Unos inconmensurables Al Pacino y Greta Gerwig hacen posible que Barry Levinson acierte en la adaptación de una novela del dios Philip Roth en «La sombra del actor»

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Para quien suscribe estas líneas, Philip Roth es el dios de la literatura actual. De su prodigiosa narrativa han nacido las obras más perturbadoras y redondas a las que me he enfrentado en los últimos años. Junto con Dennis Lehane y Almudena Grandes, su mera referencia ya me incita a zambullirme de cabeza en sus relatos a tumba abierta sin necesidad de ninguna referencia más.
Pero la narrativa de Roth es muy compleja (demasiado compleja) para poder ser llevada al cine con éxito. Es un caso de literato que prácticamente nunca puede ser trasladado a imágenes respetando en su resultado final mínimamente la genialidad inaprensible del relato original (con alguna extraña excepción como el caso de “La mancha humana” de Robert Benton, que mantiene una cierta dignidad y coherencia entre el texto escrito y su traslación plástica sin llegar a ser brillante, aunque sí altamente interesante).
En “La sombra del actor”, Barry Levinson tiene mucho mérito, porque entre el drama y la comedia, entre lo que ocurre en la realidad y lo que se entremezcla en la enferma mente de su protagonista, entre la narración de la historia y las divagaciones y alucinaciones que marcan el tono plástico de la cinta, el veterano director sale con bien del complejísimo envite y, es más, yo diría que sale incluso con una nota muy alta para una película que gana tras cada visionado. No me encantó cuando la vi en su momento por primera vez, pero sí lo ha hecho en su revisión.
 
Para ello, desde luego, cuenta con el mejor comodín de la baraja bajo su manga: Al Pacino haciendo prácticamente de sí mismo, de un actor que lo fue todo pero que besa el suelo del mismísimo infierno del descrédito y la locura tras su imparable caída a los abismos del infierno de no poder dar más de sí mismo y vivir del mito en sesión continua.
La película es altamente interesante pero, sin duda, no llega a la altura de la magna obra literaria de la que procede. Pero sabe jugar muy bien sus bazas para lograr atrapar tu atención sin descanso cuando se deja ir por la interesante tendencia de abandonar el drama sin salvación y desangelado que preside toda la obra del literato norteamericano para dejarse caer en algunas escenas en brazos de ciertas situaciones cómicas que, lejos de desvirtuar el producto, le otorgan una buena dosis de credibilidad hilarante al planteamiento del desparrame hacia la enfermedad mental de una vieja gloria de las tablas venido a menos.
Un actor ingresado en un centro psiquiátrico tras un intento de suicidio emulando el «sistema Hemingway» que no llega a funcionar por “tener los brazos más cortos que Hemingway” y que se aferra a la aparición de la hija de unos viejos amigos, 30 años más joven que él y lesbiana para encontrar sus últimas ganas de sobrevivir en este mundo, si es que ello es posible.
 
Y qué hija, porque aquí llega la otra gran baza que juega Barry Levinson: Greta Gerwig. La adoro, la idolatro, porque todo lo que hace lo hace bien. Musa del cine independiente norteamericano, su presencia imponente, su inteligencia y su desparpajo eleva toda escena en la que aparece. Y la única vez que la inmensa Greta se ha puesto detrás de la cámara, nos legó a la historia de la humanidad a “Lady Bird”, uno de los personajes de mi vida interpretado por la diosa Saoirse Ronan.
 
Los temas clásicos de la bibliografía de Philip Roth aparecen necesariamente en el film: la decadencia, la vejez, el sexo como obsesión, los prejuicios sociales, las insalvables diferencias de edad en un romance, el conservadurismo de la sociedad norteamericana,… Todo está presente en “La sombra del actor”, que sabe mantener con dignidad el regusto procedente de la novela de la que procede, “La humillación”.
Al Pacino y Greta Gerwig ayudan a Barry Levinson a salir con bien de tan complejo envite.

