«Hable con ella» no es sólo la mejor película de Pedro Almodóvar, sino uno de los grandes hitos del siglo XXI y una fiesta de la cultura por todos los artistas que participan en la misma

«Hable con ella» no es sólo la mejor película de Pedro Almodóvar, sino uno de los grandes hitos del siglo XXI y una fiesta de la cultura por todos los artistas que participan en la misma

Estamos ante mi película favorita de uno de mis cineastas favoritos de todos los tiempos, Pedro Almodóvar. Estamos ante la sublimación absoluta y cerrada de todas las convenciones caligráficas de su cine, uno de los más personales y perfectos formal y temáticamente del mundo. Estamos, más allá de la propia historia, ante una fiesta de la cultura por todos los artistas que se van asomando, con más o menos notoriedad o como mero cameo, ante una de las películas más redondas del siglo XXI.

Ante una cámara manejada con el oficio de uno de los más personales y reconocibles creadores del planeta, el film respira lo almodovariano de principio a fin, tanto en sus momentos melodramáticos, como en los cómicos, que también los hay y en su justa y perfecta medida, sin abusar de ellos. Pero más allá del festival para los sentidos que siempre es el cine de Almodóvar, por su exacto metraje de 112 minutos desfilan lo mejor de la cultura mundial: desde Pina Bausch (con cuya desesperada danza apertura el film) hasta Caetano Veloso interpretando de manera mágica “Cucurrucucú paloma” en presencia de Cecilia Roth y Marisa Paredes, pasando por la danza de Malou Airaudo para cerrar la historia.

Entre medias, y sintiéndose pletórico y rey del mundo cinematográfico como Almodóvar es, el manchego se permite introducir en mitad de la película un corto mudo y en blanco y negro titulado “El amante menguante”, gozosamente provocador y valientemente esperpéntico, interpretados por unos fantásticos Paz Vega y Fele Martínez. Pura gozada dentro de una de las mejores películas de la historia jugando con los tiempos narrativos, donde pasado y presente se van entremezclando sabiamente para ir conformando una historia irrepetible por mágica.

Pero, para poder alcanzar la perfección fílmica ante la que nos encontramos y convertirla en un templo del cine, Almodóvar cuenta, más allá de su personal caligrafía visual y su guión apabullante, con dos poderosos aliados, afortunadamente ineludibles en su cine: la portentosa dirección de fotografía de Javier Aguirresarobe y la mágica partitura musical del genial Alberto Iglesias. Ambos se superan a sí mismos en “Hable con ella” e impulsan hasta el mismísimo cielo sus límites artísticos en esta obra maestra.

Lógicamente, para que la máquina funcione a este nivel de perfección, tiene que estar engrasada con unas interpretaciones a la altura de las circunstancias y también en eso la película está sobrada: en la primera película en la que Almodóvar se centra en personajes masculinos por encima de los femeninos, el derroche profesional de Javier Cámara y Darío Grandinetti es de los que quedan escritos en los anales del cine. Notables por su dificultad y sus inmensos resultados las aportaciones de Leonor Watling y Rosario Flores, así como el imán inacabable que siempre supone la presencia en cualquier cinta de mi idolatrada Geraldine Chaplin. A todos ellos les acompaña un rosario de cameos inabarcable que subraya mi sensación de que estamos ante una fiesta de la cultura.

Semejante historia merecía ganar el Oscar al Guión Original y así ocurrió en la edición de 2002, como también el Globo de Oro a la Mejor Película Extranjera, Premio Bafta, Premio César, cinco Premios del Cine Europeo… todo es poco para reconocer a una de las grandes obras de arte de nuestro tiempo.

Una historia que bascula entre los despiertos y los dormidos, entre los que sufren una vida supuestamente normal y los que están en coma, entre el amor y el desamor, entre la pasión y la lujuria, entre lo retorcido y lo sincero, entre la homosexualidad y la heterosexualidad, entre los prejuicios y la necesidad de romper barreras… Todo, está todo, porque “Hable con ella” es sencillamente perfecta.

