«Dolor y gloria» no es la mejor película de Almodóvar, pero es la autobiografía más sincera y despiadada jamás vista, su «Fellini 8 y 1/2» con un Antonio Banderas eterno a la altura de Marcello Mastroianni

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Muy pocos artistas en el planeta son capaces de crear un estilo propio y un lenguaje intransferible y reconocible desde lejos. Pedro Almodóvar es uno de esos escasos genios. Un vistazo a un solo plano de sus películas es suficiente para no necesitar los créditos porque lleva su sello y su autoría. Eso es lo más grande que le puede pasar a un cineasta. Él lo tiene de sobra y con creces, lo derrocha.
 
Parto de la base de que “Dolor y gloria” no es su mejor película. Sin duda, es superada por “Hable con ella” o “Todo sobre mi madre” como mínimo, pero es un maravilloso ajuste de cuentas con la vida, una forma de abrirse en canal delante del espectador de una generosidad ilimitada, un sincerarse consigo mismo y con el mundo espléndido, y ello justifica que, a lo largo de la cinta, realmente no pase casi nada. Porque se puede contar todo sin que pase nada.
 
Si bien es cierto que su línea argumental es minimalista, también lo es que Almodóvar se desnuda en cuerpo y alma ante su público enfervorecido y entregado desde siempre (entre los que me incluyo) y, en su obra más austera y menos almodovariana de toda la filmografía del manchego, en la única película en la que no se permite ninguna jocosa salida de pata de banco, sublima el melodrama autobiográfico sobre el vacío existencial a través de un maravilloso vacío argumental que no cansa, sino que descansa en la pura verdad de lo que no cuenta, en las sensaciones que transmite, en la fuerza de la sinceridad, en la plasmación de la verdad pura y dura sobre la vida.
 
Porque lo que nos cuenta Almodóvar, sin contar apenas nada, es la pura verdad: que la vida tiene mucho más de dolor y pérdida que de gloria y mieles del triunfo, que hay más penas que glorias, que la felicidad apenas son momentos efímeros que te arrastran definitivamente al dolor, que madre no hay más que una, que del amor al dolor hay apenas un breve y furtivo paso, que el tiempo es implacable con sus criaturas y lo destruye todo, menos quizás el deseo y la muerte.
 
Porque de eso va la película de Almodóvar, del deseo como motor de casi todo y la muerte como final certero. Y lo logra a través de una interpretación para la historia del cine de Antonio Banderas. El andaluz no hace de Almodóvar, no imita a Almodóvar, es Almodóvar, se reencarna en nuestro director más reconocible para lograr lo que tan solo Marcello Mastroianni consiguiera en “Fellini ocho y medio”, trascender la interpretación para alcanzar el alma del autor. Mastroianni lo clavó, Antonio Banderas lo mismo o más. A esos niveles está ya el andaluz, a los de pasar a la historia del cine por derecho propio.
 
Y luego están las señas reconocibles que hacen único el cine de Almodóvar: la fotografía colorista y pop de José Luis Alcaine, la música marca de la casa de Alberto Iglesias, la canción de Chavela Vargas apareciendo, la cinefilia y el amor al arte que se respira en cada poro de la propuesta, la homosexualidad en ambientes claustrofóbicos, las drogas como válvula de escape pero inexorable caída a los infiernos, la desesperación y la depresión, el perdón como posible con el paso del tiempo, composiciones en sus planos bellas y equilibradas pero consiguiendo ser reales y creíbles, los rojos saturados en su paleta de colores, la enfermedad, la muerte… la vida misma, el evangelio según Almodóvar.
 
Y que no pase desapercibida la actuación, breve pero absolutamente maravillosa, de Penélope Cruz como madre de Almodóvar durante su niñez. En pocos minutos, derrocha tanta verosimilitud y coraje, que pareciera una protagonista más de la cinta. Muy grande lo de Penélope, secundado en la vejez por Julieta Serrano.
 
Y otra referencia imprescindible a Juan Gatti: el autor de todos los carteles que se ven en los distintos decorados de la película y, muy especialmente, el diseñador de unos de los títulos de crédito más espectaculares de la historia del cine, puro esteticismo psicodélico para unos créditos que te dejan boquiabierto durante 3 escasos pero maravillosos minutos.
 
Lo que no deja de ser curioso es que, el gran director de mujeres en nuestro cine, haya virado definitivamente hacia sus personajes masculinos cuando él ha sabido retratar a las mujeres más y mejor que nadie lo hubiera hecho antes. Y es que ha llegado el tiempo del autoanálisis y la madurez introspectiva.
 
Almodóvar ha depurado hasta la perfección el estilo de Almodóvar, y el resultado es “Dolor y gloria”, que es capaz de demostrar que no es necesario contar nada para contarlo todo.

«Julieta» de Almodóvar o el triunfo por éxtasis de una caligrafía visual única, donde el guión es lo de menos ante la catarsis estética que atesora cada plano

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A escasos días de que estrene su nuevo melodrama, «Dolor y gloria», el cuerpo me pedía esta tarde de domingo reencontrarme con el Pedro Almodóvar que idolatro, el del melodrama (mucho más que el de comedia), el de esa vuelta de tuerca de sabor pop al melodrama clásico de Douglas Sirk, del que es directo sucesor, como también ocurre con el director norteamericano que igualmente adoro Todd Haynes.
 
