«La noche de la iguana», obra maestra fruto de la conjunción de un texto literario de Tennessee Williams barnizado por la testosterona de John Huston

«La noche de la iguana», obra maestra fruto de la conjunción de un texto literario de Tennessee Williams barnizado por la testosterona de John Huston

Era absolutamente imposible que no resultase una obra maestra inconmensurable: una pieza de Tennessee Williams adaptada al cine por John Huston e interpretada por Richard Burton, Ava Gardner y Deborah Kerr, rodada en un blanco y negro exquisito. El cine era esto y en mi autociclo dedicado a las adaptaciones cinematográficas de Tennessee Williams hoy he llegado a “La noche de la iguana”.
En un rincón apabullantemente caluroso y asfixiante (materia prima primordial con la que se elaboran todas las obras del mejor dramaturgo de la historia de la literatura para mí), esta vez no en el puritano y sórdido Sur de los USA sino en México, un sacerdote apartado de su iglesia por veleidades ateas (absolutamente portentoso Richard Burton) busca refugio de un lío de faldas en el que se ha visto involucrado sin él buscarlo por una menor de edad (perturbadora Sue Lyon en un papel de uns Lolita insuperable) que viaja en un grupo concertado de mujeres para el que es guía por México. Allí tendrá que salir a su rescate la viuda de su amigo (una Ava Gardner como siempre electrizante) que tiene sentimientos por él y a donde acude a refugiarse también una buscavidas acompañada de su abuelo poeta que trata de conformar el poema definitivo de su vida en ese momento vital postrero (enorme Deborah Kerr).
Los diálogos se irán precipitando sobre el espectador e irán perfilando la misantropía, el nihilismo sudoroso, el vacío del ateísmo, la depravación del ser humano, la sordidez del sexo, la suciedad de la prostitución, el tabú de las relaciones entre seres de distintas generaciones, la homosexualidad reprimida… la esencia de lo mejor de la obra del mejor se despliega en esta obra maestra que resulta fresca como el primer día a pesar de haber sido estrenada en 1964.
El peso específico del marcado estilo de John Huston no desaparece ni se disimula entre el texto de Tennessee Williams, todo lo contrario, le otorga una pátina de testosterona que lo engrandece y lo hace aún más creíble. Dos genios que acaban combinándose a la perfección para lograr tamaña obra maestra.

Richard Brooks adapta de nuevo a Tennessee Williams en «Dulce pájaro de juventud», un drama sudista, sórdido, descorazonador y efectivo con un Paul Newman para la historia

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En mi autociclo dedicado a las versiones cinematográficas de mi dramaturgo favorito de todos los tiempos, Tennessee Williams, hoy ha tocado “Dulce pájaro de juventud”, un notable melodrama que cumple con todos y cada uno de los requisitos de la obra de Williams: el profundo sur ultraconservador y puritano, el calor asfixiante, el alcohol y las drogas como método de evasión, los perdedores sometidos a los ganadores, la juventud perdida, los fracasos acumulados, el desamor, la pasión no correspondida, unos ambientes sórdidos y sudorosos que destilan sudismo por todas partes, un nihilismo protagonista…
En esta ocasión, el personaje de Paul Newman, un joven y guapísimo actor pero sin éxito alguno que vive de las mujeres mayores ricas que lo utilizan de como gigoló, llega a su pueblo natal acompañando al el personaje que interpreta Geraldine Page, una actriz famosa venida a menos, a la que ya han apartado del círculo de la fama y que se refugia en el alcohol, las drogas y las compañías de jóvenes hombres a los que paga por ello (la sombra de «El crepúsculo de los dioses» de Billy Wilder se asoma plenamente en este personaje).
Pero en el pueblo natal del personaje de Newman reside su amor de toda la vida, la bellísima hija del Gobernador republicano dueño, señor y cacique de toda la comarca (una etérea y bellísima Shirley Knight, fallecida este año, en el papel de su vida por la que estuvo nominada al Oscar en la edición de 1962), un ser déspota que ha llevado a cabo siempre todo tipo de estrategias legales o ilegales para apartar a su hija de un don nadie pobre. Evidentemente, la tragedia está ya anunciada.
Toda la atmósfera enrarecida y asfixiante, perturbadora y desasosegante, propia de la obra de Williams se despliega en un rincón del mundo en el que es imposible vivir si no es bailando siempre la música que interpreta el terrateniente y político dueño de la comarca, un déspota que jamás tiene reparos para someter a todos los que le rodean.
Todo ello basado, como siempre, en una dirección académica de Richard Brooks para trasladar a la pantalla otra obra de Tennessee Williams (quizás sin la fuerza y originalidad magistral que demostraran Joseph L. Mankiewicz en “De repente, el último verano”, o la brillantez de Elia Kazan en “Un tranvía llamado Deseo”, o la suya propia habiendo adaptado anteriormente “La gata sobre el tejado de zinc”) de una manera eficaz y adecuada, basándose en un elenco actoral en estado de gracia y una ambientación de los peores rincones sudistas portentosa, para una película imprescindible.