Puro neorrealismo almodovariano, «¿Qué he hecho yo para merecer esto!» es la tragicomedia de Pedro Almodóvar más social y comprometida, una de las películas más feministas que se hayan rodado nunca

Puro neorrealismo almodovariano, «¿Qué he hecho yo para merecer esto!» es la tragicomedia de Pedro Almodóvar más social y comprometida, una de las películas más feministas que se hayan rodado nunca

Corría el año 1984 cuando se rodó una de las películas más feministas que haya parido nuestro cine. Y Pedro Almodóvar tuvo que ser su autor. Aunque el Almodóvar al que yo idolatro es el del melodrama desaforado e imposible, la tragicomedia que es “¿Qué he hecho yo para merecer esto!” es de las que dejan marca indeleble y, lo que es más importante, te hacen reír con situaciones que, una vez desmigadas, son ciertamente insoportables, utilizando a veces el puro surrealismo como válvula de escape (impagable la niña con telequinesis). Con la risa se combate la dureza de ser una mujer de nuestro tiempo.

Porque corren los años 80 para el personaje que magistralmente protagoniza Carmen Maura que, a pesar de llevar toda la carga del cuidado de la casa, tiene que trabajar también como limpiadora en todos los lugares en los que encarta. Porque su vida no puede ser más real, o sea, más insoportable: hacinada en un piso colmena con vistas a la M30, está casada con un taxista que vive enamorado de una antigua relación que tuvo con su jefa cuando trabajó en Alemania; con la madre de éste, su suegra (enorme Chus Lampreave) que se siente enclaustrada fuera del pueblo y que guarda bajo llave el agua con gas y las magdalenas por pura tacañería; con un hijo de 14 años que ya trafica con sustancias psicotrópicas en el barrio; con otro menor que es autosuficiente a través de relaciones sentimentales con hombres mayores; y apenas si subsiste y jamás llega a fin de mes por más que se deslome para intentarlo en una soledad femenina apabullante.

Su refugio tan sólo llega desde la sororidad de su vecina Cristal (enorme Verónica Forqué), que es puta pero es la única con un corazón inmenso en aquel lodazal humano que resulta ser la vida de Gloria, la única ayuda, su único remanso de paz. Además, todo comienza a complicarse cuando comienza a limpiar en la casa de un escritor cliente de Cristal y entonces será cuando la vida le demuestre que todo es siempre susceptible de empeorar.

Como suele ocurrir con el cine de Almodóvar, una película de mujeres donde los personajes masculinos son mero complemento de la narración, aunque con unas señales estéticas tanto en caligrafía visual como en decorados impropias de su filmografía para subrayar acertadamente la miseria ancestral en la que habitan sus personajes marginales.

Dicho sea de paso, la televisión que tienen en tan humilde casa da lugar a algunos cameos y situaciones cómicas de esas que no se olvidan una vez que la carcajada las premia como merecen, como el anuncio de café o la canción de “La bien pagá” cantada por el propio cineasta haciendo de Miguel de Molina. Puro Almodóvar en vena, como debe ser.

Con «Dolor y gloria», Pedro Almodóvar, en la cresta del estilo cinematográfico más personal y reconocible que exista, demuestra que no es necesario contar nada para contarlo todo

Con «Dolor y gloria», Pedro Almodóvar, en la cresta del estilo cinematográfico más personal y reconocible que exista, demuestra que no es necesario contar nada para contarlo todo

Enfrentarse a la película más autobiográfica de Almodóvar y a su texto más íntimo es una experiencia inesperadamente gozosa. Muy pocos artistas en el planeta son capaces de crear un estilo propio y un lenguaje intransferible y reconocible desde lejos. Pedro Almodóvar es uno de esos escasos genios. Un vistazo a un solo plano de sus películas es suficiente para no necesitar los créditos porque lleva su sello y su autoría. Eso es lo más grande que le puede pasar a un cineasta. Él lo tiene de sobra y con creces, lo derrocha. Por eso es el cineasta de este país más conocido en el mundo y uno de los artistas más internacionales de los que gozamos.

Parto de la base de que “Dolor y gloria” pudiera no ser su mejor película. Entiendo que es superada por “Hable con ella” o “Todo sobre mi madre” como mínimo, pero es un maravilloso ajuste de cuentas con la vida, una forma de abrirse en canal delante del espectador de una generosidad ilimitada, un sincerarse consigo mismo y con el mundo espléndido, y ello justifica que, a lo largo de la cinta, realmente no pase casi nada, o quizás justo porque lo que pasa es todo, la vida misma. Porque se puede contar todo sin que pase nada si hay mucho que contar, y a Almodóvar le sobran sensaciones y recuerdos que transmitirnos en “Dolor y gloria”.

