In Memoriam: yo no sería yo, ni el cine sería la piedra angular de mi vida, si no fuera por Bernardo Bertolucci

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Hoy el cielo es más pequeño, porque ya no rodará nunca más uno de sus grandes dioses (morir no ha muerto, porque siempre será inmortal): Bernardo Bertolucci.

Me resulta, con el alma cinéfila arrasada, imposible hacer un panegírico sobre él, porque es uno de los grandes pilares de la historia el cine y una de las grandes causas de que yo viva por y para el Séptimo Arte.

Él firmó la película que, en mi adolescencia, me cambió la vida para siempre, la que hizo de mi un rojo de mal vivir: «Novecento» (1976), la película de películas, la mejor lección de historia jamás impartida, la que demostró que las clases sociales siempre existirán y el rico seguirá siempre siéndolo a costa del sudor y la sangre del pobre, y sobre cómo el fascismo siempre será la mano dura y violenta que vigilará para que el capital siempre triunfe sobre el pueblo. Junto con «El Padrino» de Francis Ford Coppola y «Érase una vez en América» de Sergio Leone, lo mejor que ha existido nunca en cine.

También amo por encima de todas las cosas «Soñadores» (2003), esa visión personal, hedonista y sexual de la liberación que produjo el Mayo Francés y que elevó a la categoría de mito erótico inmortal a Eva Green. Para mí, su otra gran aportación a la historia el cine.

Suyas son también «El último tango en París» (1972), que marcó a toda una generación; «Belleza robada» (1996) que nos trastornó a través de Liv Tyler; y, hasta cuando se dejó llevar por el cine comercial, logró elevarlo de la palomita con dignidad en «El último emperador» (1987).

Para mí, hoy se nos ha ido uno de los grandes directores europeos de todos los tiempos, junto con Ingmar Bergman, Michael Haneke, Lars Von Trier y Jacques Audiard.