiendo en odio, el deseo en indiferencia, la monogamia en adulterio, el respeto en egolatría destructora, las ansias de igualdad en una superioridad masculina impuesta por la fuerza, el matrimonio en una guerra permanente y el divorcio como única salida posible cuando todo resulta ya insostenible. Nadie como Ingmar Bergman para crear los diálogos adecuados para que sus personajes hagan corpóreo todo ello.

La característica dirección y el profundo guión de Ingmar Bergman requieren siempre de interpretaciones maduras y sólidas y aquí ello está perfectamente logrado a través de elenco actoral de confianza, encabezado por Erland Josephson y, sobre todo, con el impresionante trabajo desplegado por la diosa Liv Ullmann, que sostiene la serie sobre sus propios hombros.

La fotografía corre a cargo su responsable habitual Sven Nykvist y, sin duda, el resultado final resulta muchísimo más interesante en formato serie que en el de película, puesto que es la miniserie la que recoge toda la creación de Bergman al respecto, siendo la película un resumen circunstancial de esta obra pero, paradójicamente, mucho más conocida.

Lo mejor que le puede pasar a un cinéfilo es que Woody Allen se ponga trascendente y filosofe sobre el ser humano y el crimen con aliento existencialista: «Irrational man»

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“Irrational man” es una muy buena película. Es más, tiene ratos francamente magistrales, como no podría ser de otra manera viniendo firmada de quien viene. “Irrational man” es otra entrega de esa larga y necesaria saga anual (abruptamente rota por la sinrazón de la caza de brujas y la dictadura de lo políticamente correcto que nos asfixia hasta la náusea) para regusto del cinéfilo llamada Woody Allen. “Irrational man” solo tiene un problema, un único defecto quizás no menor: ya ha sido contada anteriormente por el propio Woody Allen en “Delitos y faltas”, “Match Point” o “El sueño de Cassandra”.

 

Esa historia del crimen perfecto como redención de la abrumadora e insoportable pesadez del existencialismo, de la culpa, el castigo, la náusea de Camus, el hastío de una vida que da mucho menos de lo que promete, la lucidez del nihilismo, el que ya no haya nada que pueda darte algo interesante, la apatía del éxito y las mieles falsa que acarrea… Todo mezcla muy bien si el barman es Woody Allen, y así es en esta cinta, pero… ya lo había contado el gran genio de Nueva York antes, y a veces mejor, y otras muchísimo mejor. Pero siempre me apasiona que lo cuente, aunque sea una y otra vez.

 

Porque, cuando Woody Allen abandona la comedia y decide ponerse serio y reflexionar sobre la condición humana, es cuando más me apasiona, cuando más me engancha, cuando me marca. Y sus mejores películas, para mí, son buena parte de sus dramas de aliento imbricado en el existencialismo y en Ingmar Bergman.

 

Es cierto que, tras un bloqueo de calidad sufrido durante unos años, el propio Ícaro Allen ha resurgido de sus cenizas con destellos de auténtica calidad indiscutible e insuperable (digan lo que quieran decir sus detractores) tras hacer la obra maestra de su vida, “Match Point”: “El sueño de Cassandra”, “Blue Jasmine”, “Café Society”, “Midnight in Paris”… films que han rescatado buena parte de su genialidad y lo han reconciliado con su público más fiel e incorruptible, entre los que tengo el honor de encontrarme yo, cuando está de moda y cuando no, cuando se exhibía como símbolo de intelectualidad o ahora que parece querer esconderse debajo de la alfombra porque ya no toca.

 

Esta peli es muy buena, buenísima, a ratos cum laude, una sabia reflexión sobre la locura, la intelectualidad, el romanticismo como pose, el vacío existencial, el crimen y el castigo… pero cuando uno ha hecho su gran obra maestra y una de las diez mejores películas de la historia del cine sobre este mismo tema (me estoy refiriendo, por supuesto, a “Match Point”, piedra angular del cine de nuestro siglo), volver sobre lo mismo ya solo es sinónimo de transigir y bajar el listón, a pesar de que sigue quedando bien alto.

 

Esta historia del profesor de filosofía aburrido de sí mismo y totalmente vacío por dentro, que encuentra abruptamente su razón de ser en el crimen más grave que un ser humano puede cometer, es mucho más profunda de lo que pueda parecer a simple vista, y despliega ante nuestros atentos ojos un drama psicológico existencialista de primer nivel.

 

Para ello, Woody Allen cuenta con un actor (Joaquin Phoenix) y, sobre todo, una ACTRIZ (Emma Stone) en estado de gracia. Ciertamente, lo de Emma no es de este mundo, porque es capaz de bordar todo lo que afronta, hasta la excelencia absoluta, sea comedia, musical o drama, como en este caso. Está espléndida haciendo de esa universitaria con intereses intelectuales que se enamora del profe atormentado, especialmente de su propio tormento. Bella, perfecta, inteligente, justa. Emma no es de este mundo.