Si bien es cierto que su línea argumental es minimalista, también lo es que Almodóvar se desnuda en cuerpo y alma ante su público enfervorecido y entregado desde siempre (entre los que me incluyo) y, en su obra más austera y menos almodovariana de toda la filmografía del manchego, en la única película en la que no se permite ninguna jocosa salida de pata de banco, sublima el melodrama autobiográfico sobre el vacío existencial a través de un maravilloso vacío argumental que no cansa, sino que descansa en la pura verdad de lo que nos cuenta, en las sensaciones que transmite, en la fuerza de la sinceridad, en la plasmación de la verdad pura y dura sobre la vida.

Porque lo que nos cuenta Almodóvar es la genuina verdad: que la vida tiene mucho más de dolor y pérdida que de gloria y mieles del triunfo, que hay más penas que glorias, que la felicidad apenas son momentos efímeros que te arrastran definitivamente al dolor, que madre no hay más que una, que del amor al dolor hay apenas un breve y furtivo paso, que el tiempo es implacable con sus criaturas y lo destruye todo, menos quizás el deseo y la muerte.

Porque de eso va la película de Almodóvar, del deseo como motor de casi todo y la muerte como final certero. Y lo logra a través de una interpretación para la historia del cine de Antonio Banderas. El andaluz no hace de Almodóvar, no imita a Almodóvar, ES Almodóvar, se reencarna en nuestro director más reconocible para lograr lo que tan solo Marcello Mastroianni consiguiera en “Fellini ocho y medio”, trascender la interpretación para alcanzar el alma del autor. Mastroianni lo clavó, Antonio Banderas lo mismo o más. A esos niveles está ya el andaluz, a los de pasar a la historia del cine por derecho propio.

Y luego están las señas reconocibles que hacen único el cine de Almodóvar: la fotografía colorista y pop de José Luis Alcaine, la música marca de la casa de Alberto Iglesias, la canción de Chavela Vargas apareciendo, la cinefilia y el amor al arte que se respira en cada poro de la propuesta, la homosexualidad en ambientes claustrofóbicos, las drogas como válvula de escape pero inexorable caída a los infiernos, la desesperación y la depresión, el perdón como posible con el paso del tiempo, composiciones en sus planos bellas y equilibradas pero consiguiendo ser reales y creíbles, los rojos y los azules saturados en su paleta de colores, la enfermedad, la muerte… el evangelio según Almodóvar.

Y que no pase desapercibida la actuación, breve pero absolutamente maravillosa, de Penélope Cruz como madre de Almodóvar durante su niñez. En pocos minutos, derrocha tanta verosimilitud y coraje, que pareciera una protagonista más de la cinta. Muy grande lo de Penélope, secundada en la vejez por Julieta Serrano.

Y otra referencia imprescindible a Juan Gatti: el autor de todos los carteles que se ven en los distintos decorados de la película y, muy especialmente, el diseñador de unos de los títulos de crédito más espectaculares de la historia del cine, puro esteticismo psicodélico para unos créditos que te dejan boquiabierto durante 3 escasos pero maravillosos minutos.

Lo que no deja de ser curioso es que, el gran director de mujeres en nuestro cine, haya virado definitivamente hacia sus personajes masculinos cuando él ha sabido retratar a las mujeres más y mejor que nadie lo hubiera hecho antes. Y es que ha llegado el tiempo del autoanálisis y la madurez introspectiva. Con «Madres paralelas», afortunadamente, ha vuelto a su esencia femenina.

Almodóvar ha depurado hasta la perfección el estilo de Almodóvar, y el resultado es “Dolor y gloria”, que es capaz de demostrar que no es necesario contar nada para contarlo todo.

Obra mayor de un cineasta superdotado, «Madres paralelas» es un regalo al mundo que nos ofrece Pedro Almodóvar presentando dos películas en una, a cual más lograda

Obra mayor de un cineasta superdotado, «Madres paralelas» es un regalo al mundo que nos ofrece Pedro Almodóvar presentando dos películas en una, a cual más lograda

“Madres paralelas” es la obra de madurez de un absoluto genio, de un director imprescindible para la historia del cine, del más internacional y eterno de nuestros cineastas. “Madres paralelas” es algo más que una obra maestra atemporal, que un clásico instantáneo. “Madres paralelas” es mucho más que una película, porque en realidad son dos películas.