“Julieta” es, hasta ahora, su última gran palabra. Su punto y final maestro. Lo más difícil y meritorio en cualquier tipo de artista es tener un estilo propio, único y reconocible. Él es un genio, un puñetero maestro de lo visual, y por eso se permite derrochar su poderío creativo a manos llenas, atiborrarnos de planos propios firmados por él y reconocibles a leguas que se marcan de forma indeleble en nuestra pupila.
 
La gran mayoría de encuadres que presenta la cinta, a cual más portentoso que el anterior, son reconocibles de lejos, son almodovarianos, porque Pedro es ya mucho más un estilo cinematográfico que un director. Los reconocería aún sin conocer su autoría a lo lejos. Ser poseedor de un estilo propio y único es lo más difícil en el cine, y nadie como Almodóvar para ello.
 
Porque ningún otro director tiene una caligrafía visual tan prodigiosa como Almodóvar en todo el planeta Tierra. Nadie te hace paladear lo que ves con tal intensidad. Nadie tiene su propia letra armada de imágenes, reconocible plano a plano.
 
La historia, esa maravillosa vuelta de tuerca al melodrama (amo profundamente al Almodóvar dramático, no encajo tan bien al cómico) a través de la historia de una madre sin hija y una hija sin madre, separadas por el fatalismo y la muerte, por la incomprensión y la incomunicación, por las fatales deudas de familia, es de las que impactan y te calan hasta los huesos, y te dejan suspirando con los créditos finales, cuando todo ha terminado y se desparrama la voz de Chavela Vargas (no podía ser de otra forma con Almodóvar), porque el alma te pide más y más, hasta la catarsis total.
 
Sin giros dramáticos de guión hacia otros géneros (una constante del cine almodovariano), esta vez el drama es seco y directo, desgarrado, fatalista, sin concesión alguna a la galería. Por supuesto que imposible e increíble, pero… qué más da, eso es lo de menos ante tamaño espectáculo cinematográfico.
 
Pero la historia, esa inolvidable y maravillosa historia cargada de simbolismos trágicos (el mar como muerte para acabar siendo vida), es lo de menos, aunque duela decirlo. Lo de más es saborear el caviar del cine de Almodóvar. Observar y analizar la belleza sublime de cada plano, de cada gesto, de cada lento y retenido movimiento de cámara marca de la casa, de esa casa de ensueño para el buen cinéfilo.
 
Y la música de Alberto Iglesias, porque qué sería del almodovariano mundo sin los acordes de Iglesias, su otra mitad en la creación de texturas, ambientes y situaciones.
 
Nadie en nuestro tiempo cuida la perfección formal como Pedro. Por eso es un maestro absoluto. Por eso es un puñetero genio.

«La cordillera» de Santiago Mitre es un extraño experimento de intento de mezcla de dos películas en una que no da en la diana, quedando además inconclusa

La cordillera
Es muy arriesgado combinar varios géneros en una misma película. Mucho más si además lo hacemos entrecruzando dos historias diferentes. Lo más fácil es errar en el intento. Es justo lo que ocurre con “La cordillera”, la nueva película del argentino Santiago Mitre. De un experimento así no te salva tener el comodín del dios de la interpretación Ricardo Darín, ni una partitura firmada por Alberto Iglesias, por mucho que ambas cosas sean como el gordo de la lotería de navidad para cualquier director.
 
“La cordillera” arranca como thriller político, mostrándonos las tensiones que el Presidente de Argentina sufre en torno a una cumbre de países latinoamericanos cuya finalidad radica en el intento de crear un espacio común alrededor del petróleo frente a la amenaza de los USA de controlarlo todo a través de su aliado mexicano. Y es lo que piensas que vas a ver, un trasunto latino de Borgen, pero… a la media hora y sin previo aviso, aparece la hija del protagonista a abrirnos los ojos como platos con un drama familiar de carácter psicológico-fantasmagórico, necesitado incluso de hipnosis como si en mitad de “Recuerda” de Alfred Hitchcock nos hubieran situado sin previo aviso.
 
Excesivo giro de tuerca que ya comienza a lastrar el desarrollo de un film disparejo y unido por las malas con pegamento respecto a dos historias que no encuentran nunca su unión ni el punto de conexión, ni por argumento ni por género, cada vez ambos más discrepantes a lo largo de la evolución del metraje.
 
Y lo peor, es que se trata de una película inconclusa en esa trama familiar, respecto a la cual Santiago Mitre renuncia a cerrar en pro de concluir la parte política de la cinta. Literalmente, el drama familiar se queda a medias sin saber de dónde viene ni hacia dónde va, suponiendo de hecho un error garrafal de planteamiento. El autor de “Paulina” no acertó esta vez de forma tan rotunda.
 
Eso sí, cualquier película que resulte protagonizada por un tal Ricardo Darín ya justifica el tiempo invertido en ella, porque el actor argentino definitivamente no es de este mundo.

«Spain in a day», reflejo social bien montado por Isabel Coixet y mejor musicado por Alberto Iglesias

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No era un reto fácil ni mucho menos. Y, sin embargo, Isabel Coixet lo logra. Incluso es capaz de imprimir su sello personal entre un batiburrillo de más de 20.000 vídeos. Y para ello tiene la inestimable colaboración, básica para el buen resultado del proyecto, del mejor compositor de música de cine de la historia de este país, Alberto Iglesias. El resultado no es una obra maestra, porque peca de irregular, como no podría ser de otra manera, pero sí es interesante y todo un experimento cinéfilo en absoluto fallido.
 

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