«Hard Candy» de David Slade contaba a priori con todos los elementos para ser un perfecto homenaje a Haneke y con una Ellen Page soberbia, pero su alambicado guión acaba mermando el resultado final

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“Hard Candy”, la ópera prima de David Slade, es provocadora a medias, valiente estéticamente a medias, perturbadora a medias, apasionante a medias, desasosegante a medias. La veo y me gusta, pero me produce un cierto halo de melancolía porque pienso que el debutante David Slade ha desperdiciado el momento y el lugar de haber rematado una obra maestra, de haber intentando ponerse a la altura de Michael Haneke (su “Funny Games” como referencia constante en esta cinta), pero… no acaba de lograrlo.
 
Y ello a pesar de contar con un actor (Patrick Wilson) y, sobre todo y muy especialmente por encima de todo, con una actriz (Ellen Page) en estado de gracia creando el mejor personaje de su carrera, incluso por encima de la intocable “Juno” de Jason Reitman. Ellos dos lo dan todo para que la función sea excelsa y… si el guión hubiera tenido un par de vueltas de tuerca menos y se hubiera ahorrado algunas situaciones increíbles e intragables, posiblemente lo hubiera logrado. Demasiadas oportunidades para conservar la vida de su protagonista masculino, suspendiendo las leyes de la lógica, pequeño talón de Aquiles de la cinta.
 
La propuesta arranca de forma insuperable: solo dos personajes, solo un escenario y el juego del gato y el ratón entre un pederasta y una niña de 14 años que se ha convertido en su siguiente víctima, una cinta a medio camino entre la citada «Funny Games» de Michael Haneke y «Misery» de Rob Reiner.
 
Porque la niña no resulta ser tan inocente como parecía, y la seducción a través de las redes sociales no es más que una estrategia de una adolescente desequilibrada mentalmente para hacer pagar caras sus culpas al depredador sexual. Suena bien el planteamiento, ¿verdad? Sin duda.
 
Se trata del cuento de Caperucita Roja al revés, porque la niña tiene mucha mala leche y muchas ansias de venganza y está dispuesta a llevarse al lobo por delante, mediante dolor, torturas y todo el gore que fuere menester.
 
La dirección, a base de primerísimos planos durante todo el metraje, para conceder el protagonismo absoluto a sus actores; el uso constante del fuera de campo para la violencia (la sombra de Haneke es alargada a lo largo de todo su metraje); algún desliz “modernito” mediante cámaras al hombro que se mueven demasiado y derrochan montajes excesivamente acelerados en los momentos donde la violencia irrumpe…
 
Y Ellen Page, que, junto con Saoirse Ronan y Zoe Kazan, son las reinas del futuro del cine. Una pena que todo no culmine en una película histórica por culpa de un guión empeñado en rizar el rizo una y otra vez y alejarse de la credibilidad y la coherencia, porque estaba llamada a ser muy grande, pero sin duda al menos es recomendable.

«En la playa de Chesil» no hubiera necesitado para ser un film notable más que la presencia de la diosa Saoirse Ronan, pero atesora además la dirección preciosista, lánguida y académica de Dominic Cooke

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Qué más da que “En la playa de Chesil” sea una muy buena película de la década más agradecida para representar en el cine que existe, los años 60. Qué más da que la dirección del británico Dominic Cooke sea exquisita. Qué más da que el producto tenga el empaque, el academicismo (en la mejor interpretación del término) y la prestancia formal de la BBC que está detrás del proyecto.
 
Todo son palabras menores ante ella, ante ELLA, ante la interpretación de Saoirse Ronan, SAOIRSE RONAN, como siempre, diosa, reina y señora del cine, obrando el milagro de que todo lo que toca lo hace grande e histórico. Ella es un prodigio del Séptimo Arte, un monstruo brutalmente bellísimo de la interpretación, una actriz superlativa. Ella, junto con Zoe Kazan (y la recién descubierta Zaira Rodríguez) son capaces por sí mismas de cambiar el curso de una película, de elevar todo en lo que intervienen, de hacerlo grande con su mera presencia, reconocida y reconocible allá por donde vayan. Porque ellas no son de este mundo.
 
