«El castigo» es un alarde narrativo de Matías Bize rodado en un único plano secuencia y otorgando carácter polisémico a su título en torno al sentido de la maternidad

«El castigo» es un alarde narrativo de Matías Bize rodado en un único plano secuencia y otorgando carácter polisémico a su título en torno al sentido de la maternidad

No es sólo una obra maestra por cómo lo cuenta, sino sobre todo por lo que cuenta. No es sólo que esté rodada en un único plano secuencia al que no se le nota costura alguna, sino que pocas veces en la historia del cine se ha planteado “El castigo” que puede suponer la maternidad para una mujer como en este film, que emparenta temáticamente con “Tenemos que hablar de Kevin” de Lynne Ramsay y narrativamente con “Victoria” de Sebastian Schipper.

Rodar una película en un (presunto o no) único plano secuencia es un mecanismo narrativo que me fascina. Existen notables ejemplos en la historia del cine. Desde cuando con las limitaciones del rollo con el que se rodaba suponía algo fuera de la posible (“La soga” de Alfred Hitchcock) hasta los tiempos actuales, en los que la tecnología digital lo hace mucho más sencillo. Para mí, la obra cumbre de esta disciplina es “Victoria” de Sebastian Schipper, en la que un único plano secuencia persigue a Laia Costa por todo Berlín durante dos horas y media en un alarde técnico sin precedentes.

En “El castigo” tampoco he encontrado las costuras. El artefacto aparece perfecto ante la vista. Pero es entonces cuando abandonamos la forma para entrar al fondo y entender que su título es terriblemente polisémico. Todo comienza cuando una pareja busca a su hijo por el bosque. Al parecer, el origen de la desaparición está en un castigo impuesto por la madre, que ha bajado al menor de 7 años del coche y ha fingido seguir adelante para castigarlo. La desesperación de los padres irá avanzando conforme avanza el metraje de esta maravilla del Séptimo Arte. Pero entonces comenzaremos a reflexionar sobre qué o quién es el castigo al que se refiere el título realmente.

Este artefacto cinematográfico poderoso se fundamenta en dos nombres propios: Matías Bize en su brillante dirección (no sorprende teniendo en su haber cintas excelsas como “La memoria del agua”) y Antonia Zegers como la madre de Lucas (esta actriz cada vez me sorprende más y mejor, convirtiéndose en una de sus preferidas en los últimos años). Alrededor de ambos factores se articula esta descomunal pieza de cámara que, una vez finalizados sus 86 minutos, te deja con ganas de muchísimos más gracias a un guión de Coral Cruz electrizante, valiente, crudo, drástico y excelso. Pienso que, sobre todo, necesario.

Dicho sea de paso, este film que se desarrolla en un único espacio y en tiempo real, no necesita ambientación musical para noquear al espectador y, no obstante, quiero resaltar la labor de Gustavo Pomenarec, porque el único tema que se escucha durante los créditos finales de la cinta supone un punto y final maravilloso a todo lo visto con anterioridad. Estamos, sin la menor duda, ante una obra maestra.

«La memoria del agua» o el puzzle de sentimientos definitivo de Matías Bize para tocarnos el corazón con la historia de una pareja que pierde a su hijo pequeño

«La memoria del agua» o el puzzle de sentimientos definitivo de Matías Bize para tocarnos el corazón con la historia de una pareja que pierde a su hijo pequeño

El lenguaje, que tiene palabras para expresarlo todo, carece de un término concreto para definir a los padres a los que se les muere un hijo. Esa conceptualización, tan dolorosa que ni el castellano ha encontrado cómo definirla, la lleva a cabo de forma magistral el chileno Matías Bize en esa inmensa obra maestra atemporal titulada “La memoria del agua”, una de las piezas cinematográficas más imprescindibles de este siglo. Junto con la belga “Alabama Monroe” de Felix Van Groeningen, la palabra definitiva sobre tan aterrador tema.

