«Todos lo saben» es el peliculón del año, la palabra definitiva de Asghar Farhadi, la mejor disección de la España profunda rural y la constatación de que Javier Bardem no es de este mundo

Todos lo saben
Que Asghar Farhadi es uno de los grandes directores de nuestro tiempo no es ninguna novedad. Que su forma de concebir el drama describiendo a personajes y tipologías humanas a través de una mera excusa argumental de cine negro se ha convertido en una marca indeleble de su filmografía tampoco. Pero que, esta vez, haya abandonado su Irán natal para venir a nuestro país y hacer la mejor descripción de la España profundamente rural que yo haya visto delante de mis ojos, es ya un ejercicio funambulista del que Farhadi termina con Matrícula de Honor cum laude.
 
Y es que ciertamente me parece propio de la ciencia-ficción que un director iraní haya sido capaz de reflejarnos mejor que nosotros mismos. Todo lo que somos y cómo somos está perfectamente documentado y probado en “Todos lo saben”, la gran obra maestra del genio iraní, la palabra definitiva de quien ya posee dos Oscars y la estupidez congénita de nuestra Academia de Cine le va a privar de haber ganado con enorme probabilidad un tercero con esta obra maestra si la hubiéramos presentado en lugar de «Campeones».
 
Es la historia de una Penélope Cruz que vuelve sin su marido (Ricardo Darín) pero con sus tres hijos de Argentina para asistir a la boda de su hermana pequeña (magistral Inma Cuesta) y reencontrarse con su pasado (una temática recurrente en la filmografía de Farhadi, quizás la piedra angular de todo su cine) y con Paco (un Javier Bardem que no es de este mundo, porque su capacidad actoral está por encima del resto del elenco de lujo de esta cinta y de casi todos los que por el mundo van interpretando en el cine, porque Javier Bardem no es un ser de este mundo, sino un superdotado extraterrestre que, lejos de interpretar, se convierte en los personajes que toca con su capacidad omnímoda para representar a todos y a todo, un privilegiado, un fenómeno, uno de los mejores actores del planeta dejando una lección magistral en esta cinta de esas que hacen época y son difíciles de olvidar).
 
Pero la boda, sin duda, junto con el maravilloso prólogo en el campanario de la iglesia (y otra escena posterior mágicamente rodada de nuevo en el campanario), lo mejor que haya rodado Asghar Farhadi en toda su vida (y eso ya es decir mucho), se tornará en tragedia negra y, a través del noir, como siempre ocurre con Farhadi, se dispone a diseccionar con la precisión del mejor cirujano de éxito la esencia de la España rural, las mentiras, los secretos, los chismes, los odios, las luchas por las tierras, la sangre, la familia, la venganza…
 
La película es tan nuestra no siéndolo en su guión y dirección, que hasta las bromas a costa del cura en la boda funcionan. Y esa sutil denuncia del racismo imperante en nuestra sociedad, contada en voz baja pero firme (cuando la desgracia se despliega, las primera miradas buscando culpables siempre van a los inmigrantes temporeros). Todo funciona con la precisión de un reloj suizo. Pareciera que Farhadi hubiera vivido en este país desde su nacimiento y nos conociera mejor que nosotros mismos.
 
Pero especialmente la cinta se eleva sobre el resto para convertirse en el indiscutible peliculón del año por tres razones fundamentales:
 
1.- La portentosa dirección de Farhadi: para mí, especialmente demostrada con suficiencia de quien se sabe un privilegiado del cine en las dos escenas del campanario (puro lirismo visual, poema en imágenes), en el desarrollo de la boda (encuadres únicos y novedosos en un espacio reducido) y en un portentoso momento donde, en busca de su destino definitivo, Javier Bardem coge el coche mientras va amaneciendo sobre la Castilla más profunda, sobrehumano momento cinéfilo.
 
2.- Los actores: lo mejor de cada casa, el caviar de la actualidad coral, conjurados todos ellos para hacer las interpretaciones de su vida: inmensos Penélope Cruz (pura autenticidad a cámara en un papel enormemente complejo que ella resuelve con suficiencia magistral), Eduard Fernández (reconocible en su equidistancia entre el bien y el mal que tan bien sabe reflejar en su rostro), Elvira Mínguez (una de las reinas de la función, el auténtico espíritu de pueblo), Inma Cuesta (bellísima y refulgente como ella es de por sí), Ricardo Darín (creíble en cualquier tesitura), Bárbara Lennie (una de las actrices más grandes que ha dado este país), Ramón Barea (clavando un padre chocho y alcohólico que no sabe estar)…
 
3.- La tercera razón es la más importante de todas: Javier Bardem. Sencillamente él juega en otra liga. Su reino no es de este mundo. Es el mejor actor que tenemos y lo demuestra cada vez que se planta delante de una cámara y se como todo y a todos. Es un prodigio sobrehumano de la interpretación que recoge más matices con una sola mirada que otros actores en mil líneas de diálogo. Es el rey absoluto de la función. Es la esencia de la película, su piedra angular. Es, simplemente, el emperador de la interpretación.

«XXY» de Lucía Puenzo, tan honesta como compleja, muestra en carne viva la incertidumbre del despertar sexual en la adolescencia mezclado con un crudo problema de identidad de género

XXY
“XXY” es una película muy difícil, poco complaciente, dura, certera, honesta y sin concesiones. Por ello la directora argentina Lucía Puenzo triunfa con ella y a lo grande, contando la historia de una adolescente que nació con órganos genitales de ambos sexos. Y lo hace sin sentimentalismos, sin morbo, de forma aséptica, desde una sosegada distancia, de manera magistralmente concisa sin rastro alguno de telefilm.
 