«De repente, el último verano» de Joseph L. Mankiewicz es uno de los mejores dramas psicológicos de la historia, trasladando al cine la perturbadora línea divisoria entre la salud y la enfermedad mental trazada por el dios Tennessee Williams

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Quería abrir mi autociclo sobre la traslación al cine de la obra de Tennessee Williams con contundencia absoluta. “De repente, el último verano” lo tiene absolutamente todo. Una obra tensa, sudorosa, perturbadora, asfixiante, psicoanalítica, con tendencias surrealistas en su escena final y profundamente enrarecida del gran genio del teatro; una dirección de Joseph L. Mankiewicz portentosa, oportuna e impactantemente moderna para 1959; un elenco artístico incontestable con Elizabeth Taylor, Montgomery Clift y Katharine Hepburn, ni más ni menos; el protagonismo de la obra cedido a Sebastian, un personaje fallecido que no aparece en la película pero que la centra de principio a fin por su personalidad insoportablemente arrolladora que lo convierte en víctima y verdugo de forma simultánea; la salud mental como tema principal para desarrollar todas las obsesiones del dramaturgo a través del verano, la homosexualidad reprimida, los ambientes clautrofóbicos, la miserable condición humana siempre interesada, un complejo de Edipo en sentido contrario ingobernable, la náusea sobre la existencia… Puro Tennessee Williams.

Como siempre, el cálido y asfixiante sur de los USA es la ubicación de la historia (qué sería de la obra de Williams sin el calor tórrido y sudoroso). Estamos en 1937. Montgomery Clift es un psiquiatra que está desarrollando la terrorífica técnica de la lobotomía. Katharine Hepburn es una viuda rica que perdió a su consentido único hijo poeta el verano pasado, del que estaba locamente enamorada y al que pierde por un ataque al corazón el primer verano que no la acompaña ella sino su prima (Elizabeth Taylor) como mero cebo para conseguir a jóvenes adolescentes. La mujer rica quiere practicar una lobotomía a su sobrina, pero algo no está claro en todo esto.

Profundo drama desgarrador e hipnótico, la historia se va trenzando para ser cada vez más compleja, como suele ocurrir en la obra del mejor dramaturgo que yo haya conocido. Todo ello filmado con un atrevimiento impresionante por Mankiewicz que desborda genialidad por todos lados: desde la presentación del imposible jardín ideado por Sebastian hasta la narración de lo ocurrido en la terrorífica playa de Boca de Lobo (trasunto de alguna playa de este país cargada de miseria moral y material).

Absolutamente impresionante drama psicológico sobre la barrera entre la salud y la enfermedad mental totalmente imprescindible, que incluso supera en su acercamiento al psicoanálisis a la mismísima “Recuerda” de Alfred Hitchcock.

Me declaro culpable de adorar a Woody Allen y confieso que «Wonder Wheel» es una obra maestra. Que me detengan pero no me quiten su genio, la fotografía de Storaro y a Kate Winslet

Wonder Wheel
Lo siento. Me confieso. Me declaro culpable y que me lleven detenido: amo el cine de Woody Allen. Y pienso que la suya no es una filmografía misógina, pederasta, machista o no sé cuántas simplezas estúpidas más he tenido que soportar en los últimos tiempos.
 