Si toda la almendra central del film es un melodrama almodovariano clásico con ecos a Douglas Sirk que tanto idolatro, el prólogo y el epílogo, sobre todo el epílogo, de la cinta son absolutamente sobrecogedores y una lección de cine y de memoria histórica sin precedentes. Su final, su portentoso final, te prometo por mi conciencia y honor que te dejará sin respiración y completamente noqueado. Es la magia de un genio inconmensurable. Es el cine de Almodóvar elevado a su máxima expresión.

Una película que es valiente, mucho. Que se moja de imagen y de palabra. Con diálogos comprometidos social y políticamente y lúcidos como he escuchado pocos. Una discusión en la cocina de Penélope Cruz y Milena Smit resume cien sesudos tratados sobre la memoria histórica y las heridas por cerrar. Escena sublime culmen de la película dentro de un film apabullante por dentro y por fuera.

Todo lo que esperas de Almodóvar, desde la escenografía hasta los elegantes y ampulosos movimientos de cámara están presentes sublimados. Pero este Almodóvar es cada día más inteligente y ha decido de forma expresa en esta obra maestra abusar de los primeros y medios planos, para dejar a sus actrices que den todo de sí, sostengan ellas solas la película y se expresen para la historia del cine. Y digo actrices porque actor sólo aparece uno durante el metraje, y es prescindible. Es cine de mujeres de principio a fin. Y qué cine.

Y claro, cuando Almodóvar decide abandonarse a ese derroche de primeros planos, es porque puede descansar y respirar sabiendo que sus actrices lo van a dar TODO para encarnar sus personajes. Lo de Penélope Cruz en esta película no es de este mundo. Una de las mejores interpretaciones que haya visto en muchos años. Y que todavía alguien discuta que estamos ante una actriz superdotada… Quien todavía ose afirmarlo, que vea “Madres paralelas” y nos explique cómo se puede superar lo que derrocha a manos llenas una actriz en estado de gracia llamada Penélope Cruz.

Pero ojo a Milena Smit, porque mantiene el pulso a la misma altura y conforma un personaje muy difícil de una forma impecable. Matrícula de honor para una actriz que, tras este espectáculo y el que nos regaló en “No matarás” apunta a ser el futuro de nuestro cine.

Aitana Sánchez-Gijón recitando el monólogo de “Doña Rosita la soltera”, aunque no esté yo para mucho teatro ahora mismo, mirando a cámara es otro momento insuperable. Dicho sea de paso, con una presencia de Granada durante los diálogos de los personajes bastante notable. De Lorca a Granada pasando por Almodóvar es un camino gozoso para recorrer una y mil veces.

Si entramos a la sustancia del melodrama que soporta el peso del metraje, gravitando alrededor de la maternidad y la mujer como fuente de vida, entonces descubres que estamos ante un cineasta superdotado e insuperable, cosa que ya sabíamos.

Y ojo al temazo de Janis Joplin que suena. Apoteósico.

Con «Dolor y gloria», Pedro Almodóvar, en la cresta del estilo cinematográfico más personal y reconocible del planeta, nos demuestra que no es necesario contar nada para contarlo todo

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Enfrentarse por segunda vez a la película más autobiográfica de Almodóvar y a su texto más íntimo es una experiencia inesperadamente gozosa, porque gana en el revisionado muchísimo y porque ya sabes a lo que te enfrentas y puedes dejarte llevar por los detalles.
 
