Todd Haynes, director esencial, puro melodrama clásico a lo Douglas Sirk, patina neuronalmente con su aberrante «Wonderstruck, el museo de las maravillas»

Wonderstruck
Todd Haynes es, junto con Alexander Payne, los dos grandes artesanos de nuestra época que más adoro. Gente que, como Peter Bogdanovich o Sydney Pollack en los 70, jamás fueron de genios creadores por la vida pero que nos legaron auténticas obras maestras incontestables desde su modestia.
 
Justo por eso me duele el despropósito absoluto que es “Wonderstruck, el museo de las maravillas”, un entretenimiento infantil para débiles mentales que podría haber firmado ese Steven Spielberg que a ratos se abandona a sí mismo y deja de tomarse en serio renunciando «espilbergianamente» a las posibilidades de ser el mejor cineasta vivo.
 
Porque todo es infantiloide, comercial, empalagoso y palomitero en la última película de Todd Haynes, un director que adoro por haber hecho una de las películas de mi vida (“Carol”) y una serie que me marcó (“Mildred Pierce”) y esa obra maestra que es “Lejos del cielo”, y que demuestra que nadie como él sabe retratar en el cine contemporáneo la década de los 60 vestida de melodrama a lo Douglas Sirk.
 
Nada de eso sobrevive en “Wonderstruck”, típica película que debió estrenarse por Navidad para que niños y padres se atragantaran a palomita limpia de principio a fin. Y mira que la propuesta esteticista es prometedora: la historia de dos niños que sufren de sordera (una niña en 1927 y otro en 1977), una rodada en blanco y negro y casi sin diálogo, la otra rodada en color setentero perfecto.
 
Pero más allá de la estética sublimada marca de la casa de Haynes, lo demás es puro cuento (nunca mejor dicho) no apto para adultos con cierto grado de madurez, que te deja indiferente y al borde del bostezo en muchas partes de su metraje y con un final feliz forzado de tirarse por la ventana, que ni la banda sonora de Cartel Burwell (compositor de cabecera de los Coen) logra salvar.
 
En Todd Haynes, este despropósito me duele.

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