Es un genio, un puñetero genio. Uno de los más grandes de la historia del cine. Incluso su peor película (y mira que las hay malas) es mejor que la mayoría de las que se estrenan y reciben elogios patrocinados de la crítica. Su cine siempre está cargado de contenido y reflexiones morales, de profundidad y fundado asco por la naturaleza humana. Me importa bien poco qué hace o deja de hacer en su vida privada, porque se trata de juzgar al artista por su obra, no por su vida. Y Woody Allen es uno de los cineastas más importantes de mi vida, y uno de los que más me han hecho amar el cine y más me han educado.
 
Y, encima, no sé quién dijo la tontería de que Woody Allen es mucho mejor haciendo comedia que drama. Otra falsedad. Sus dramas son templos del cine, y si tengo que escoger sus mejores 10 películas, estoy seguro que al menos 6 de ellas son dramas.
 
Normalmente trabaja el drama con ecos de su adorado Ingmar Bergman (yo lo conocí y lo admiré gracias a Woody Allen), pero en “Wonder Wheel”, la maravilla que nos ha dejado este año, tiene mucho más de Tennessee Williams (mi dramaturgo favorito), de intensidad de sentimientos sudorosos por el calor y la atmósfera viciada.
 
Se trata del drama de la pobreza, la soledad, el hastío y la prisión de una relación no deseada. Se trata del triángulo amoroso que arrasa a todos sus lados. Se trata del deseo insatisfecho y el muro de la edad. Se trata de no poder alcanzar lo que quieres cuando llegas a los 40. Se trata de la crueldad de la juventud. Se trata de la piromanía y los hijos carentes de cariño y atención. Se trata del alcohol como única salida posible.
 
Y se trata de la obra cumbre de dos nombres propios del cine:
 
1.- Vittorio Storaro, posiblemente el mejor director de fotografía vivo, que firma aquí su definitiva obra maestra. Pocas películas en la historia del cine con una fotografía más bella, con una paleta de color cálida y aterciopelada que hace magia con la luz y la convierte en puro arte.
 
2.- Kate Winslet, la mejor actriz de su generación con diferencia, haciendo su obra maestra. A la altura de “Revolutionary Road” , “Mildred Pierce” O “Little Children”. Sencillamente magistral en el probablemente mejor papel de su carrera.
 
Lo demás, los diálogos cargados de amargura y pesimismo, de personajes angustiados en un callejón sin salida, marca de la casa. La ambientación de los años 50, perfecta y preciosista. Y la música, tan importante siempre en el cine del director neoyorquino. Una obra maestra.

«The disaster artist» de James Franco, posiblemente el más ácido y esclarecedor retrato de la megalomanía del mundo del cine, que hubiera merecido mucha más atención en los próximos Oscars

The disaster artist
Hay muchas películas sobre la temática del cine dentro del cine. Pero pocas con la agudeza, cinismo, sarcasmo pero a la vez respeto por sus personajes, proximidad y mala leche que “The Disaster Artist”, una película mayor firmada por James Franco. Y no es para menos, dado que se trata del retrato de la gestación y rodaje de la que pasa por ser la peor película de la historia del cine: “The room” de Tommy Wiseau y su caótico e imposible rodaje puesto en las manos de una persona con una desequilibrada megalomanía y un razonamiento imposible de asumir.
 
Desde su estreno en 2003, su meteórica carrera como peor película de la historia del cine ha crecido a la par que la expectación generada. Concebida por su ególatra autor como “el mejor drama desde Tennessee Williams”, según palabras textuales del propio Tommy Wiseau, el horror de sus planos, lo absurdo de sus diálogos y lo caricaturesco de sus personajes fue calando progresivamente en los USA y se ha acabado convirtiendo en un fenómeno sociológico porque pocas cosas resultan más patéticamente divertidas a pesar de tratar de ser un drama.
 