Muy pocos artistas en el planeta son capaces de crear un estilo propio y un lenguaje intransferible y reconocible desde lejos. Pedro Almodóvar es uno de esos escasos genios. Un vistazo a un solo plano de sus películas es suficiente para no necesitar los créditos porque lleva su sello y su autoría. Eso es lo más grande que le puede pasar a un cineasta. Él lo tiene de sobra y con creces, lo derrocha. Por eso es el cineasta de este país más conocido en el mundo y uno de los artistas más internacionales de los que gozamos.
Parto de la base de que “Dolor y gloria” no es su mejor película. Sin duda, es superada por “Hable con ella” o “Todo sobre mi madre” como mínimo, pero es un maravilloso ajuste de cuentas con la vida, una forma de abrirse en canal delante del espectador de una generosidad ilimitada, un sincerarse consigo mismo y con el mundo espléndido, y ello justifica que, a lo largo de la cinta, realmente no pase casi nada, o quizás justo porque lo que pasa es todo, la vida misma. Porque se puede contar todo sin que pase nada si hay mucho que contar, y a Almodóvar le sobran sensaciones y recuerdos que transmitirnos en “Dolor y gloria”.
Si bien es cierto que su línea argumental es minimalista, también lo es que Almodóvar se desnuda en cuerpo y alma ante su público enfervorecido y entregado desde siempre (entre los que me incluyo) y, en su obra más austera y menos almodovariana de toda la filmografía del manchego, en la única película en la que no se permite ninguna jocosa salida de pata de banco, sublima el melodrama autobiográfico sobre el vacío existencial a través de un maravilloso vacío argumental que no cansa, sino que descansa en la pura verdad de lo que no cuenta, en las sensaciones que transmite, en la fuerza de la sinceridad, en la plasmación de la verdad pura y dura sobre la vida.
Porque lo que nos cuenta Almodóvar, sin contar apenas nada, es la pura verdad: que la vida tiene mucho más de dolor y pérdida que de gloria y mieles del triunfo, que hay más penas que glorias, que la felicidad apenas son momentos efímeros que te arrastran definitivamente al dolor, que madre no hay más que una, que del amor al dolor hay apenas un breve y furtivo paso, que el tiempo es implacable con sus criaturas y lo destruye todo, menos quizás el deseo y la muerte.
Porque de eso va la película de Almodóvar, del deseo como motor de casi todo y la muerte como final certero. Y lo logra a través de una interpretación para la historia del cine de Antonio Banderas. El andaluz no hace de Almodóvar, no imita a Almodóvar, ES Almodóvar, se reencarna en nuestro director más reconocible para lograr lo que tan solo Marcello Mastroianni consiguiera en “Fellini ocho y medio”, trascender la interpretación para alcanzar el alma del autor. Mastroianni lo clavó, Antonio Banderas lo mismo o más. A esos niveles está ya el andaluz, a los de pasar a la historia del cine por derecho propio.
Y luego están las señas reconocibles que hacen único el cine de Almodóvar: la fotografía colorista y pop de José Luis Alcaine, la música marca de la casa de Alberto Iglesias, la canción de Chavela Vargas apareciendo, la cinefilia y el amor al arte que se respira en cada poro de la propuesta, la homosexualidad en ambientes claustrofóbicos, las drogas como válvula de escape pero inexorable caída a los infiernos, la desesperación y la depresión, el perdón como posible con el paso del tiempo, composiciones en sus planos bellas y equilibradas pero consiguiendo ser reales y creíbles, los rojos y los azules saturados en su paleta de colores, la enfermedad, la muerte… la vida misma, el evangelio según Almodóvar.
Y que no pase desapercibida la actuación, breve pero absolutamente maravillosa, de Penélope Cruz como madre de Almodóvar durante su niñez. En pocos minutos, derrocha tanta verosimilitud y coraje, que pareciera una protagonista más de la cinta. Muy grande lo de Penélope, secundada en la vejez por Julieta Serrano.
Y otra referencia imprescindible a Juan Gatti: el autor de todos los carteles que se ven en los distintos decorados de la película y, muy especialmente, el diseñador de unos de los títulos de crédito más espectaculares de la historia del cine, puro esteticismo psicodélico para unos créditos que te dejan boquiabierto durante 3 escasos pero maravillosos minutos.
Lo que no deja de ser curioso es que, el gran director de mujeres en nuestro cine, haya virado definitivamente hacia sus personajes masculinos cuando él ha sabido retratar a las mujeres más y mejor que nadie lo hubiera hecho antes. Y es que ha llegado el tiempo del autoanálisis y la madurez introspectiva.
Almodóvar ha depurado hasta la perfección el estilo de Almodóvar, y el resultado es “Dolor y gloria”, que es capaz de demostrar que no es necesario contar nada para contarlo todo.

«El silencio de otros» de Almudena Carracedo y Robert Bahar constata que el franquismo, desde que venció hasta hoy, sigue dictando lo que debemos hacer, pensar y recordar

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Viendo “El silencio de otros”, Goya al Mejor Documental de 2019, producido por Pedro Almodóvar y dirigido por Almudena Carracedo y Robert Bahar, solo rondaba mi cabeza una única idea: ojalá lo estén viendo todos aquellos que insisten en evitar la memoria histórica, en forzarnos a olvidar, en exigir que no se cierren heridas, en imponernos (como siempre) su visión monolítica, en tratar de explicarnos la historia a su manera funambulista y equilibrista.
 