A Matías Bize hay que seguirlo de cerca siempre por el interés de su filmografía, pero logra sublimar su cine con esta joya para la historia del Séptimo Arte. Todo es sutil, susurrado, jamás cae en el precipicio del dramón fácil y barato, jamás se muestra sensiblero ni explicativo. Poco a poco, el inteligente espectador de Bize va armando el puzle de lo que ha pasado, cómo y por qué, y de las consecuencias arrasadoras de todo ello para los protagonistas y para su relación, imposible de sostener tras perder a Pedro, su hijo de 4 años de edad.

Y, de camino, nos empuja al abismo de la destrucción de una pareja por el dolor y de la imposibilidad de rehabilitarse como seres humanos completos después de que la catástrofe se cebe en con ellos de forma despiadada. No hay respiro ni posibilidad de esperanza en la pareja protagonista, arrasada por la muerte de su hijo pequeño. Y no hay nada ni nadie que logre salvar eso, ni tan siquiera ellos mismos.

Matías Bize afronta un drama tan insondable como éste a través de una caligrafía visual esteticista y cuidada a la par que moderna, combinando maravillosos planos plásticos con cámara al hombro cuando la escena lo requiere, demostrando su maestría.

La genialidad de Bize, eso sí, no se sostendría con credibilidad si no fuese por la lección magistral interpretativa, siempre dejando traslucir y nunca sobrepasando la línea de lo melodramático, de una genial Elena Anaya (es lo mejor de la película sin lugar a dudas) y de un soberbio Benjamín Vicuña dándole la réplica.

Todo encaja en este puzle de sentimientos arrasados que tiene un hueco necesario en el corazón de todo cinéfilo que se acerque al mismo, gracias a una música ciertamente emocionante de Diego Fontecilla y una dirección de fotografía exquisita de Arnaldo Rodríguez.

Matías Bize, siguiendo la senda de «Alabama Monroe», borda una obra maestra de la contención dramática en «La memoria del agua», sobre la destrucción de una pareja por la muerte de su hijo

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El lenguaje, que cree tener palabras para expresarlo todo con la arrogancia que caracteriza a todo sistema aparentemente cerrado, carece de un término concreto para definir a los padres a los que se les muere un hijo. Al contrario existe en todas las lenguas, como el concepto huérfano en castellano, pero en este sentido no. Esa conceptualización de una palabra que no existe la lleva a cabo de forma magistral el chileno Matías Bize en esa pequeña y modesta obra maestra titulada “La memoria del agua”, más genial cuanto más modesta se nos ofrece ante nuestros atónitos ojos, y más grande conforme más le pasa el tiempo. Esta película, junto con la belga “Alabama Monroe” de Felix Van Groeningen, son capitales para entender qué ocurre una pareja cuando pierde a un hijo.
A Matías Bize hay que seguirlo de cerca para siempre, pero ha logrado sublimar su cine en esta joya para la historia del Séptimo Arte. Todo es sutil, susurrado, jamás cae en el precipicio del dramón fácil, jamás se muestra sensiblero ni explicativo, no hay lágrimas facilonas a golpe de música como si de un telefilm de sobremesa se tratase. Todo lo contrario. Poco a poco, el inteligente espectador de Bize, impelido por un guión que va dosificando la información con cuentagotas para que la historia vaya calando aún más y no como mero artificio, va armando el puzzle de lo que ha pasado, cómo y por qué, y de las consecuencias arrasadoras de todo ello para los protagonistas y para su relación.
 
Como dice una Elena Anaya estratosférica, no pueden ser felices después de lo ocurrido porque, de lo contrario, sería como si su hijo nunca hubiera existido. Un desgarro interior que destroza la relación, a ellos y a todo lo que les rodea.
Y, de camino, la sabiduría de Bize nos empuja a observar en primer plano el abismo de la destrucción de una pareja por el dolor y de la imposibilidad de rehabilitarse después de que la catástrofe se cebe en con ellos. No hay respiro ni posibilidad de esperanza en la pareja protagonista, arrasada por la muerte de su hijo de 4 años. Y no hay nada ni nadie que logre salvar eso, ni tan siquiera ellos mismos. La pareja se va consumiendo ante nuestros ojos, como ocurre en la también colosal “El incendio”, del argentino Juan Schnitman
La genialidad de Matías Bize, eso sí, no se sostendría con credibilidad si no fuese por la lección magistral interpretativa, siempre dejando traslucir y nunca sobrepasando la línea de lo melodramático, de una genial Elena Anaya en estado de gracia y de madurez actoral y de un soberbio Benjamín Vicuña dándole la réplica. Ellos son fundamentales, puesto que la película está rodada en primeros planos casi en sesión continua, centrándose en los rostros de sus actores, para que no se nos escape nada. Ellos sostienen el peso de esta colosal función.
Y, al final, todo encaja en este puzzle de sentimientos arrasados que tiene un hueco necesario en el corazón de todo cinéfilo que se acerque al mismo. Magistral.