Tommy Wiseau, que no se encuentra muy fino de salud mental, eso sí, tonto no es, y dio un giro a la campaña publicitaria de su obra desde el drama a la comedia negra, porque se trata justo de eso, un drama en el que solo cabe reírse por su insostenibilidad del planteamiento y ejecución de principio a fin.
 
James Franco ha querido narrar todo lo que hubo detrás del desastre caótico de proporciones universales de “The room” y triunfa “cum laude” en el intento, porque a él sí que le ha quedado una cinta redonda, magistral, que quedará para siempre como cita ineludible para acercarse al cine dentro del cine. Allí donde el irregular Tim Burton me dejara indiferente con “Ed Wood” (otro caso de leyenda como peor cineasta conocido), James Franco triunfa por la puerta grande con este relato de la locura megalomaníaca de un personaje de referencias personales siempre misteriosas que es puro narcisismo ególatra descontrolado y que llevó su sueño hasta las últimas consecuencias, legando una película desternillante por su falta de calidad a pesar de haber querido ser un dramón.
 
Pero James Franco no solo brilla tras la cámara, sino especialmente delante de ella, dando vida al desquiciado Tommy Wiseau de una forma convincente y tan rotunda como redonda. Y no menor es el mérito interpretativo de Dave Franco, dándole la réplica razonable, cual Sancho Panza de imposible misión.
 
Divertida, dura, descarnada, gozosa. “The disaster artis” es una película que, como “Suburbicon”, “La seducción”, “Detroit” o “The Florida Project”, hubiera merecido un hueco mucho más importante en estos próximos Oscars.

«Propiedad condenada» de Sydney Pollack, obra maestra tan perfecta como desconocida

Propiedad condenada
Seguramente no habrás escuchado jamás hablar de una película de 1966 titulada “Propiedad condenada”. Aún es más seguro que no la habrás visto. Pues… resulta que esta profunda desconocida e ignorada es una película perfecta de principio a fin, una lección magistral de cine para la historia.
 
Por si los datos ayudan a demostrar que no exagero, ahí van algunos: 1966 (fecha en la que comienza la, para mí, más dorada época del cine norteamericano, la que culmina con la década de los 70); basada en una obra de Tennessee Williams (el mejor dramaturgo que la literatura haya dado); dirigida por Sydney Pollack (uno de los mejores directores que el cine nos regalara); con guión de Francis Ford Coppola (es Coppola, mi suegro, no tenemos nada más que añadir); y protagonizado por unos inconmensurables Robert Redford y Natalie Wood, absolutamente perfectos.
 
Lo demás, el profundo sur americano, su sociedad intransigente e inmovilista, el calor, el sudor, el alcohol, la sexualidad contenida que todo lo arrastra, la podredumbre moral que ensucia almas y destinos, la miseria, la pobreza, la desesperación de la Gran Depresión, el ferrocarril en crisis…
 
Simplemente una puñetera y absoluta obra maestra que, paradójicamente, solo hemos visto cuatro gatos mal contados.
Lo mejor de Tennessee Williams, lo mejor de Sydney Pollack, lo mejor de la escritura de Coppola, lo mejor de Robert Redford y Natalie Wood…
 
Y Nueva Orleans. Ese sitio mítico que todo lo puede y todo lo cambia, esa meta, el lugar del planeta al que más me gustaría ir. Nueva Orleans como colofón, quizás un tanto forzado en ese tramo final, del periplo de sus protagonistas.
 
Perfecta. Sublime. Testimonio de la mejor época de la historia del cine, esa que transcurre entre la segunda mitad de los 60 y la primera de los 70. Pura magia cinéfila.

«Fences» de Denzel Washington, festival sensorial para amantes de Tennesse Williams

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“Fences” es un auténtico festival para la inteligencia de los que nos hemos criado embelesados por los textos mágicamente complejos y multicapa del teatro de Tennessee Williams filmado. Muchos cinéfilos, con superioridad impostada, han criticado siempre el cine que procede del mejor teatro filmado diciendo que el arte de las tablas difícilmente puede ser una obra maestra plasmado en celuloide por la disparidad de medios que ambas artes requieren.

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