Para ello, cuenta con dos ases en la manga absolutamente infalibles:
 
1.- Una historia de amor iniciático adolescente de las que hacen época, mezclada con la incertidumbre de la identidad sexual de sus protagonistas y de sus deseos ingobernables a pesar de lo que la sociedad impone de forma cruel. No ahorra situaciones desasosegantes y sabe jugar con el espectador de forma cruel hasta que logra hacerle sentir el mismo abismo bajo sus pies que sufren los jóvenes protagonistas.
 
2.- Un elenco de actores para desarrollar la historia de los que quitan el hipo. Que aparezca Ricardo Darín ya sería suficiente motivo para ver ésta y cualquier otra película, pero es que está la joven actriz Inés Efron, que se come a Darín y a quien se ponga por delante, fraguando una interpretación soberbia en uno de los papeles más complicados que se puede ocurrir para una joven actriz: transmitir la confusión del despertar sexual adolescente a la par que su terrible mezcla con su indefinición sexual física y de deseo. E Inés Efron abre la cátedra de interpretación y deja al planeta entero boquiabierto ante su composición, desnudando cuerpo y alma de forma perturbadoramente efectiva.
 
A todo ello unimos una hiperrealista cámara al hombro y unas imágenes de la costa uruguaya apabullantes para cerrar el círculo de una película valiente, necesaria y compleja, que te deja boquiabierto jugando todas las bazas que cuenta (y que no cuenta) de forma lúcida.

«La cordillera» de Santiago Mitre es un extraño experimento de intento de mezcla de dos películas en una que no da en la diana, quedando además inconclusa

La cordillera
Es muy arriesgado combinar varios géneros en una misma película. Mucho más si además lo hacemos entrecruzando dos historias diferentes. Lo más fácil es errar en el intento. Es justo lo que ocurre con “La cordillera”, la nueva película del argentino Santiago Mitre. De un experimento así no te salva tener el comodín del dios de la interpretación Ricardo Darín, ni una partitura firmada por Alberto Iglesias, por mucho que ambas cosas sean como el gordo de la lotería de navidad para cualquier director.
 
“La cordillera” arranca como thriller político, mostrándonos las tensiones que el Presidente de Argentina sufre en torno a una cumbre de países latinoamericanos cuya finalidad radica en el intento de crear un espacio común alrededor del petróleo frente a la amenaza de los USA de controlarlo todo a través de su aliado mexicano. Y es lo que piensas que vas a ver, un trasunto latino de Borgen, pero… a la media hora y sin previo aviso, aparece la hija del protagonista a abrirnos los ojos como platos con un drama familiar de carácter psicológico-fantasmagórico, necesitado incluso de hipnosis como si en mitad de “Recuerda” de Alfred Hitchcock nos hubieran situado sin previo aviso.
 
Excesivo giro de tuerca que ya comienza a lastrar el desarrollo de un film disparejo y unido por las malas con pegamento respecto a dos historias que no encuentran nunca su unión ni el punto de conexión, ni por argumento ni por género, cada vez ambos más discrepantes a lo largo de la evolución del metraje.
 
Y lo peor, es que se trata de una película inconclusa en esa trama familiar, respecto a la cual Santiago Mitre renuncia a cerrar en pro de concluir la parte política de la cinta. Literalmente, el drama familiar se queda a medias sin saber de dónde viene ni hacia dónde va, suponiendo de hecho un error garrafal de planteamiento. El autor de “Paulina” no acertó esta vez de forma tan rotunda.
 
Eso sí, cualquier película que resulte protagonizada por un tal Ricardo Darín ya justifica el tiempo invertido en ella, porque el actor argentino definitivamente no es de este mundo.

«Nieve negra» de Martín Hodara, el gran thriller argentino que pudo ser y no fue

«Nieve negra

«Nieve negra” pudo ser un gran film. Tenía muchos mimbres el cesto, pero… esa narración artificialmente fragmentada con recurrentes y predecibles flashbacks y un guión excesivamente salido de un laboratorio acaban lastrando una obra que pudo ser mucho más importante de lo que acaba siendo.

Un thriller sobre una oscura muerte del pasado que evidencia que su explicación está encerrada en oscuras historias familiares a punto de estallar. Y todo bajo un frío gélido y una nieve perpetua de una de las zonas más agrestes de la muy cinematográfica Patagonia.

Todo ello protagonizado por el dios Ricardo Darín, Leonardo Sbaraglia, Federico Luppi y una Laia Costa realmente deslumbrante y que eleva el film actoralmente a cotas importantes.

Lo que narro suena a muy buena peli, y mala no es desde luego, pero no llega nunca a calar. No hay nada más inmenso, glorioso y eterno que un thriller que te empape el alma (“Tarde para la ira” de Raúl Arévalo es el ejemplo glorioso de libro de ello), y éste no lo hace por mucha nieve que rodee a sus personajes a lo largo de todo el metraje.

Alguna escena forzada y una ruptura temporal demasiado artificiosa de la narración devalúa un film que pudo llegar mucho más lejos apenas se hubiese trazado el patagónico camino por un sendero más directo y visceral.