Mis últimas palabras de 2016 son mi lista cinéfila de la cosecha 2016

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Llegados a este punto, todo el mundo hace sus recopilaciones sobre lo acaecido en 2016: las hay personales, profesionales, mezclando ambas facetas (esas son las más peligrosas)… yo la haré sobre lo único sobre lo que puedo hablar porque quizás sea lo único sobre lo que sé algo que sea digno de escribir y, por tanto, de leer. Mi 2016 cinéfilamente hablando y, por supuesto, como todo hijo de vecino al que le apasiona el cine, también haré mi lista de films del 1 al 10, para que de ella quede constancia por escrito y de la que se puede discrepar públicamente con permiso de éste, su autor:

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Mi único resumen de 2016 sobre la única cosa que me sigue motivando y emocionando

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Llegados a este punto, todo el mundo hace sus recopilaciones sobre lo acaecido en 2016: las hay personales, profesionales, mezclando ambas facetas (esas son las más peligrosas)… yo la haré sobre lo único sobre lo que puedo hablar porque quizás sea lo único sobre lo que sé algo que sea digno de escribir y, por tanto, de leer. Mi 2016 cinéfilamente hablando y, por supuesto, como todo hijo de vecino al que le apasiona el cine, también haré mi lista de films del 1 al 10, para que de ella quede constancia por escrito y de la que se puede discrepar públicamente con permiso de éste, su autor:
 

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«La desaparición de Eleanor Rigby» de Ned Benson es una canción de The Beatles, valga la redundancia

la-desaparicion-de-eleanor-rigbyY es que, como ocurre con la discografía del grupo de Liverpool (de una de sus canciones procede el nombre de la protagonista del film), la obra es muy interesante, fresca y llamativa, pero… le falta en su letra (léase guión en este caso) más profundidad dramática y poética.
 
En cualquier caso, “La desaparición de Eleanor Rigby” jamás se puede ver después de disfrutar de esa obra maestra del chileno Matías Bize titulada “La memoria del agua” bajo pena de muerte.
 
Toda la carga dramática y el machaque psicológico que en la obra del chileno supone la pérdida de un hijo pequeño por parte de una joven pareja es un estudio tan brutal, sincero y perfecto que este film americano, con la misma temática, no es capaz de igualar ni a mil kilómetros de distancia.
 
Es buena, funciona, te engancha a su lento ritmo indie, pero… le falta alma. Y quizás la culpa no sea del bueno de Ned Benson, sino de un montaje forzado que culmina en una segunda parte del film demasiado errática al haber unido dos películas en una.
 
Y es que, inicialmente, este film eran dos cintas diferentes: la historia vista desde “Ella” y desde “Él”. Pero eso era demasiado innovador para la industria moderna del triste siglo XXI y decidieron hacer una versión mixta para exhibición comercial. Y en el pecado llevan la penitencia, porque pudo ser genial, y se queda en mero intento. Gana Bize de goleada.

«Lo bueno de llorar» de Matías Bize, un vacío insufrible (y extrañamente silente) de principio a fin

Lo bueno de llorarEn “Lo bueno de llorar”, Matías Bize se ahoga en el paroxismo de su propio estilo (aunque paradójicamente en la cinta donde reniega de sus señas de identidad más vitales) creando una película en la que no se cuenta nada, de cualquier manera desganada, y a base de travellings absurdos e inapropiados.
 