El recital interpretativo de Saoirse Ronan en “En la playa de Chesil” es antológico. Y además, lo cual es aún más meritorio si cabe, en sentido contrario al que desplegara en “Lady Bird” de Greta Gerwig. Aquí interpreta a una chica que es el polo opuesto a Lady Bird: apocada, sin carácter, sumida en un mar de puritanismo y de conservadurismo asfixiante, ignorante totalmente de la vida, acomplejada… Saoirse Ronan despliega todo su arsenal para hacernos empatizar con un ser tan desatendido y desangelado, tan solo en la vida, para que queramos protegerla y mimarla, y a ratos espabilarla.
 
Pobre Billy Howle: no es que sea un mal actor, es que se trata de un actor intérprete meramente correcto, normal, adecuado y, claro, toda la película al lado de la diosa Saoirse Ronan es lo peor que le puede pasar a un profesional. Desaparece en cada escena que comparte con ella, engullido por el torbellino de perfección de Ronan, casi inhumano.
 
Y todo ello para contar una historia sencilla pero triste, cruel, duramente realista. Estamos en 1962, en la noche de bodas de una pareja de jóvenes que se han casado ignorando todo sobre la vida, sobre el sexo, sobre el matrimonio, sobre todo lo que se cierne sobre ellos. Son demasiado puros e inocentes, inconscientes más bien, y no están preparados para lo que el futuro les tiene deparado. No saben de nada, no tienen recursos para afrontar nada, no son nada ante un mundo complejo.
 
Y, lo que es peor, acarrean y arrastran la diferencia de clase social que tienen: ella, rica de clase alta o al menos de una familia que aspira a aparentarlo y que ejerce como clasista por devoción; él, modesto hijo de una familia de clase media-baja con una madre que adolece de una grave enfermedad mental.
 
Una película que discurre plácida y academicistamente en su primera mitad, donde a través de flashbacks constantes nos van contando lánguida y pausadamente la historia de amor de estos jóvenes hasta el momento de su boda de forma magistralmente desordenada (un gran acierto de la cinta romper la línea recta narrativa), y que en su segunda mitad hace detonar el drama que se encierra debajo y que hace que el orgullo, la falta de perdón y la incomprensión ganen la partida.
 
Mucho más que interesante película de un preciosismo formal inquietante, donde la propia playa de Chesil es un personaje más en una adaptación muy buena de la novela del afamado escritor británico Iac McEwan.

«La gaviota» es la constatación de que una película dirigida mediocremente por Michael Mayer puede remontar el vuelo con un texto de Chéjov y una pléyade de actores superlativos

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Es obvio que “La gaviota” no va a pasar a la historia del cine. Y ello por culpa de la falta de condimento, originalidad, atrevimiento y corazón de la que adolece la dirección de Michael Mayer. En los tiempos que corren, es una gran noticia conocer que se va a adaptar al cine alguna obra del gran Antón Chéjov, pero merecía un director más valiente y heterodoxo al frente.
 
De forma academicista, un tanto aburrida y, sobre todo, bastante mal montada, la película estaba condenada a no llegar jamás al olimpo a pesar de ser una apasionante y melancólica historia de amores frustrados y cruzados entre unos personajes sin destino moral ni humano, impredecibles y crueles frente a los inocentes y puros.
 
Se trata de la historia de una actriz de finales del siglo XIX, Irina Arkadina, que acude a una casa de verano a la orilla de un lago ruso para asistir a su hermano enfermo junto con su actual novio, el ilustre escritor Boris Trigorin. Madre castradora y despiadada, devora el alma de su hijo, que lucha por ser también escritor a pesar de la crueldad inmisericorde de su madre, el cual está enamorado a su vez de una joven de la casa vecina que también quiere ser actriz de mayor. Los cuidadores de la casa durante el año tienen una hija que estuvo enamorada desde siempre del joven. El drama está servido y, estando Chéjov de por medio, la tragedia y la melancolía se adueñan de la función.
 
Si fuera por Michael Mayer, mi opinión sobre la cinta sería hiriente, pero… para eso están todos sus actores y actrices en estado de gracia, para levantar la función hasta los mismísimos cielos con su entrega y su capacidad. Todos están sublimes, sin excepción, pero brillan con luz propia dos actrices por encima de todos los demás, que son las que te hacen levitar del sillón ante su derroche profesional:
 
1.- Una es actriz consagrada y reconocida en todo el planeta, una Annette Bening que pone toda la carne en el asador y su categoría indiscutible para dejarnos una Irina Arkadina para la historia.
 
