«Julieta» de Almodóvar o el triunfo por éxtasis de una caligrafía visual única, donde el guión es lo de menos ante la catarsis estética que atesora cada plano

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A escasos días de que estrene su nuevo melodrama, «Dolor y gloria», el cuerpo me pedía esta tarde de domingo reencontrarme con el Pedro Almodóvar que idolatro, el del melodrama (mucho más que el de comedia), el de esa vuelta de tuerca de sabor pop al melodrama clásico de Douglas Sirk, del que es directo sucesor, como también ocurre con el director norteamericano que igualmente adoro Todd Haynes.
 
“Julieta” es, hasta ahora, su última gran palabra. Su punto y final maestro. Lo más difícil y meritorio en cualquier tipo de artista es tener un estilo propio, único y reconocible. Él es un genio, un puñetero maestro de lo visual, y por eso se permite derrochar su poderío creativo a manos llenas, atiborrarnos de planos propios firmados por él y reconocibles a leguas que se marcan de forma indeleble en nuestra pupila.
 
La gran mayoría de encuadres que presenta la cinta, a cual más portentoso que el anterior, son reconocibles de lejos, son almodovarianos, porque Pedro es ya mucho más un estilo cinematográfico que un director. Los reconocería aún sin conocer su autoría a lo lejos. Ser poseedor de un estilo propio y único es lo más difícil en el cine, y nadie como Almodóvar para ello.
 
Porque ningún otro director tiene una caligrafía visual tan prodigiosa como Almodóvar en todo el planeta Tierra. Nadie te hace paladear lo que ves con tal intensidad. Nadie tiene su propia letra armada de imágenes, reconocible plano a plano.
 
La historia, esa maravillosa vuelta de tuerca al melodrama (amo profundamente al Almodóvar dramático, no encajo tan bien al cómico) a través de la historia de una madre sin hija y una hija sin madre, separadas por el fatalismo y la muerte, por la incomprensión y la incomunicación, por las fatales deudas de familia, es de las que impactan y te calan hasta los huesos, y te dejan suspirando con los créditos finales, cuando todo ha terminado y se desparrama la voz de Chavela Vargas (no podía ser de otra forma con Almodóvar), porque el alma te pide más y más, hasta la catarsis total.
 
Sin giros dramáticos de guión hacia otros géneros (una constante del cine almodovariano), esta vez el drama es seco y directo, desgarrado, fatalista, sin concesión alguna a la galería. Por supuesto que imposible e increíble, pero… qué más da, eso es lo de menos ante tamaño espectáculo cinematográfico.
 
Pero la historia, esa inolvidable y maravillosa historia cargada de simbolismos trágicos (el mar como muerte para acabar siendo vida), es lo de menos, aunque duela decirlo. Lo de más es saborear el caviar del cine de Almodóvar. Observar y analizar la belleza sublime de cada plano, de cada gesto, de cada lento y retenido movimiento de cámara marca de la casa, de esa casa de ensueño para el buen cinéfilo.
 
Y la música de Alberto Iglesias, porque qué sería del almodovariano mundo sin los acordes de Iglesias, su otra mitad en la creación de texturas, ambientes y situaciones.
 
Nadie en nuestro tiempo cuida la perfección formal como Pedro. Por eso es un maestro absoluto. Por eso es un puñetero genio.

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