«All that Jazz», la historia de un coreógrafo de éxito que entrega su vida en un más difícil todavía condenado al fracaso vital, pura autobiografía del dios Bob Fosse

All that jazz
Hablamos de los años 70, cómo no, la mejor década de la historia del cine (como insisto e insistiré hasta el infinito). Hablamos de Bob Fosse. Hablamos de “All that Jazz”, traducido surrealistamente en este país como “Empieza el espectáculo”. Hablamos de uno de los mejores musicales de la historia del cine. Simplemente se trata de Bob Fosse.
 
Sólo a un genio superdotado e iconoclasta como Bob Fosse se le pudo ocurrir hacer un musical dramático autobiográfico con la parte de su vida que cualquier otro ocultaría, ese final donde todo se va derrumbando y ya sólo queda la muerte como única salida digna. Eso tenía que hacerlo Fosse y nadie más en el mundo.
 
El musical perfecto. A la altura de “Cabaret”, que ya es decir, porque lo de Fosse era batir records establecidos por él mismo uno tras otro. Ese número musical final de más de cinco minutos es absoluta historia del cine, su adiós definitivo para un público que, 39 años después, seguimos estando enamorados de cada uno de los planos montados agitadamente hasta la extenuación del espectador, de cada escena surrealista, de cada diálogo con la muerte, de cada símbolo en imágenes para contar la obsesión por el sexo compulsivo como forma de aferrarse a la vida.
 
Porque lo mejor de la cinta, si es que hay algo que destaque por encima de un conjunto absolutamente perfecto, son esos dos tiempos que se van alternando durante su metraje: el de la narración real y el de sus diálogos con una bellísima muerte, como si de un Ingmar Bergman en versión rock psicodélico de los 70 se tratase, interpretada por una Jessica Lange que embellece el concepto de la muerte como nunca antes.
 
La historia de un coreógrafo de éxito que tiene que montar un nuevo espectáculo de una exigencia abrumadora en el eterno círculo vicioso del más difícil todavía, hasta entregar su vida en ello si fuera preciso. Una biografía interpretada de forma histórica por el gran Roy Scheider, marcada por el alcohol, las drogas, las infidelidades como forma de vida, el amor por una hija adolescente apasionante (en los pocas escenas en las que aparece se hace con el alma de la función) y la caída a los infiernos que precede a la tempestad definitiva.
 
Pura obra de arte inmortal que sabe a manjar de dioses esta tarde de julio.

«Feud: Bette and Joan» o el exquisito postre para saborear los entresijos del una película tan fundamental como difícil de rodar como resultó siendo «¿Qué fue de Baby Jane?» de Robert Aldrich

Feud Bette and Joan
La apuesta de “Feud: Bette and Joan” era a caballo ganador. Imposible que no saliera a pedir de boca con los ingredientes del guiso más suculento que el cinéfilo pudiera soñar: Ryan Murphy contó para hacer su serie con la historia de uno de los odios más longevos que haya conocido el cine, el existente hasta el fin de sus días entre Bette Davis y Joan Crawford, el estallido de cólera violenta que supuso reunirlas (una gran idea para la humanidad pero espantosa para el equilibrio mental de su director Robert Aldrich) para rodar una de las grandes películas de la historia del cine (“¿Qué fue de Baby Jane?”) y todo lo que supuso uno de los rodajes más imposibles de toda la historia, quizás solo superado por el de “Bailar en la oscuridad” (que también tuvo que conjugar dos egos desequilibradamente peligrosos como el de Lars Von Trier y Björk, ambos carentes de salud mental).
 
Pero, por si todo ello no fuera suficiente, a Murphy se le regaló la posibilidad de contar aquellos tiempos difíciles para las mujeres en el cine (donde se las trataba como mero entretenimiento para rellenar páginas de cotilleos) para interpretar a dos divas del cine de todos los tiempos a dos de las mejores actrices que existen sobre la faz de la Tierra: Susan Sarandon como Bette Davis y Jessica Lange como Joan Crawford.
 