2.- La otra, cómo no, es mi Saoirse Ronan, la actriz del futuro, la que tiene el porvenir más brillante que ninguna otra en el cine que vendrá porque ya lo tiene más que demostrado en el que ha venido. Esa superdotada sobrehumana que interpretó “Lady Bird” con Greta Gerwig (y por la que debió ganar el Oscar a la Mejor Actriz si hubiera justicia y criterio en los Oscars), que ofreció un recital en “En la playa de Chesil” de Dominic Cooke, que se merendó “Brooklyn” de John Crowley… ella es el futuro del cine, ella es la gran promesa que ya es realidad. Ella es mi Lady Bird, y lo será siempre, y por eso siempre estará conmigo, muy cerca de mí.

«Lady Bird» de Greta Gerwig es una tragicomedia social tan perfecta, y Saoirse Ronan nos regala una interpretación tan antológica, que estoy metido en un lío a la hora de ver los Oscars 2018

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“LADY BIRD” DE GRETA GERWIG ES UNA TRAGICOMEDIA SOCIAL TAN PERFECTA, Y SAOIRSE RONAN NOS REGALA UNA INTERPRETACIÓN TAN ANTOLÓGICA, QUE ESTOY METIDO EN UN LÍO A LA HORA DE VER LOS OSCARS DE ESTE AÑO:
 
Acabo de ver “Lady Bird”, la ópera prima de Greta Gerwig y acabo de ganarme un enorme problema en mi vida, otro más: ya no sé cuál va a ser mi película favorita para los Oscars 2018. Hasta ahora, vivía en paz conmigo mismo sabiendo que la noche del 4 de Marzo iba a casa de mi patrocinador de Oscars Jorge Buj (una tradición que espero perdure por los siglos de los siglos) con una clara favorita bajo el brazo: “Tres anuncios en las afueras” de Martin McDonagh hasta… que llegó “Lady Bird” y me ha roto la tranquilidad del favorito indiscutible, regalándome un empate absoluto y un equilibrio perfecto en mi alma cinéfila.
 
Porque, señoras y señores, “Lady Bird” es un peliculón con todas las de la ley, una auténtica maravilla a medio camino entre el drama y la comedia que nos deja un personaje adolescente femenino prendido en nuestra alma para lo que nos quede de vida (como en su momento lo fue «Juno» en la película de Jason Reitman), un guión apabullante y provocador, y una interpretación histórica insuperable y magistral de la joven Saoirse Ronan, mejor escrito así SAOIRSE RONAN (todo en mayúsculas) a la que hay que darle el Oscar a la Actriz Protagonista sí o sí, a riesgo de que monten en cólera mi cuerpo y mi alma violentamente.
 
Porque Greta Gerwig es lista, muy lista, y sabe que podía y debía dejar todo el peso de su ópera prima sobre los hombros de esta impresionante joven actriz, porque ella puede con eso y con más. Porque prácticamente Saoirse Ronan aparece en todos los planos de la película y no cabe imaginarse una sola escena sin ella, un torbellino interpretativo maravilloso y gozoso, a la altura de nuestra Sandra Escacena (este año, sin duda, es el año de las adolescentes revolucionando el cine para siempre).
Un peliculón, así con todas las letras. No es ni más ni menos que el relato de ese momento vital entre el instituto y la universidad de una adolescente con una enorme personalidad, las ideas muy claras, un descaro impresionante y un carácter arrollador. Una chica que vive en el seno de una familia humilde y que tiene que convivir en su colegio católico con adolescentes de mucha mejor posición social que ella. Hay que tener ingenio y agallas para sobrevivir en esa situación, y el personaje de Lady Bird (así se ha autodenominado ella misma renunciando al nombre que Christine que le dieron sus padres) puede con todo y con todos, y se cuela de forma definitiva en nuestra vida para siempre.
 
No es fácil ser la pobre del instituto, pero si eres Lady Bird, tienes madera para superar eso y todo lo que traiga la adolescencia, simplemente porque eres un personaje que ya me va a acompañar durante el resto de mis días en una película adorable que ya forma parte de mi colección particular de sueños cinéfilos.