«Antes que el diablo sepa que has muerto», magistral melodrama familiar entreverado con thriller de atracos subyacente, dirigido con la eficacia sólo posible en Sidney Lumet

Antes que el diablo
Era absolutamente imposible que no terminara siendo maravillosa. Y, cuando la revisitas, aún más. Cómo no va a ser un peliculón antológico una cinta de género dirigida por Sidney Lumet (el artesano más artesano que haya dado el cine norteamericano), protagonizada por un Philip Seymour Hoffman en estado de gracia como siempre sin excepción, un Ethan Hawke soberbio, un Albert Finney salvajemente brutal como estrella secundaria que se come la pantalla, y una Marisa Tomei perfecta, exquisita, perturbadora, embelesando cada plano que protagoniza, la «cuarentona» más apabullante y sexy del cine actual.
 
“Antes que el diablo sepa que has muerto” sólo podía ser un cesto perfecto con semejantes mimbres. Si unes a ello un guión de Kelly Masterson soberbio, mezclando el mejor melodrama familiar sin contemplaciones ni piedad con el cine negro de alto voltaje, y la hipnotizadora música del “coeniano” Cartel Burwell, todo apunta a obra maestra.
 
Y eso es lo que es esta película dura, sin concesiones, la historia de dos hermanos que viven al borde del precipicio, necesitan dinero con urgencia, piensan que la mejor manera es diseñar un atraco en la joyería de sus padres y… a partir de ahí, el destino, siempre cruel, se cruza en todos y cada uno de sus caminos, hasta la tragedia final, uno de los más duros finales que haya dado el cine de este siglo.
 
Otra historia de hermanos al límite de la ley y de la vida de esas que se convierten en antológicas, como la de «El sueño de Cassandra» de Woody Allen o «Comanchería» de David Mackenzie.
 
Pero Sidney Lumet, perro viejo del Séptimo Arte, quiere dejarnos su última palabra y demostrarnos que también sabe utilizar los resortes narrativos de los jóvenes con la fragmentación temporal de la narración y su visión poliédrica a través de los ojos de distintos personajes sobre los mismos hechos, y triunfa como el que más y más que nadie en el intento.
 
Tenso thriller de atracos con un melodrama familiar subyacente de los que hacen época y marcan estilo. Puro Sidney Lumet.

Todd Haynes, director esencial, puro melodrama clásico a lo Douglas Sirk, patina neuronalmente con su aberrante «Wonderstruck, el museo de las maravillas»

Wonderstruck
Todd Haynes es, junto con Alexander Payne, los dos grandes artesanos de nuestra época que más adoro. Gente que, como Peter Bogdanovich o Sydney Pollack en los 70, jamás fueron de genios creadores por la vida pero que nos legaron auténticas obras maestras incontestables desde su modestia.
 
Justo por eso me duele el despropósito absoluto que es “Wonderstruck, el museo de las maravillas”, un entretenimiento infantil para débiles mentales que podría haber firmado ese Steven Spielberg que a ratos se abandona a sí mismo y deja de tomarse en serio renunciando «espilbergianamente» a las posibilidades de ser el mejor cineasta vivo.
 
Porque todo es infantiloide, comercial, empalagoso y palomitero en la última película de Todd Haynes, un director que adoro por haber hecho una de las películas de mi vida (“Carol”) y una serie que me marcó (“Mildred Pierce”) y esa obra maestra que es “Lejos del cielo”, y que demuestra que nadie como él sabe retratar en el cine contemporáneo la década de los 60 vestida de melodrama a lo Douglas Sirk.
 
Nada de eso sobrevive en “Wonderstruck”, típica película que debió estrenarse por Navidad para que niños y padres se atragantaran a palomita limpia de principio a fin. Y mira que la propuesta esteticista es prometedora: la historia de dos niños que sufren de sordera (una niña en 1927 y otro en 1977), una rodada en blanco y negro y casi sin diálogo, la otra rodada en color setentero perfecto.
 
Pero más allá de la estética sublimada marca de la casa de Haynes, lo demás es puro cuento (nunca mejor dicho) no apto para adultos con cierto grado de madurez, que te deja indiferente y al borde del bostezo en muchas partes de su metraje y con un final feliz forzado de tirarse por la ventana, que ni la banda sonora de Cartel Burwell (compositor de cabecera de los Coen) logra salvar.
 
En Todd Haynes, este despropósito me duele.

«Carol» de Todd Haynes, un film al que se le ama como aman sus personajes

Carol«Carol” de Todd Haynes lo tiene todo: por eso es una obra maestra absoluta que permanecerá en las enciclopedias de cine por los siglos de los siglos como una de las grandes referencias del siglo XXI.
 
Un absoluto reloj suizo precioso y preciosista que mereció arrasar en los Óscars porque es infinitamente mejor que el insulso telefilm venido a más “Spotlight” o la sobrecargada en fondo y forma “El protegido”. Pero los Óscars siempre han sido y siguen siendo sinónimo de injusticia y falta de criterio, y éste es el mejor ejemplo de esa personal tesis.
 
Anoche la disfruté por segunda vez, varios meses después de su estreno. Haberla visto no resta ni un ápice de emoción a la experiencia. Es una película a la que solo se puede amar como aman sus personajes, por el fondo y por la forma.
 
En cuanto al aspecto estético, es imposible mayor perfección formal. Es Todd Haynes, señoras y señores, la reencarnación en el siglo XXI de Douglas Sirk y sus melodramas coloristas. Discípulo que aventaja al maestro Sirk en profundidad de caracteres y fuerza melodramática.
 
Cada plano de “Carol” es una exquisitez mayúscula diseñada para deleite del más exigente de los cinéfilos. Es cine puro en estado absoluto. Es esteticismo no vacío, sino bien lleno, al servicio de una historia impactante, basada en una novela de esa diosa de la literatura llamada Patricia Highsmith, a la que cada día idolatro más y más (es la creadora ni más ni menos que del personaje de Tom Ripley, por poner solo un mero ejemplo).
 
Las interpretaciones de Cate Blanchett y muy especialmente de la bellísima Rooney Mara (en algunos planos, auténtico trasunto de Audrey Hepburn) deberían quedar como guía para las escuelas de interpretación por su intensidad y perfección. Desprenden sentimientos en cada gesto, en cada mirada, en cada palabra pronunciada con maestría absoluta, demostrando que puede que ambas sean las mejores actrices del momento.
 
Y la música de Carter Burwell (el compositor de cabecera de los hermanos Coen) es casi lo mejor de la función: hipnótica, preciosa y preciosista, un tema principal que se te mete en la cabeza y no te abandona por su perfección y su intensidad.
 
Cuando todo cuadra, estamos ante una obra maestra intemporal. Es el caso de “Carol”.