Porque, de todo el periplo judicial de persecución de los crímenes franquistas a través de la justicia argetina dado que aquí no la hay (una carrera de obstáculos porque este país y su ¿justicia? no quieren hacer justicia porque todavía sienten como propio el régimen anterior), lo que más molesta de la película es constatar lo chapucero de la Transición, que nos han vendido siempre como un modelo observado y exportado cuando lo que nos estaban vendiendo era la moto: los países latinoamericanos han sabido hacer mejores y más serias transiciones, donde todos han cedido y no como aquí, que solo cedieron unos a cambio de mantener todos los privilegios de los otros.
 
Porque la cinta, más que plagada de datos y momentos judiciales, está fraguada a base de sensaciones, testimonios y lágrimas. Y una ira confesable y confesada contra la esperpéntica Ley de Amnistía, que al fin es insultada de manera justa y necesaria en público. Ya iba siendo hora.
 
El pacto del silencio fue vergonzoso, y todos los partidos tragaron, y todos los partidos son culpables de ello. “El silencio de otros” es muy valiente señalándolos como culpables de todo lo no resuelto, lo cerrado en falso, lo que sigue vivo y, justo en estos momentos, con más fuerza que nunca: el franquismo.
 
Las calles plagadas de rótulos con denominaciones franquistas, las cunetas sembradas de cadáveres que nos exigen que olvidemos, las tapias de los cementerios aún con esquirlas de las balas con las que se fusilaba a los rojos, las fosas comunes aún por abrir, los niños robados a sus legítimas madres solteras todavía por encontrar, las estatuas que homenajean a los represaliados tiroteadas por los fascistas locales… Ésta no es una España en blanco y negro, sino la de 2019 que refleja este modélico documental.
 
Ganaron la guerra, gobernaron durante 40 años en forma de dictadura y lo siguen haciendo disfrazando de democracia un régimen que sigue tratando de forma desigual a unos y otros.
“El silencio de otros” es tan necesario como perturbador.

«Dolor y gloria» no es la mejor película de Almodóvar, pero es la autobiografía más sincera y despiadada jamás vista, su «Fellini 8 y 1/2» con un Antonio Banderas eterno a la altura de Marcello Mastroianni

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Muy pocos artistas en el planeta son capaces de crear un estilo propio y un lenguaje intransferible y reconocible desde lejos. Pedro Almodóvar es uno de esos escasos genios. Un vistazo a un solo plano de sus películas es suficiente para no necesitar los créditos porque lleva su sello y su autoría. Eso es lo más grande que le puede pasar a un cineasta. Él lo tiene de sobra y con creces, lo derrocha.
 
Parto de la base de que “Dolor y gloria” no es su mejor película. Sin duda, es superada por “Hable con ella” o “Todo sobre mi madre” como mínimo, pero es un maravilloso ajuste de cuentas con la vida, una forma de abrirse en canal delante del espectador de una generosidad ilimitada, un sincerarse consigo mismo y con el mundo espléndido, y ello justifica que, a lo largo de la cinta, realmente no pase casi nada. Porque se puede contar todo sin que pase nada.
 
Si bien es cierto que su línea argumental es minimalista, también lo es que Almodóvar se desnuda en cuerpo y alma ante su público enfervorecido y entregado desde siempre (entre los que me incluyo) y, en su obra más austera y menos almodovariana de toda la filmografía del manchego, en la única película en la que no se permite ninguna jocosa salida de pata de banco, sublima el melodrama autobiográfico sobre el vacío existencial a través de un maravilloso vacío argumental que no cansa, sino que descansa en la pura verdad de lo que no cuenta, en las sensaciones que transmite, en la fuerza de la sinceridad, en la plasmación de la verdad pura y dura sobre la vida.
 
Porque lo que nos cuenta Almodóvar, sin contar apenas nada, es la pura verdad: que la vida tiene mucho más de dolor y pérdida que de gloria y mieles del triunfo, que hay más penas que glorias, que la felicidad apenas son momentos efímeros que te arrastran definitivamente al dolor, que madre no hay más que una, que del amor al dolor hay apenas un breve y furtivo paso, que el tiempo es implacable con sus criaturas y lo destruye todo, menos quizás el deseo y la muerte.
 
