Douglas Sirk sublima el melodrama en «Imitación a la vida», un portentoso homenaje a la mujer y a la maternidad con un material que, en manos de otro, hubiera sido un mero culebrón

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Días De Cine Clásico emitió el pasado miércoles “Imitación a la vida”, la gran obra maestra de Douglas Sirk, el auténtico creador del melodrama de calidad tal y como lo conocemos. Con su fotografía preciosista de impactante colorido, las grandes interpretaciones de sus actores y actrices por bandera y los argumentos sensibles que jamás caen en la sensiblería, el melodrama se redefinió como género con Sirk.
 
Un estilo que ha tenido discípulos, pero ninguno tan aventajado como Todd Haynes, que ha sublimado en nuestro tiempo las características propias del género en obras maestras inapelables como «Carol» (el culmen de su cine y del melodrama de nuestro tiempo), «Lejos del cielo» la miniserie de HBO «Mildred Pierce».
 
“Imitación a la vida” es la historia de cuatro mujeres que, por cuestión del mero azar, ven pasar su vida juntas. La historia de dos madres y dos hijas. La historia de dos luchadoras que harán lo que sea menester para lograr que sus hijas triunfen en la vida. La historia de una actriz en horas bajas con una hija pequeña necesitada de cariño que conoce casualmente en la playa a otra mujer afroamericana con una hija mestiza que aparentemente parece de raza blanca y las acoge en su casa hasta que se convierten en imprescindibles.
 
Pero la cuestión racial subyace como tragedia ineludible en el seno de una sociedad marcadamente racista como la norteamericana de los años 50 y 60 durante la que se desarrolla la cinta, y la hija mestiza reniega de su raza y no tiene más objetivo en la vida que sentirse blanca y actuar como tal. Un tema que sería posteriormente tratado de forma magistral por el mejor escritor de nuestro tiempo, Philip Roth, en su novela “La mancha humana”, que muy dignamente llevara al cine Robert Benton en su película homónima.
 
Y los espejos como metáfora, como seña de identidad del cine de Douglas Sirk, unos personajes poliédricos que no paran de reflejarse en los espejos de sus casas, de sus lugares de trabajo, de su vida.
 
Un material narrativo que, en manos de otro, no pasaría del culebrón, pero que Douglas Sirk entierra en toneladas de calidad para conformar la quintaesencia del melodrama clásico con una escena final antológica. Y un encendido homenaje a la maternidad y a la mujer por encima de todo.

«Julieta» de Almodóvar o el triunfo por éxtasis de una caligrafía visual única, donde el guión es lo de menos ante la catarsis estética que atesora cada plano

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A escasos días de que estrene su nuevo melodrama, «Dolor y gloria», el cuerpo me pedía esta tarde de domingo reencontrarme con el Pedro Almodóvar que idolatro, el del melodrama (mucho más que el de comedia), el de esa vuelta de tuerca de sabor pop al melodrama clásico de Douglas Sirk, del que es directo sucesor, como también ocurre con el director norteamericano que igualmente adoro Todd Haynes.
 
“Julieta” es, hasta ahora, su última gran palabra. Su punto y final maestro. Lo más difícil y meritorio en cualquier tipo de artista es tener un estilo propio, único y reconocible. Él es un genio, un puñetero maestro de lo visual, y por eso se permite derrochar su poderío creativo a manos llenas, atiborrarnos de planos propios firmados por él y reconocibles a leguas que se marcan de forma indeleble en nuestra pupila.
 
La gran mayoría de encuadres que presenta la cinta, a cual más portentoso que el anterior, son reconocibles de lejos, son almodovarianos, porque Pedro es ya mucho más un estilo cinematográfico que un director. Los reconocería aún sin conocer su autoría a lo lejos. Ser poseedor de un estilo propio y único es lo más difícil en el cine, y nadie como Almodóvar para ello.
 
Porque ningún otro director tiene una caligrafía visual tan prodigiosa como Almodóvar en todo el planeta Tierra. Nadie te hace paladear lo que ves con tal intensidad. Nadie tiene su propia letra armada de imágenes, reconocible plano a plano.
 
La historia, esa maravillosa vuelta de tuerca al melodrama (amo profundamente al Almodóvar dramático, no encajo tan bien al cómico) a través de la historia de una madre sin hija y una hija sin madre, separadas por el fatalismo y la muerte, por la incomprensión y la incomunicación, por las fatales deudas de familia, es de las que impactan y te calan hasta los huesos, y te dejan suspirando con los créditos finales, cuando todo ha terminado y se desparrama la voz de Chavela Vargas (no podía ser de otra forma con Almodóvar), porque el alma te pide más y más, hasta la catarsis total.
 