 

Se ha puesto de moda criticar el último cine de Woody Allen porque ya no es como el de antes, pero ya quisieran el 97% de los cineastas actuales tener en su mejor film el mismo nivel de guión que derrocha Allen en algunos tan criticados.

In Memoriam: yo no sería yo, ni el cine sería la piedra angular de mi vida, si no fuera por Bernardo Bertolucci

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Hoy el cielo es más pequeño, porque ya no rodará nunca más uno de sus grandes dioses (morir no ha muerto, porque siempre será inmortal): Bernardo Bertolucci.

Me resulta, con el alma cinéfila arrasada, imposible hacer un panegírico sobre él, porque es uno de los grandes pilares de la historia el cine y una de las grandes causas de que yo viva por y para el Séptimo Arte.

Él firmó la película que, en mi adolescencia, me cambió la vida para siempre, la que hizo de mi un rojo de mal vivir: «Novecento» (1976), la película de películas, la mejor lección de historia jamás impartida, la que demostró que las clases sociales siempre existirán y el rico seguirá siempre siéndolo a costa del sudor y la sangre del pobre, y sobre cómo el fascismo siempre será la mano dura y violenta que vigilará para que el capital siempre triunfe sobre el pueblo. Junto con «El Padrino» de Francis Ford Coppola y «Érase una vez en América» de Sergio Leone, lo mejor que ha existido nunca en cine.

También amo por encima de todas las cosas «Soñadores» (2003), esa visión personal, hedonista y sexual de la liberación que produjo el Mayo Francés y que elevó a la categoría de mito erótico inmortal a Eva Green. Para mí, su otra gran aportación a la historia el cine.

Suyas son también «El último tango en París» (1972), que marcó a toda una generación; «Belleza robada» (1996) que nos trastornó a través de Liv Tyler; y, hasta cuando se dejó llevar por el cine comercial, logró elevarlo de la palomita con dignidad en «El último emperador» (1987).

Para mí, hoy se nos ha ido uno de los grandes directores europeos de todos los tiempos, junto con Ingmar Bergman, Michael Haneke, Lars Von Trier y Jacques Audiard.

«All that Jazz», la historia de un coreógrafo de éxito que entrega su vida en un más difícil todavía condenado al fracaso vital, pura autobiografía del dios Bob Fosse

All that jazz
Hablamos de los años 70, cómo no, la mejor década de la historia del cine (como insisto e insistiré hasta el infinito). Hablamos de Bob Fosse. Hablamos de “All that Jazz”, traducido surrealistamente en este país como “Empieza el espectáculo”. Hablamos de uno de los mejores musicales de la historia del cine. Simplemente se trata de Bob Fosse.
 
Sólo a un genio superdotado e iconoclasta como Bob Fosse se le pudo ocurrir hacer un musical dramático autobiográfico con la parte de su vida que cualquier otro ocultaría, ese final donde todo se va derrumbando y ya sólo queda la muerte como única salida digna. Eso tenía que hacerlo Fosse y nadie más en el mundo.
 
El musical perfecto. A la altura de “Cabaret”, que ya es decir, porque lo de Fosse era batir records establecidos por él mismo uno tras otro. Ese número musical final de más de cinco minutos es absoluta historia del cine, su adiós definitivo para un público que, 39 años después, seguimos estando enamorados de cada uno de los planos montados agitadamente hasta la extenuación del espectador, de cada escena surrealista, de cada diálogo con la muerte, de cada símbolo en imágenes para contar la obsesión por el sexo compulsivo como forma de aferrarse a la vida.
 
Porque lo mejor de la cinta, si es que hay algo que destaque por encima de un conjunto absolutamente perfecto, son esos dos tiempos que se van alternando durante su metraje: el de la narración real y el de sus diálogos con una bellísima muerte, como si de un Ingmar Bergman en versión rock psicodélico de los 70 se tratase, interpretada por una Jessica Lange que embellece el concepto de la muerte como nunca antes.
 
La historia de un coreógrafo de éxito que tiene que montar un nuevo espectáculo de una exigencia abrumadora en el eterno círculo vicioso del más difícil todavía, hasta entregar su vida en ello si fuera preciso. Una biografía interpretada de forma histórica por el gran Roy Scheider, marcada por el alcohol, las drogas, las infidelidades como forma de vida, el amor por una hija adolescente apasionante (en los pocas escenas en las que aparece se hace con el alma de la función) y la caída a los infiernos que precede a la tempestad definitiva.
 
Pura obra de arte inmortal que sabe a manjar de dioses esta tarde de julio.

Me declaro culpable de adorar a Woody Allen y confieso que «Wonder Wheel» es una obra maestra. Que me detengan pero no me quiten su genio, la fotografía de Storaro y a Kate Winslet

Wonder Wheel
Lo siento. Me confieso. Me declaro culpable y que me lleven detenido: amo el cine de Woody Allen. Y pienso que la suya no es una filmografía misógina, pederasta, machista o no sé cuántas simplezas estúpidas más he tenido que soportar en los últimos tiempos.
 