Un paseo nocturno de una pareja que está rompiendo por Barcelona. Nada más. No aporta nada más. No cuenta nada más. No dice nada más.
 
Donde el cine de Matías Bize se crece en sus diálogos, aquí el silencio es el protagonista de buena parte de su metraje. Ya es duro en una peli del chileno tener que esperar 12 minutos para escuchar las primeras palabras salidas de la boca de un personaje que pasa por la calle, cuando el poderío de su cine estriba siempre en lo que se dice, en la profundidad de sus diálogos. Creo que ese dato explica demasiado bien el fracaso de la cinta.
 
Los personajes no son creíbles. La historia no tiene enjundia. Los actores están desganados. Bize ni siquiera brilla con sus primeros planos habituales, porque se pierde en travellings deshojados de todo contexto…
 
Apenas 70 minutos de metraje se hacen largos, muy largos, cuando no hay nada que contar. Y eso es “Lo bueno de llorar”, un vacío insufrible (y extrañamente silente para un cine, como el de Bize, cargado de buenos diálogos) de principio a fin.

«En la cama» de Matías Bize funcionó hasta que la versionó Medem para darle impulso vital

En la camaEl estilo reconocido y reconocible del chileno Matías Bize está presente en todos y cada uno de los planos de este bello y atrevido film, rodado exclusivamente en la habitación de un motel y con solo dos actores, sus cuerpos y su palabra.
 
El film comienza con el sexo entre sus dos únicos protagonistas, quizás para dejar atrás esa excusa argumental cuanto antes y centrarse en el conocimiento paulatino de los personajes a través de sus constantes diálogos (marca de la casa de Bize, junto con sus primerísimos planos), que es la esencia misma del film chileno.
 
Se mienten, se sinceran, se enfadan, se reconcilian, afrontan problemas presentes y, sobre todo, escarban en los del pasado de cada uno de sus dos protagonistas. Casi en tiempo real. Dos perfectos desconocidos que dejan de serlo en 80 minutos.
 
También tiene defectos, como ocurre con todas las obras de Bize: sus momentos musicales, a veces forzados e innecesarios, así como sus diálogos, bastante menos profundos de lo que aparentan ser. Pero el film destila honradez y fidelidad a una forma única de hacer cine, la de Matías Bize.
 
Pero el gran defecto de la cinta no es culpa de la misma ni habita en su escaso metraje: su gran pero es haberla visto después de disfrutar de su remake libre en esa preciosa y diminuta obra maestra de Julio Medem llamada “Habitación en Roma (“Room in Rome”), que mejora y da sopa con ondas al original tanto en su caligrafía visual como en su contenido, mucho más intenso y apasionante en el caso del film de Medem.

«La vida de los peces», bella pero sin la profundidad trágica propia del último Matías Bize

La vida de los pecesSí está presente y es reconocible el estilo tan personal y único de Matías Bize en “La vida de los peces”, sí es el tono dramático, casi de tragedia en susurro, serio, lánguido, pausado y, por encima de todas las cosas, dialogado… pero el pequeño drama que cuenta en este film no tiene punto de comparación con la profunda carga emocional arrasadora de “La memoria del agua”, y ahí es donde ésta última gana por goleada en la filmografía del chileno.

Con una premisa argumental mínima, es cierto que Bize tiene la virtud de armar unos diálogos cual discípulo predilecto de Richard Linklater, y comparte con “La memoria del agua” que el drama no se ofrece fácilmente al espectador, sino que éste tiene que armarlo a partir de lo que los personajes van contando literalmente o entre líneas en la gran cantidad de diálogos que forman la trama, donde la acción ni está, ni se la espera, ni falta que nos hace.

Ese estilo pausado, musical, decadente, de primerísimos planos y cámara al hombro de Bize baila la danza del buen cine también en “La vida de los peces”, y por eso es un buen film, aunque por comparación con esa obra maestra llamada “La memoria del agua”, es un minidrama anodino ante la magnitud insondable de la tragedia de su gran obra maestra, resuelto, eso sí, con brillantez.