Porque de eso va la película de Almodóvar, del deseo como motor de casi todo y la muerte como final certero. Y lo logra a través de una interpretación para la historia del cine de Antonio Banderas. El andaluz no hace de Almodóvar, no imita a Almodóvar, es Almodóvar, se reencarna en nuestro director más reconocible para lograr lo que tan solo Marcello Mastroianni consiguiera en “Fellini ocho y medio”, trascender la interpretación para alcanzar el alma del autor. Mastroianni lo clavó, Antonio Banderas lo mismo o más. A esos niveles está ya el andaluz, a los de pasar a la historia del cine por derecho propio.
 
Y luego están las señas reconocibles que hacen único el cine de Almodóvar: la fotografía colorista y pop de José Luis Alcaine, la música marca de la casa de Alberto Iglesias, la canción de Chavela Vargas apareciendo, la cinefilia y el amor al arte que se respira en cada poro de la propuesta, la homosexualidad en ambientes claustrofóbicos, las drogas como válvula de escape pero inexorable caída a los infiernos, la desesperación y la depresión, el perdón como posible con el paso del tiempo, composiciones en sus planos bellas y equilibradas pero consiguiendo ser reales y creíbles, los rojos saturados en su paleta de colores, la enfermedad, la muerte… la vida misma, el evangelio según Almodóvar.
 
Y que no pase desapercibida la actuación, breve pero absolutamente maravillosa, de Penélope Cruz como madre de Almodóvar durante su niñez. En pocos minutos, derrocha tanta verosimilitud y coraje, que pareciera una protagonista más de la cinta. Muy grande lo de Penélope, secundado en la vejez por Julieta Serrano.
 
Y otra referencia imprescindible a Juan Gatti: el autor de todos los carteles que se ven en los distintos decorados de la película y, muy especialmente, el diseñador de unos de los títulos de crédito más espectaculares de la historia del cine, puro esteticismo psicodélico para unos créditos que te dejan boquiabierto durante 3 escasos pero maravillosos minutos.
 
Lo que no deja de ser curioso es que, el gran director de mujeres en nuestro cine, haya virado definitivamente hacia sus personajes masculinos cuando él ha sabido retratar a las mujeres más y mejor que nadie lo hubiera hecho antes. Y es que ha llegado el tiempo del autoanálisis y la madurez introspectiva.
 
Almodóvar ha depurado hasta la perfección el estilo de Almodóvar, y el resultado es “Dolor y gloria”, que es capaz de demostrar que no es necesario contar nada para contarlo todo.

«Julieta» de Almodóvar o el triunfo por éxtasis de una caligrafía visual única, donde el guión es lo de menos ante la catarsis estética que atesora cada plano

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A escasos días de que estrene su nuevo melodrama, «Dolor y gloria», el cuerpo me pedía esta tarde de domingo reencontrarme con el Pedro Almodóvar que idolatro, el del melodrama (mucho más que el de comedia), el de esa vuelta de tuerca de sabor pop al melodrama clásico de Douglas Sirk, del que es directo sucesor, como también ocurre con el director norteamericano que igualmente adoro Todd Haynes.
 
“Julieta” es, hasta ahora, su última gran palabra. Su punto y final maestro. Lo más difícil y meritorio en cualquier tipo de artista es tener un estilo propio, único y reconocible. Él es un genio, un puñetero maestro de lo visual, y por eso se permite derrochar su poderío creativo a manos llenas, atiborrarnos de planos propios firmados por él y reconocibles a leguas que se marcan de forma indeleble en nuestra pupila.
 
La gran mayoría de encuadres que presenta la cinta, a cual más portentoso que el anterior, son reconocibles de lejos, son almodovarianos, porque Pedro es ya mucho más un estilo cinematográfico que un director. Los reconocería aún sin conocer su autoría a lo lejos. Ser poseedor de un estilo propio y único es lo más difícil en el cine, y nadie como Almodóvar para ello.
 
Porque ningún otro director tiene una caligrafía visual tan prodigiosa como Almodóvar en todo el planeta Tierra. Nadie te hace paladear lo que ves con tal intensidad. Nadie tiene su propia letra armada de imágenes, reconocible plano a plano.
 