Es un genio, un puñetero genio. Uno de los más grandes de la historia del cine. Incluso su peor película (y mira que las hay malas) es mejor que la mayoría de las que se estrenan y reciben elogios patrocinados de la crítica. Su cine siempre está cargado de contenido y reflexiones morales, de profundidad y fundado asco por la naturaleza humana. Me importa bien poco qué hace o deja de hacer en su vida privada, porque se trata de juzgar al artista por su obra, no por su vida. Y Woody Allen es uno de los cineastas más importantes de mi vida, y uno de los que más me han hecho amar el cine y más me han educado.
 
Y, encima, no sé quién dijo la tontería de que Woody Allen es mucho mejor haciendo comedia que drama. Otra falsedad. Sus dramas son templos del cine, y si tengo que escoger sus mejores 10 películas, estoy seguro que al menos 6 de ellas son dramas.
 
Normalmente trabaja el drama con ecos de su adorado Ingmar Bergman (yo lo conocí y lo admiré gracias a Woody Allen), pero en “Wonder Wheel”, la maravilla que nos ha dejado este año, tiene mucho más de Tennessee Williams (mi dramaturgo favorito), de intensidad de sentimientos sudorosos por el calor y la atmósfera viciada.
 
Se trata del drama de la pobreza, la soledad, el hastío y la prisión de una relación no deseada. Se trata del triángulo amoroso que arrasa a todos sus lados. Se trata del deseo insatisfecho y el muro de la edad. Se trata de no poder alcanzar lo que quieres cuando llegas a los 40. Se trata de la crueldad de la juventud. Se trata de la piromanía y los hijos carentes de cariño y atención. Se trata del alcohol como única salida posible.
 
Y se trata de la obra cumbre de dos nombres propios del cine:
 
1.- Vittorio Storaro, posiblemente el mejor director de fotografía vivo, que firma aquí su definitiva obra maestra. Pocas películas en la historia del cine con una fotografía más bella, con una paleta de color cálida y aterciopelada que hace magia con la luz y la convierte en puro arte.
 
2.- Kate Winslet, la mejor actriz de su generación con diferencia, haciendo su obra maestra. A la altura de “Revolutionary Road” , “Mildred Pierce” O “Little Children”. Sencillamente magistral en el probablemente mejor papel de su carrera.
 
Lo demás, los diálogos cargados de amargura y pesimismo, de personajes angustiados en un callejón sin salida, marca de la casa. La ambientación de los años 50, perfecta y preciosista. Y la música, tan importante siempre en el cine del director neoyorquino. Una obra maestra.

«Persona» sigue siendo magnética y pedantemente incomprensible 50 años después. Ese es el gran triunfo de Ingmar Bergman

persona-2La mayor parte del cine que me entusiasma bebe de las fuentes de Ingmar Bergman. El propio cineasta sueco siempre considero que “Persona” era su obra maestra. Han pasado 50 años de su estreno esta semana y ello obligaba a una revisión del film, aunque haya que inspirar profundamente antes de reencontrarse con ella. Porque sigue siendo tan bella y subyugante como incomprensible y críptica.
 
Si eres de esos espectadores que necesitan entender cada plano filmado y el sentido profundo de cada línea de guión, te has equivocado de todas todas, amigo, con este film. Más te vale salir corriendo antes siquiera de que empiece a proyectarse.
 
Y es que te enamoras de muchos de sus planos, de la soberbia interpretación (una silente y otra verborreica, como dualidad perfecta) de sus dos actrices (al final una sola, porque Ingmar Bergman llega a fundir en un mismo primer plano la mitad del rostro de Bibi Andersson y el de Liv Ullmann, en una metáfora visual insuperable), pero la historia que nos quiere contar, entenderse, se entiende poco.
 
No vayas a coger un complejo de tonto si no comprendes todos y cada uno de los hilos de la madeja del guión de Bergman en esta cinta. No creas que eres retardado si no entiendes qué pasa al final. Nadie lo entiende. Ni el propio Bergman. No trates de interpretar la aparición del marido de Elisabeth (si alguien trata de explicártelo, es que es un pedante haciéndose el listillo contigo), ni el prólogo conceptual y metafórico del principio y que reaparece justo a la mitad del film (sencillamente son imágenes impactantes sin sentido alguno, por más que muchos sesudos se lo sigan buscando 50 años después), ni mucho menos por qué Bergman repite un monólogo desde otro ángulo de visión en el tramo final de la película.
 
Pero, a pesar de ser inexplicable, es bellísima y maravillosa. La fotografía de Sven Nykvist puede ser la mejor de la historia del cine, y buena parte de los monólogos de Bibi Andersson son de una intensidad inexplicable (por supuesto, la narración del episodio de la playa y la carga sexual que tienen las palabras a pesar de no apoyarse en imagen alguna).
En conclusión, sigue siendo maravillosamente incomprensible 50 años después. Esa es la magia del genio del Ingmar Bergman.