Sin giros dramáticos de guión hacia otros géneros (una constante del cine almodovariano), esta vez el drama es seco y directo, desgarrado, fatalista, sin concesión alguna a la galería. Por supuesto que imposible e increíble, pero… qué más da, eso es lo de menos ante tamaño espectáculo cinematográfico.
 
Pero la historia, esa inolvidable y maravillosa historia cargada de simbolismos trágicos (el mar como muerte para acabar siendo vida), es lo de menos, aunque duela decirlo. Lo de más es saborear el caviar del cine de Almodóvar. Observar y analizar la belleza sublime de cada plano, de cada gesto, de cada lento y retenido movimiento de cámara marca de la casa, de esa casa de ensueño para el buen cinéfilo.
 
Y la música de Alberto Iglesias, porque qué sería del almodovariano mundo sin los acordes de Iglesias, su otra mitad en la creación de texturas, ambientes y situaciones.
 
Nadie en nuestro tiempo cuida la perfección formal como Pedro. Por eso es un maestro absoluto. Por eso es un puñetero genio.

Todd Haynes, director esencial, puro melodrama clásico a lo Douglas Sirk, patina neuronalmente con su aberrante «Wonderstruck, el museo de las maravillas»

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Todd Haynes es, junto con Alexander Payne, los dos grandes artesanos de nuestra época que más adoro. Gente que, como Peter Bogdanovich o Sydney Pollack en los 70, jamás fueron de genios creadores por la vida pero que nos legaron auténticas obras maestras incontestables desde su modestia.
 
Justo por eso me duele el despropósito absoluto que es “Wonderstruck, el museo de las maravillas”, un entretenimiento infantil para débiles mentales que podría haber firmado ese Steven Spielberg que a ratos se abandona a sí mismo y deja de tomarse en serio renunciando «espilbergianamente» a las posibilidades de ser el mejor cineasta vivo.
 
Porque todo es infantiloide, comercial, empalagoso y palomitero en la última película de Todd Haynes, un director que adoro por haber hecho una de las películas de mi vida (“Carol”) y una serie que me marcó (“Mildred Pierce”) y esa obra maestra que es “Lejos del cielo”, y que demuestra que nadie como él sabe retratar en el cine contemporáneo la década de los 60 vestida de melodrama a lo Douglas Sirk.
 
Nada de eso sobrevive en “Wonderstruck”, típica película que debió estrenarse por Navidad para que niños y padres se atragantaran a palomita limpia de principio a fin. Y mira que la propuesta esteticista es prometedora: la historia de dos niños que sufren de sordera (una niña en 1927 y otro en 1977), una rodada en blanco y negro y casi sin diálogo, la otra rodada en color setentero perfecto.
 
Pero más allá de la estética sublimada marca de la casa de Haynes, lo demás es puro cuento (nunca mejor dicho) no apto para adultos con cierto grado de madurez, que te deja indiferente y al borde del bostezo en muchas partes de su metraje y con un final feliz forzado de tirarse por la ventana, que ni la banda sonora de Cartel Burwell (compositor de cabecera de los Coen) logra salvar.
 
En Todd Haynes, este despropósito me duele.

La Temporada 2 de Mad Men o cuando la tele fue perfecta hasta para el cinéfilo más exigente

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Terminada la revisión de la Temporada 2 de Mad Men, sigue pareciendo, a pesar del paso de los años, más clásica que nunca, más imprescindible, más perfecta, más absoluta, un templo de la televisión junto con A Dos Metros Bajo Tierra, Los Soprano, Breaking Bad y The Wire, el quinteto de la perfección sublime.
 

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Un festín de lujo para la mañana de Navidad: «Un hombre soltero» de Tom Ford

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Nada más sublime para la mejor mañana de Navidad posible para un cinéfilo que reservar un plato de lujo, exquisito y sublime, para paladear en la tranquilidad del arranque del día, como es “Un hombre soltero” de Tom Ford, un festín estético para los sentidos, una gozada para la más exigente de las pupilas, un sorbo del mejor cava de celuloide, la mejor de las salsas que echarse a los ojos.
 

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«I´m not there» o la deconstrucción musical del biopic y de Bob Dylan a cargo del habitualmente clásico Todd Haynes

im-not-thereTodd Haynes, el dios del clasicismo en el cine, el legítimo heredero de Douglas Sirk, el hacedor de un cine que me encantaría ser capaz de hacer yo, cargado de minas contra los convencionalismos sociales en formatos clásicos de los 50 cargados de colorín, se deconstruye a sí mismo en “I´m not there”.
 