La historia, esa maravillosa vuelta de tuerca al melodrama (amo profundamente al Almodóvar dramático, no encajo tan bien al cómico) a través de la historia de una madre sin hija y una hija sin madre, separadas por el fatalismo y la muerte, por la incomprensión y la incomunicación, por las fatales deudas de familia, es de las que impactan y te calan hasta los huesos, y te dejan suspirando con los créditos finales, cuando todo ha terminado y se desparrama la voz de Chavela Vargas (no podía ser de otra forma con Almodóvar), porque el alma te pide más y más, hasta la catarsis total.
 
Sin giros dramáticos de guión hacia otros géneros (una constante del cine almodovariano), esta vez el drama es seco y directo, desgarrado, fatalista, sin concesión alguna a la galería. Por supuesto que imposible e increíble, pero… qué más da, eso es lo de menos ante tamaño espectáculo cinematográfico.
 
Pero la historia, esa inolvidable y maravillosa historia cargada de simbolismos trágicos (el mar como muerte para acabar siendo vida), es lo de menos, aunque duela decirlo. Lo de más es saborear el caviar del cine de Almodóvar. Observar y analizar la belleza sublime de cada plano, de cada gesto, de cada lento y retenido movimiento de cámara marca de la casa, de esa casa de ensueño para el buen cinéfilo.
 
Y la música de Alberto Iglesias, porque qué sería del almodovariano mundo sin los acordes de Iglesias, su otra mitad en la creación de texturas, ambientes y situaciones.
 
Nadie en nuestro tiempo cuida la perfección formal como Pedro. Por eso es un maestro absoluto. Por eso es un puñetero genio.

«Laurence Anyways» o la constatación de que Xavier Dolan noes Haynes, Almodóvar ni Tarantino aunque él así lo crea

Laurence Anyways
Todavía estoy paladeando desde ayer esa maravilla que te marca para siempre titulada «Lou», de la australiana Belinda Chayko. Lo tenía difícil hoy quien viniese detrás. Por eso elegí otra cinta del «enfant terrible» canadiense Xavier Dolan.
 
Para mostrar al mundo una película de 168 minutos pretendiendo convertirla en una obra de referencia instantánea hay que ser un genio. Y Xavier Dolan es un buen director (digamos que una mezcla agitada en coctelera del melodrama de Todd Haynes, la estética de Almodóvar y el uso de la música como elemento narrativo de Tarantino), pero, por desgracia para él, no está a la altura de ninguno de los tres.
 
Y si pretendes ser sin serlo, el resultado puede resultar pretencioso, vacuo, esteticista por defecto y pesado si lo prolongas durante casi 3 horas. La historia de una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre durante tres décadas daba para mucho más por intensa y dramática. Pero se queda en algo más que mero artificio largo en la mano del sobrevalorado y afectado de complejo de superioridad Xavier Dolan.
 
Su cine es bueno, no cabe la menor duda, pero no tan bueno como él mismo piensa de sí mismo, y ahí radica su principal defecto, junto con su insistente hasta la saciedad recurrencia al videclip que interrumpe el ritmo de la narración a cada momento y que no se justifica argumentalmente en ninguna pieza de su filmografía.
 
El protagonista pasa por el trance de tener que enfrentarse a él mismo, a su novia, a sus padres, a sus compañeros de trabajo… y decir que, desde este momento, ya no es hombre sino mujer porque siempre lo sintió así por dentro y llegó el momento de exteriorizarlo definitivamente.
 
La encrucijada merecía estar más pendiente del devenir del protagonista que de la estética que lo rodea y ahí es donde Dolan no da la talla que él cree que es capaz de dar, y donde la peli pierde fuerza, en una historia de un amor imposible intentado y prolongado durante tres décadas, que es, sin duda, la esencia y lo mejor del film.

Mi único resumen de 2016 sobre la única cosa que me sigue motivando y emocionando

cine-de-2016
Llegados a este punto, todo el mundo hace sus recopilaciones sobre lo acaecido en 2016: las hay personales, profesionales, mezclando ambas facetas (esas son las más peligrosas)… yo la haré sobre lo único sobre lo que puedo hablar porque quizás sea lo único sobre lo que sé algo que sea digno de escribir y, por tanto, de leer. Mi 2016 cinéfilamente hablando y, por supuesto, como todo hijo de vecino al que le apasiona el cine, también haré mi lista de films del 1 al 10, para que de ella quede constancia por escrito y de la que se puede discrepar públicamente con permiso de éste, su autor:
 

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