El espectáculo, es obvio, está servido, y además puesto ante nuestros atónitos ojos con una estética a lo Todd Haynes, como si de un melodrama de Douglas Sirk se tratara, como si Mad Men hubiese vuelto a nuestras vidas para nuestra suerte.
 
Por eso hay que ser especialmente exigente con un producto de tal magnitud y hay que resaltar que, a pesar de todo, tiene errores: para mí, el mayor es centrarse en exceso en el personaje de Joan Crawford y dejar a Bette Davis (la más jugosa de las dos sin duda) un poco como secundaria. Y ello es aún más garrafal por cuanto la interpretación de Susan Sarandon se merienda a la de Jessica Lange en todo momento, motivo por el que el cuerpo siempre te pide más Davis y menos Crawford.
 
Mención aparte merece el reencuentro con una actriz que, desde niña, está tocada por la gracia de la naturalidad como es Kiernan Shipka, nuestra eterna Sally Draper que, a sus 19 años, ya se nos ha hecho mujer pero que sigue exhibiendo la misma naturalidad con la que la vimos ir creciendo en Mad Men, una de las series de mi vida, y que aquí interpreta a la hija de Bette Davis. Igualmente hubiera necesitado más escenas, por ella y por el interés que despierta su personaje, quizás un tanto desdibujado.
 
Por todo lo demás, esta serie es una ambrosía para el buen cinéfilo, sobre todo porque te hace recordar lo importante que siempre será para la historia del cine “¿Qué fue de Baby Jane?” de Robert Aldrich.

«Grey Gardens», otro caso de perfección «hachebeoniana»

Grey Gardens
“It´s not TV. It´s HBO” dice el afamado eslogan de la cadena de pago norteamericana. Y así es, sin duda alguna, quién osa discutirlo a estas alturas de la película, nunca mejor dicho. Solo HBO sería capaz de producir para televisión una película del majestuoso e irresistible nivel de “Grey Gardens” de Michael Sucsy.
Todo encaja en este mágico puzzle perfecto en el que se convierte este proyecto maravilloso de la cadena que revolucionó para siempre la televisión y abrió de par en par a la calidad que ya no tenía cabida en el cine producido industrialmente con las manidas fórmulas matemáticas de Hollywood.
La historia que narra este film, por desconocida, es aún más apasionante: una madre y una hija (tía y sobrina de la mismísima viuda de JFK) que derraparon en alguna curva de su camino por las bambalinas del cine y las clases altas de la sociedad neoyorquina y que terminaron viviendo entre basura y rodeadas de gatos en un destartalado caserón haciéndose la vida imposible mutuamente todo lo que pudieron y un poco más, hasta perder la razón definitivamente entre latas, bolsas de basura y gatos por doquier.
La ambientación, made in HBO, alternando la década de los 30 y 40 con los 70 de una forma magistral a lo largo de la narración del periplo vital desafortunado de sus dos protagonistas, es ciertamente perfecta.
Las actrices, Mamma Mía, qué recital interpretativo insuperable de Jessica Lange, pero muy especialmente y por encima de todos y todas, de Drew Barrymore, la que nunca fue muy santo de mi devoción pero que desparrama una capacidad interpretativa inconmensurable y una lección magistral de todo lo que es capaz de elevar el listón de la historia de las actrices con una sola interpretación.
El mensaje: que el éxito está a un paso de la frustración, que la desolación viene empujando fuerte, que la soledad está detrás de la puerta y, de su mano, la pérdida de la razón. Y, sobre todo, que siendo como es una historia real, por muy increíble que pudiera parecer, viene a demostrar empíricamente que el ser humano no tiene límites en descender a los infiernos mientras que sirve al resto de la humanidad de entretenimiento como si de un animal de un zoológico se tratase.
En conclusión, un peliculón con todas las de la ley tirando a imprescindible camuflado de telefilm de HBO.