Sin duda, con el premio Nobel recién concedido a Bob Dylan, es el momento de ver el falso documental más complejo y difícil de la historia del cine. Todd Haynes deja el clasicismo perfecto por un momento para armar una pieza de cámara donde el hilo conductor no es la vida de Bob Dylan, sino su música, a través de siete personajes diferentes sin conexión aparente en sus historias mezcladas, todos ellos trasuntos del propio Dylan.
 
Ello tiene un claro peligro manifiesto: que te pierdas, que no entiendas nada si no tienes algunos conocimientos previos de la biografía del músico de Minessotta. Ello lo hace un biopic de Bob Dylan solo apto para Dylanianos confesos, y críptico y cerrado para el resto de bichos vivientes.
 
No es una peli fácil de recomendar porque me puedes tirar por la ventana tras verla, pero tengo que confesar, que en su rareza y como excepción a la filmografía de Haynes, a mí me ha encantado. Además, ver a mi adorado dios del colorín rodando buena parte del metraje en un inmaculado blanco y negro ya justifica de por sí el esfuerzo.
 
El otro motivo ineludible para verla es la actriz que hace una de las siete versiones de Bob Dylan que se presentan en el falso documental: Cate Blanchett. No es broma, Cate Blanchett es uno de los siete actores que hace de Bob Dylan, y su andrógina interpretación es sublime.
 
Si quieres paladear un extraño biopic que rompe todas las normas del género, deconstruyendo la figura de Bob Dylan a través de su música, ésta es tu peli.

«Carol» de Todd Haynes, un film al que se le ama como aman sus personajes

Carol«Carol” de Todd Haynes lo tiene todo: por eso es una obra maestra absoluta que permanecerá en las enciclopedias de cine por los siglos de los siglos como una de las grandes referencias del siglo XXI.
 
Un absoluto reloj suizo precioso y preciosista que mereció arrasar en los Óscars porque es infinitamente mejor que el insulso telefilm venido a más “Spotlight” o la sobrecargada en fondo y forma “El protegido”. Pero los Óscars siempre han sido y siguen siendo sinónimo de injusticia y falta de criterio, y éste es el mejor ejemplo de esa personal tesis.
 
Anoche la disfruté por segunda vez, varios meses después de su estreno. Haberla visto no resta ni un ápice de emoción a la experiencia. Es una película a la que solo se puede amar como aman sus personajes, por el fondo y por la forma.
 
En cuanto al aspecto estético, es imposible mayor perfección formal. Es Todd Haynes, señoras y señores, la reencarnación en el siglo XXI de Douglas Sirk y sus melodramas coloristas. Discípulo que aventaja al maestro Sirk en profundidad de caracteres y fuerza melodramática.
 
Cada plano de “Carol” es una exquisitez mayúscula diseñada para deleite del más exigente de los cinéfilos. Es cine puro en estado absoluto. Es esteticismo no vacío, sino bien lleno, al servicio de una historia impactante, basada en una novela de esa diosa de la literatura llamada Patricia Highsmith, a la que cada día idolatro más y más (es la creadora ni más ni menos que del personaje de Tom Ripley, por poner solo un mero ejemplo).
 
Las interpretaciones de Cate Blanchett y muy especialmente de la bellísima Rooney Mara (en algunos planos, auténtico trasunto de Audrey Hepburn) deberían quedar como guía para las escuelas de interpretación por su intensidad y perfección. Desprenden sentimientos en cada gesto, en cada mirada, en cada palabra pronunciada con maestría absoluta, demostrando que puede que ambas sean las mejores actrices del momento.
 
Y la música de Carter Burwell (el compositor de cabecera de los hermanos Coen) es casi lo mejor de la función: hipnótica, preciosa y preciosista, un tema principal que se te mete en la cabeza y no te abandona por su perfección y su intensidad.
 
Cuando todo cuadra, estamos ante una obra maestra intemporal. Es el caso de “Carol”.

Soñando con ser Sam Mendes

Revolutionary Road.jpgCuando sea mayor, mi ilusión sería rodar un film como «Revolutionary Road». Quiero ser Sam Mendes y, tras dejar boquiabierta a la humanidad entera con «American Beauty» y «Camino a la perdición», escoger una novela cargada de amargura y mala leche como la homónima de Richard Yates, encarnar a mis personajes con los mejores actores vivos sobre la faz de la tierra (Leonardo Di Caprio y Kate Winslet), que de la música se encargue el mágicamente personal Thomas Newman, y que la fotografía de Roger Deakins toque techo en la historia del cine, cual si fuese un melodrama en technicolor de Douglas Sirk.

Qué no funciona o no es perfecto en esta cinta: ese es un misterio aún por descubrir. Una perfecta radiografía del negativo del sueño americano. Sencillamente perfecta.